Cuando el recuerdo llegó surgieron muchas preguntas. Cristian estaba muy pequeño; era claro que en su infancia hubo inyecciones y una habitación “con olor a diablo”. De allí, surgió un poema, un relato y luego una investigación sobre las terapias de masculinización y de conversión, que dejó como resultado una obra: Testosterona.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Esto también es una performance periodística, en la que Cristian Alarcón, escritor, periodista y director de la revista Anfibia, junto a la actriz Lorena Vega, desarrollan la historia y la entrelazan con las masculinidades modernas, el humor y hasta la botánica.
En entrevista, el periodista y protagonista de la obra, que se presentó el pasado viernes y sábado en el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo, en Bogotá, habla del proceso de creación y las introspecciones que surgieron, como por ejemplo la definición del perdón, que siguen apareciendo en el camino. “Por más de que yo digo este es un cuerpo que se resistió, un cuerpo que no obedeció al mandato, obedecí y obedezco de muchas maneras. Porque el patriarcado desciende sobre nuestros cuerpos aún con nuestra conciencia”.
Quisiera comenzar con el origen y es ¿qué recuerda de esa vida en la Patagonia cuando le inyectaron la testosterona?
En algún momento de la obra, yo digo que fui ingresado a una habitación celeste, cuadrada, enorme, que parecía una piscina a la que han vaciado de agua hace mucho tiempo, y que allí sentí el olor a diablo. Y “Olor a diablo” es el primer poema que escribí cuando yo recordé las inyecciones de testosterona. Tenía que escribir el prólogo de un libro y a raíz del tema, que era el cuerpo contemporáneo, lo que vino no fue la lectura crítica de los 15 relatos que tenía el libro, sino ese ramalazo como una especie de rayo interno, feroz, algo que siempre había sabido. Pero el trauma uno siempre lo reprime por una cuestión de sobrevivencia, porque no podríamos vivir con la memoria absoluta de nuestros traumas, vivir la vida cotidiana y avanzar en la existencia de uno.
Eso también hizo parte de la novela “El tercer paraíso”...
Y está presente en un ensayo que escribo sobre el futuro después del covid, que finalmente es el material a partir del cual voy a hacer una investigación sobre la masculinidad contemporánea, que me permita hablar sobre mí mismo, no desde el morbo de la auscultación del trauma en sí mismo, sino de la creación, de una posibilidad de futuro, de una posibilidad de una existencia futura más allá del trauma.
Todo eso es lo que en general somos todos. La idea también es que esto sea una historia que solo no signifique una interpelación para la comunidad gay, que pueda haber pasado por este tipo de situaciones, sino para todos y todas los que la vean, porque en definitiva Testosterona es una obra sobre el mandato, sobre cómo nos han moldeado, cómo han operado sobre nuestros cuerpos, sobre nuestro deseo, sobre la posibilidad de alcanzar nuestros sueños y hemos tenido que ir entregando cosas muy propias y olvidándonos de nosotros mismos para existir en determinados ámbitos, a veces muy conservadores.
¿Cómo fue ese proceso de investigación?, porque aparte del recuerdo también tuvo que conocer el tema y tuvo que hacer una experimentación psicológica.
Como buen porteño, aunque soy chileno, soy un psicoanalizado. Cumplí 26 años en una terapia en un diván, y de manera misteriosa, hace cuatro meses —todavía no lo puedo creer—, logré el alta psicoanalítica. Creo que Testosterona ayudó un poco a ese final, a esa sutura sobre la herida, que estaba gestionando con mucho esfuerzo a lo largo de muchos años. Diría que la investigación es primero interna. Es una disposición a una indagación que nos permita el autoconocimiento y no solamente llega por el psicoanálisis, puede llegar, como es en Colombia, por múltiples terapias alternativas. Aquí me encanta que tienen una cercanía con el cuerpo que les permite unas indagaciones más cercanas a lo ancestral. Pero el autoconocimiento significa trabajo y rudo, arduo, permanente, persistente porque a veces duele, porque a veces este trabajo es mirar el interior de un volcán que es el propio.
Ese volcán interno no es fácil de mirar, y a veces espanta, pero lo cierto es que finalmente una vez transitado ese camino de investigación, que es íntimo, llegó el momento de la investigación afuera, pero no me atrevía a hacerla yo.
Entonces, la tercerizamos el primer año de la obra. Cuando estábamos construyendo la dramaturgia con Lorena Vega, trabajamos con una académica sobre transiciones de personas que estaban haciendo tratamientos con hormonas masculinas con testosterona en Buenos Aires.
