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Marianne en el rincón (Cuentos de sábado en la tarde)

Una mujer entabla una intensa relación con Marianne, una figura que la inspira y abruma.

Steffy Riquett

05 de abril de 2025 - 05:48 p. m.
Marianne pocas veces respondía. Me hacía creer que hablaba con ella, pero en realidad mis palabras eran como flechas: siempre apuntaban hacia una sola dirección.
Foto: Pixabay
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A veces, cuando hablaba con Marianne, la miraba a los ojos, esperando encontrar algo detrás de ellos: una respuesta, una pista sobre su historia. Pero detrás de ellos no había nada. Detrás de ellos, solo estaba yo.

Nos conocimos hace unos ocho años, cuando nuestras vidas parecían estar a punto de desmoronarse. No recuerdo cómo se presentó ante mí. Su presencia simplemente comenzó a formar parte de mis días poco a poco, cada vez con más fuerza. Sentía su existencia instalada en el centro de mi ser, pidiéndome que le diera más relevancia, que la mirara con ojos extasiados de admiración, apreciando toda la sabiduría que tenía para ofrecerme. Sí, la sabiduría. Con esa excusa entró a mi vida, impulsada por unas ganas incontrolables de hacerme más culta, más crítica. Astuta. Circunspecta. Más especial, menos yo.

Me impresionó su envidiable habilidad para entablar conversaciones, para hacer las preguntas correctas, para escuchar y sonreír. Me sorprendía que estuviera dispuesta a pasar tanto tiempo conmigo, ahí, sentada, mirándome. Mirando y sonriendo. A ella de verdad le encantaba escucharme. Sentía pena cada vez que alguien merodeaba a mi alrededor y yo prefería callar, tanto que llegó a preguntármelo una tarde de abril, bajo los inclementes rayos de sol que apuntaban al talud de derrubios con vista al horizonte, al mar, donde estábamos sentadas una al lado de la otra. Lo recuerdo porque fue una de las pocas veces que escuché su voz. Siempre era yo quien hablaba.

—¿Por qué prefieres callar? —preguntó.

—No lo sé, miedo tal vez.

—¿Miedo?

—A ser juzgada, supongo; a no ser entendida —le dije.

Suspiró. Sonrió. Su expresión se sintió como un abrazo cálido y misericordioso.

Marianne tenía los ojos azules, muy claros, tanto que, cuando me miraba de lejos, se volvían blancos. Dejaba de haber separación entre la esclerótica y el iris. Me observaba con esos ojos blancos, grandes, redondos, y con una sonrisa que le dejaba ver sus dientes impecables. Su rostro sobresalía incluso frente al más bello paisaje. Era pálido, suave, simétrico. Un rostro dulce, de esos que, por la calle, te jalonan a mirarlos una y otra vez, y otra vez más, hasta que estuvieras seguro de haber captado cada detalle, de haber recorrido cada ángulo, de que nunca los olvidarías.

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Otro día, sentadas frente al mismo mar, como de costumbre, le pregunté por su historia.

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—Soy alguien sin pasado —me dijo.

Al parecer, todos sus recuerdos se habían esfumado en un sueño prolongado de tres días que tuvo ya entrada su infancia.

—¿Es eso posible? —pregunté.

Asintió.

—¿Y qué niña habías sido hasta ese momento?

—No lo sé. Luego me convertí en una que quería saberlo todo —respondió.

Miramos el sol ponerse en silencio.

—¿Y lo lograste?

Suspiró.

—Aún lo estoy intentando.

Marianne pocas veces respondía. Me hacía creer que hablaba con ella, pero en realidad mis palabras eran como flechas: siempre apuntaban hacia una sola dirección. Yo hablaba y ella escuchaba. Pocas veces preguntaba algo. Pocas veces pedía aclarar algo. Pocas veces refutaba algo. Marianne era la oyente perfecta, un oído sin cuerpo ni consecuencias. ¿Quién no querría a una Marianne en su vida?

Tiempo después de conocerla, me pregunté si todos tendrían a alguien como ella en sus vidas o si el privilegio era solo mío. Imaginar que era la única me hacía sentir escalofríos, sobre todo cuando estaba —o estábamos— solas en la oscuridad, bien entrada la madrugada, mientras los demás dormían.

