El Magazín Cultural

Macario (Cuentos de sábado en la tarde)

Idalia miraba cómo Macario pintaba las ventanas de color marrón. Arrastró la mecedora junto a la puerta de la calle. El aire le rizaba el pelo y oreaba sus arrugadas mejillas.

Verónica Bolaños
18 de septiembre de 2021 - 05:30 p. m.
Ese día, mientras dormía soñó que ya había fallecido, que su cuerpo y alma pertenecían a un mundo aún desconocido para ella.
Ese día, mientras dormía soñó que ya había fallecido, que su cuerpo y alma pertenecían a un mundo aún desconocido para ella.
Foto: Pixabay

─¡Que no caiga pintura en la pared, Macario! ─gritó Cecilia desde el cuarto de baño.

─Sí, sí, tengo cuidado ─respondió Macario con el recipiente de pintura en la mano. De la brocha se desprendían algunas gotas como lágrimas.

Macario tardaría más de tres días en acabar de pintar las puertas y las ventanas. Era un hombre alto, con pocos dientes, llevaba una gorra de color azul, una camiseta negra sin mangas, un pantalón color beis arremangado hasta las rodillas, y del bolsillo derecho sobresalía la punta de un pañuelo azul.

Antes de empezar a pintar cubría el suelo con varios pliegues de cartón, la pintura estaba en un recipiente de plástico, tenía una botella con disolvente, y un juego de brochas gordas y finas que dejaba minuciosamente ordenadas junto a unos retazos de tela que usaba para quitar alguna gota de pintura.

Idalia lo miraba con atención, en momentos recostaba la cabeza en el respaldar de la mecedora, y miraba hacia la calle, se quedaba absorta contemplando cómo revoloteaban las bolsas de mecato en el suelo, y con el rabillo del ojo advertía las muecas que hacía Macario mientras pintaba abstraído. Con los dedos de la mano derecha apretaba con fuerza la brocha, los dedos de la otra mano los tenía entumecidos y movía constantemente la muñeca.

Cada brochazo lo aplicaba con calma. Repasaba con esmero las imperfecciones que encontraba. Idalia le sonreía y él mantenía la mirada fija en la brocha. Durante cada brochazo abría y cerraba su boca torcida, la saliva le escurría por el cuello agrietado y sudoroso.

Con la brocha fina extraía el polvo acumulado en las ventanas. Mientras Idalia se mecía el olor a disolvente iba y venía. Intentaba mantenerse la mayor parte del tiempo hacia atrás, para no acabar con dolor de cabeza, por el fuerte olor.

El vendedor de helados pasaba por la calle y hacía sonar la campanita. Mientras Macario pintaba los marcos, las hojas de las ventanas se secaban con el viento que soplaba suave y caliente.

Cuando el hombre estaba a punto de finalizar la jornada de trabajo empezaba a silbar. Idalia cerraba los ojos, se concentraba en el silbido intentado adivinar la canción que había detrás. Los brazos los dejaba relajados encima de los muslos, el cuerpo quieto. Y ya no se sorprendía cuando la mecedora se balanceaba sola. Ese día, mientras dormía soñó que ya había fallecido, que su cuerpo y alma pertenecían a un mundo aún desconocido para ella, del que no acababa de amañarse, y a cada momento sentía la vital necesidad de volver a la casa, recorrer cada cuarto, rincón, entrar en la cocina y meter los dedos sucios en la jalea de tamarindo como cuando era pequeña, meterse en el cuarto de los cachivaches a ver si aún conservaban sus muñecas, también, abría su escaparate blanco a ver si estaba su ropa como la había dejado, y colocaba nuevamente la llave en su lugar (en una caja de zapatos).

Uno de esos días vio a su hermana Cecilia sentada en una silla del comedor, vestida con ropa oscura, con el pelo corto y canoso, con la mirada extraviada en el techo, donde aleteaban varias palomas y ella no se inmutaba. Idalia se acercó a la nevera, quería cerciorarse que su medio vaso de jugo estaba ahí. Se tropezó con una joven que no alcanzaba la mayoría de edad, de piel negra y labios rosados, vestía unas mallas que resaltaban su figura y una blusa rosada. La joven se encontraba arreglando las botellas de agua. Ella sintió una presencia, miró hacia abajo y vio la sombra dibujada en el suelo recién trapeado.

─No se preocupe, no tema, solo estoy arreglando las botellitas, su hermana me contrató porque ella no puede hacer nada, las piernas le pesan, y camina con dificultad. Yo no voy a hacerle ningún daño, así que, váyase tranquila.

La abuela de la niña le había explicado que a las sombras hay que hablarles o cantarles, y así, desaparecen…

La sombra permanecía ahí, quieta, imperturbable.

La niña continuó arreglando las botellas, cuando cerró la nevera la sombra ya no estaba.

Por Verónica Bolaños

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