¿Por qué no pudo hacerla?
Porque yo no podía escuchar lo que tenía para decirme un endocrinólogo sobre qué había pasado con mi cuerpo infantil en ese tratamiento deshumanizante. No podía escuchar a los científicos, a los médicos. Ni siquiera era capaz de nombrarme a mí mismo como víctima. Tuve que irme a Londres a una residencia de tres meses para entender que todas las organizaciones LGTBIQ+ inglesas tienen un 0800 para denunciar los casos de tratamientos de conversión de la homosexualidad. Y hasta que un académico norteamericano me habló de la deshumanización, yo tampoco fui consciente.
Diría que recién este año, en esta etapa que me trae a Bogotá, que me lleva Cali y Quito, soy capaz de yo conducir por primera vez la investigación de testosterona y preguntar en primera persona y en tercera persona qué ha pasado con otros cuerpos, qué ha pasado con otros sujetos, cómo ha sido la historia de este intento de dominación sobre los cuerpos disidentes en América.
¿Cómo fue ese proceso con sus papás? Y llegar a reconciliarse.
Yo al principio mentía en las entrevistas. Cuando me preguntaban si los había perdonado decía que sí. Yo los amo profundamente. Mi madre está pasando por un momento difícil y todos los días desde hace ya un mes la llamo dos veces por día para saber exactamente cómo está. Me preocupo por su cuidado médico, por mi padre. Tengo una relación muy amorosa con mis padres.
Creo que la reconciliación, si la podemos llamar así, llegó mucho antes que Testosterona, porque en definitiva, no es que papá o mamá te pegaron, entonces vas al psicólogo, trabajas el trauma y, luego eso, todo está bien. Es un proceso tan complejo, porque nos equivocamos todos, se equivocaron ellos, pero su generación también se equivocó.
Hay que poder poner en contexto el trauma para comprenderlo, si no nace el egoísmo de creer que se lo hicieron a uno. Mis padres eran jóvenes, tenían veintitantos años, se habían exiliado de una dictadura, llegó otra dictadura en Argentina y sinceramente lo que en el fondo ocurría es que ese niño demasiado amanerado, mariquita, femenino, les daba vergüenza.
Si el perdón es el perdón de los cristianos, que es un perdón que lo olvida todo para poner un bálsamo mágico, que interrumpe el dolor que ha producido el daño, yo no estoy de acuerdo, porque el daño me habita, porque la marca de la herida que se me produjo me habita y por eso en escena, en Testoterona, hay un archivo vivo, que soy yo mismo, dando cuenta de que el daño no es solamente llanto, lágrima, queja, mortificación, degradación, alienación; no, es muchas otras cosas, porque lo podemos transformar.
Digo que no existe el perdón así como lo concibe un modo de pensar cristiano, pero sí existe una visión del otro que parte desde lo más amoroso posible, que es la comprensión de que hubo sujetos condicionados por su época, por su historia, que acudieron de algún modo a algo que hasta podríamos decir era un ejercicio de cuidado. Porque ellos, por un lado, tenían vergüenza de esos niños, pero, por otro lado, creían que nosotros, los gais, las lesbianas, las transexuales o los transexuales o los no binarios ahora, íbamos a sufrir. En el caso de mi madre, por ejemplo, que yo no iba a tener hijos y que ella no iba a ser abuela.
Cambiando el tema, la idea primaria de Testosterona era muy diferente al principio y estaba planteada junto a una artista colombiana, Nadia Granados, ¿en qué consistía?
Carnaval de Barranquilla 2020. Mi quinto Carnaval. Este cuerpo sabe lo que es el goce. Fue un carnaval previo a la pandemia, como el último carnaval del mundo. La pandemia no había sido decretada, pasé por Bogotá 10 días y conocí a Las Tupamaras, un grupo de performers queer, a las que vi en un garaje del centro, al que me llevó Nadia Granados. Yo dije: “Quiero esto. Esto es lo que quiero en escena cuando yo hable de testosterona”. Era un proyecto alucinante. Nadia, además, con su infinita capacidad de provocar, pretendía inyectarme testosterona en vivo. Iba a ser otra cosa, quizás menos teatral.
¿Cuándo cambió?