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A esa hora, Marianne y yo hablábamos despacio, a veces en inglés. Dicen que cambiar tu idioma nativo te ayuda a pensar y expresar las ideas de una forma diferente. Y sí, era real. Cuando hablábamos en inglés, mi voz se tornaba diferente, al igual que mi entonación y las expresiones de mi rostro. Toda mi actitud cambiaba. Me sentía más especial y a ella le gustaba. Me lo hacía saber siempre con sus silencios prolongados que representaban un “sigue así, sí. Continúa así, te escucho. Es valioso lo que estás diciendo. Aprendo de ti”. O al menos eso quería creer.

Me decía que hablando en inglés sonaba más dramática, más teatral. Le gustaba lo teatral, lo raro, lo disruptivo.

—No viniste al mundo a pasar desapercibida —dijo.

—Lo sé —respondí—. Lo sé, pero vivir en función de ello es difícil.

—¿Por qué?

—No todo es especial —le dije.

—Sí lo es —refutó.

—No, Marianne, la cotidianidad mata cualquier brote de disrupción.

—¿La cotidianidad te hace sentir ordinaria?

—Sí.

—¿No quieres ser ordinaria?

—No. Me asusta, me asusta lo normativo —exclamé.

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—¿Entonces por qué me niegas? Habla sobre mí, cuéntales que existo.

—Lo verán como algo trivial, Marianne. No entenderán quién eres ni cómo es que me escuchas. No lo entenderían, simplemente no lo entenderían.

Una noche discutimos. Ocurrió varios años después de conocernos. Ella intentaba abrirme los ojos todo el tiempo: las nubes, el viento, las hojas de los árboles, las gotas de lluvia en la ventana, el dolor de un rechazo, el cielo despejado, la paloma que cojea, una avenida vacía, las miradas fortuitas, la fugacidad de los instantes… Creía que todo era poesía, que debía andar por la vida con unas “gafas de la metáfora”, viendo la realidad como una mina de ideas, creyendo que debía saberlo todo. Me agotaba. Me agotaba actuar siempre en función de agradarle, de ser quien ella quería que fuese. Me presionaba para que viera que podía ser mejor; que podía ser... ¡Agh! Sí, que podía ser igual de culta, crítica, astuta, circunspecta y perfecta como ella.

Tanto la admiraba que, durante un tiempo, lo intenté. Escuchaba; escuchaba muy bien. Todo lo que llegara a mis oídos, lo escuchaba. Marianne me ayudó a desarrollar esa hermosa habilidad de poder prestarle tus oídos a cualquiera sin fastidio.

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Pero Marianne era la reina, la dueña y señora de todas esas características que, al final, le llevaron a odiarla.

Una madrugada, de la nada, la insulté. Le grité que se fuera, que estaba harta de su obsesión por romantizar la existencia y de hacerme creer que yo no era ordinaria. Le dije que se largara, que no quería volver a verla. Quería vivir en silencio. Quería vivir cómodamente adormecida, sin sus ojos ni los de nadie encima de mí.

Y eso hizo. Se fue.

Una lágrima delgada y medio seca se deslizó por su mejilla al atravesar la puerta de la habitación. Los días de su ausencia se convirtieron en semanas, las semanas en meses, los meses en años y los años en décadas. Duré décadas sin saber de ella, recordando con nostalgia aquellos tiempos de pasión intelectual y amor por el saber.

Pero un día regresó.

No sé cómo volvió a encontrarme. Recuerdo que estaba buscando unos medicamentos, unas pastillas que me habían recetado “para controlar las alteraciones de la memoria, la conciencia y la percepción de la realidad”. Creo que iba hablando en voz alta, maldiciendo no poder encontrar la fórmula en ningún lugar. Estaba en otra ciudad, desbordada por el frío y la sensación de abandono que me provocaba la indiferencia de quienes chocaban contra mí, más sola que nunca, aun sabiendo que la soledad siempre ha sido una constante en mí. Fue entonces cuando la escuché:

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—¿Marianne? ¿Eres tú?

—Soy yo, háblame —dijo con voz tierna.

—Te esperé tanto tiempo… Creí que nunca volverías.

—Ya estoy aquí, mi niña —agregó con suavidad—. Ya estoy aquí.

—¿Adónde te habías ido? Lo siento, lo siento mucho, de verdad. Yo…

—Siempre he estado aquí —interrumpió—. Tú me amarraste en un rincón de tu cabeza.

Callo por un instante.

—¿Vendrás a ayudarme?

Por Steffy Riquett

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