Tengo revolcado el espíritu y no sé muy bien cómo decir algo acerca de un estallido social que es imposible de categorizar por su misma complejidad, pero que resultaba inevitable. Ninguna vida puede resistir tanto, la experiencia de estar vivos es tan bella como terrible y sin unas condiciones dignas se hace insoportable.
He estado casi enmudecida frente a lo que se publica en las redes, a lo que se dice en los medios. La palabra cuesta en estos tiempos, es imposible resultar perfectamente lúcidos o coherentes porque nos interpela una forma del caos, no solo en las calles, también en nuestros pensamientos. Ahora mismo, no somos capaces de asir lo que explotó de manera intempestiva, es una circunstancia que arde y nos quema con lo poético y político que representa ese fuego que se encendió.
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A quienes hemos sido testigos durante décadas de todas las formas posibles de la injusticia, nos emociona esa masa de cuerpos levantándose en las calles. Hemos visto las miserias, las muertes, los desaparecidos, las indiferencias, las violaciones a los derechos humanos, las corrupciones, los clasismos, las humillaciones, las lágrimas propias y ajenas (…); pero así como nos emociona, nos duele el precio de esa valiente lucha: esos cuerpos caídos, la mayoría de jóvenes que están cansados o a lo mejor perdidos porque este no ha sido un país generoso ni con ellos ni con sus entornos.
No justifico ninguna manifestación de violencia, pero tampoco juzgo la rabia contenida de cada uno de los individuos a los que se les ha negado -en una sociedad supuestamente democrática- la oportunidad de tener acceso a una vida digna. La desigualdad cada vez más extrema nos ha conducido hacía unas formas del odio que inevitablemente se traducen en agresividad. Estamos deteriorados por dentro, son nuestros seres interiores vaciados de esperanza los que gritan que no pueden más, que ya ha sido suficiente: que “cese la horrible noche”.
Y hay que tener fuerza para levantarse allá afuera y resistir con los cuerpos de los otros: tal vez lo único que les queda por perder a muchos de esos cuerpos es la vida porque ya se lo han arrancado todo. Vivimos en un país en el que una gran mayoría de sus habitantes padece por tradición de una doble moral arraigada a un “performance de la apariencia” que es vergonzoso, el cuidarse del qué dirán marcó la dinámica los colombianos y entonces la corrupción hizo lo suyo en donde pudo sin dejar de enaltecer esas falsas apariencias. Esa imposición obligó a construir una imagen colectiva que comunicara que todo estaba bien mientras todo se iba derrumbando, y considero que en parte ese inmundo contenedor moralista nos ha venido pudriendo el espíritu.
Sí, hay una pobreza material incalculable, pero también una mental, esta segunda anclada a la falencia de la ética que favorece el bien colectivo y no individual. Esas pobrezas, todas juntas, nos tienen jodidos. Nos siguen haciendo ver al otro por encima del hombro, nos arranca ese ser humilde que es tan fundamental en tiempos de crisis. Que los otros vivan distinto no quiere decir que por ello sean nuestros enemigos o el peligro que nos asecha. Y seguiremos siendo diferentes, la inequidad no va a desaparecer de una día para otro, pero quiero pensar que sí puede ser posible ver y tratar a esos -a los que cada quien denomina “los otros”- de maneras más conscientes, amables, HUMANAS.
Somos sujetos en construcción -no estáticos- con capacidad de hacer cambios profundos de comportamiento, voltear a ver al otro es reconocerlo, pero también es reconocernos en esos otros. Escupirnos entre todos solo hará crecer la rabia y matarnos con todas las armas que tengamos a nuestro alcance, incluso con las palabras. Todo apesta y se va deshaciendo en nuestras narices. El olor a muerte es inevitable. La furia de las masas continúa en las calles. Y somos responsables todos. Y muchos, jóvenes y viejos, morirán sin ni siquiera saberlo.
Necesitamos, como lo ha señalado Judith Butler, una “nueva ontología corporal que implique pensar la precariedad, la vulnerabilidad, la dañabilidad, la interdependencia, la exposición, la persistencia de los cuerpos, el deseo, el trabajo y las reivindicaciones respecto al lenguaje y a la pertenencia social”. No olvidemos que ser cuerpo es “estar expuesto a fuerzas social y políticamente articuladas”; entonces no se trata única y exclusivamente de producir dinero y trabajo, se trata -y esto no es menor- de cuidar los cuerpos, de proteger las vidas, de reescribirnos para pensarnos mejor, de intentar ser para los otros. Y quiero decirlo: de levantar otras imágenes de este mundo, ojalá unas cada vez más críticas, que encarnen la consciencia viva de la humanidad.
Es imposible no voltear a ver lo que está ardiendo, sin embargo hay a quienes esas llamas jamás llegarán a “tocar” de ninguna manera porque no son capaces de sostenerle la mirada al fuego. Decía Giorgio Agamben, “una consciencia desdichada es una conciencia de color sombrío, gris acero, está condenada a su propio horizonte, a su propia clausura”. Si no miramos lo que se está incendiando ahora, será demasiado tarde cuando tengamos que arrodillarnos sobre las cenizas.