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Lanzo a un lado mi yelmo, que me dificulta la visión, abollado por un golpe de maza. En la batahola de la batalla he perdido mi escudo, solo me queda mi espada y la hermosa cimitarra que le arranqué a la mano amputada de un enemigo. El ruido que vomita la boca del negro túnel se hace casi insoportable, pero, por San Jorge, sea lo que sea que emerja de él, recibirá el filo de mi espada.
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Hago acopio de lo que me queda de energía, tras seis largas y tortuosas horas de batalla. “Non nobis, Domine, non nobis, sed Nomini Tuo da gloriam” (“No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a Tu nombre, da la gloria”), me atraviesa la mente como rayo benefactor. El poder de Dios me acompañará en esta y otras mil batallas, si fuera necesario. Un buen cruzado ha de morir con la palabra del Altísimo a flor de labios y la espada en la mano con la sangre fresca de los infieles.
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Una oleada de aire caliente y casi pútrido me azota la cara, y la bestia brota al fin de las entrañas del Averno, pero cuando estoy a punto de asestarle el primer golpe, en plena cabeza, algo me proyecta hacia atrás y caigo pesadamente contra una pared. La enorme serpiente azulada y brillante, que ha vomitado la tierra, lanza luces de sus cientos de escamas, acompañada por chirridos y traqueteos infernales, hasta que al fin se detiene en toda su extensión, con un bufido apagado y un azote de placas de metal. A mi lado, un ser de enormes orejas redondeadas y curiosos ojos de vidrio opaco me grita: “Amigo, ¿está bien? ¡Tenga cuidado, es muy peligroso acercarse tanto a la boca del metro!”.