En Buenos Aires, cuando empezamos a trabajar en plena pandemia, encerrados durante prácticamente dos años. Desarrollamos esto que finalmente es Testosterona, que es una mezcla entre la lógica de la performance en el que está pasando algo singular y no va a haber otro momento en el que puedas ver esto, porque nosotros incorporamos la investigación que le vamos haciendo todo el tiempo a esta obra y la obra nunca es igual a la anterior función. Al mismo tiempo es una estructura teatral con una dramaturgia, con el uso de una escenografía, de una coreografía y de un juego de luces increíble con una música original. En fin, le pusimos todos los condimentos que podía tener una obra de teatro de la calle Corrientes (en Buenos Aires) y no solo eso, la llevamos a la calle Corrientes.
¿Cómo ha hecho usted para memorizar los textos? La obra dura más de una hora.
Yo creí que tenía muy poca memoria. Soy de los estudiantes ñoños que tienen que leerlo todo para poder volver a decirlo. O sea, no he sido el de la anotación que uno recuerda. Aplicaba técnicas nemotécnicas en matemática para aprenderme las fórmulas, pero después, cuando me fui hacia la literatura y el arte, dije: “Nunca más voy a tener que aprender algo de memoria”, hasta que llego al teatro y tengo que aprender una obra que tiene 30 y tantas páginas y un 90 % lo digo yo. Está mi compañero Tomás de Jesús, que hace una tarea hermosa pero está dándome pie, aportando perlas, bailando conmigo, en fin, sin él sería imposible la obra, pero el texto me pesa muchísimo.
La segunda vez que hicimos la obra, yo no sabía que la segunda función estaba maldita. Me olvidé la letra cinco veces. Afortunadamente, cada vez que olvidé, pasé al siguiente párrafo. El problema fue para la que estaba pasando los títulos en inglés, porque no coincidían [risas]. Yo estuve a punto de salir corriendo y decirme: “Esto no es lo tuyo, querido, ¿para qué te aventuraste? Volvé a escribir libritos, quedate en el periodismo, ¿qué hacés acá?”. Fue muy duro. Aprendí mucho, de la falibilidad. Nosotros (como periodistas) podemos estar protegidos en nuestras escrituras, porque volvemos a corregir, viene alguien que nos edita.
Así que ahora me estudio la letra cada vez que voy a hacer la obra, vuelvo a leer las 30 y tantas páginas, repaso la letra con Tomás de Jesús y aún así, por leves momentos, chispoteo un poquito, pero bueno, me hago cargo por lo menos de eso.
Ahora hay más confianza, ¿eso también les ha dado pie para cambiar cosas?
Por un lado el desafío de la letra. Por otro lado la incorporación de la investigación. Lo que hicimos fue incorporar la investigación que lleva adelante con el medio 070 y Pilar Cuartas, una gran periodista que trabajó en El Espectador. Entonces, la memoria y la investigación están por un lado, y por el otro la emoción. ¿Qué hago con la emoción? ¿Qué hago cuando vuelvo a decir que fui inyectado y me dan ganas de llorar? En general trato de controlarla. Esa es la técnica. No ceder al llanto en escena porque sería contraproducente para el que lo está viendo. La obra es muy emocionante para la gente y yo creo que es muy emocionante por ese manejo, por ese control.
“Testosterona” lo ha llevado a otras experimentaciones, ¿qué viene?
En principio, a una relectura de mi propia experiencia para entender lo que pasó, y mi hipótesis es que quizás se trate de una masculinidad cyborg, porque fuimos inyectados con una tecnología, fuimos intervenidos por una tecnología. Donna Haraway lo plantea en El manifiesto cíborg Los cyborg, lo dice ella, es eso que tiene una condición orgánica y política que le permite hackear y convertirse en el sistema y da la posibilidad infinita de otra cosa, abandonando por completo la idea de la binariedad, masculino, femenino. Estoy haciéndolo de algún modo más personal, más íntimo, porque sí me siento en una profunda transición en todas las prácticas que llevo adelante.
Tengo una novela en la cabeza, por lo que quiero terminar rápido el ensayo para poder escribirla. Transiciono como si me sacara capas de encima como la mariposa que proviene del gusano. Es un modo de sobrevivir sin distraerte tanto con la ansiedad que produce el ecocidio, el desastre global, el futuro distópico, porque si nos quedamos en la idea de que esto se va a terminar, de que, como dice mi madre en el comienzo de Testosterona, esto es el fin del mundo, no podemos vivir. Es imposible imaginar futuros diferentes si nos quedamos en el diagnóstico de aquello que va a perecer.