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                                                                                                                                Un par de zapatos viejos en el techo de la escuela (Fragmentos literarios)

                                                                                                                                Presentamos “Educar es como volar cometas” y “¿Qué tanto debe usted a los libros?”, apartados del libro “Un par de zapatos viejos en el techo de la escuela”, del educador y escritor Carlos de la Hoz Albor.

                                                                                                                                Carlos de la Hoz Albor

                                                                                                                                Un niño vuela una cometa en Bahía Solano, Chocó. Como asegura el maestro y escritor Carlos de la Hoz Albor "educar es como volar cometas".
                                                                                                                                Foto: Mauricio Alvarado Lozada

                                                                                                                                Educar es como volar cometas

                                                                                                                                Un amigo, al que le conté que tomar apuntes acerca de mis vivencias en la escuela se me convirtió desde hace tiempo en una manía de la cual no me he podido ni quiero liberar, viene y suelta con sutileza esta idea: “Educar es como volar cometas”. Luego, ante mi mirada aprobatoria, redondea su analogía.

                                                                                                                                Me habla, por ejemplo, de la paciencia como una virtud necesaria, tanto en una como en otra labor, si se aspira a la satisfacción que viene tras la conquista de altos sueños. De igual manera, me hace notar que en ambas se precisan condiciones especiales que no siempre se encuentran con facilidad.

                                                                                                                                “No todas las veces los vientos son favorables –dice–, así que se debe ser un observador muy sensible para saber cuándo debemos dar largo al hilo o tensarlo, a fin de que la cometa gane altura; o, en el caso del maestro, que el estudiante adquiera la confianza en sus capacidades y pueda dedicarse a aprender libremente y sin temores”.

                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Recuerdo que mis amigos y yo solíamos tardar horas y horas en elaborar una, y que una vez en el aire, cuando calculábamos que ya sobrevolaba los techos de las casas de otras cuadras de nuestro barrio, y después de enviar a través del hilo muchos mensajes por cuyos destinatarios nadie preguntaba, soltábamos la cometa a propósito y la veíamos con embeleso volverse un punto en el horizonte y perderse sin remedio. En ello, encontrábamos motivos para nuestra más alta alegría y la razón de nuestras risas y alborozo.

                                                                                                                                Le recomendamos: “La hiperregulación le ha hecho mucho daño a la escuela colombiana”

                                                                                                                                Jugando un poco con la hermosa idea de mi amigo, me pregunto: ¿no es justo eso mismo lo que debemos hacer con nuestros estudiantes al notar que les han comenzado a crecer las alas de la imaginación?

                                                                                                                                ¡Oh, fortuna! Ya pueden volar sin estar agarrados al hilo de nuestra vanidosa influencia.

                                                                                                                                ¿Qué tanto debe usted a los libros?

                                                                                                                                “¿Qué tanto debe usted a los libros?” Encontré el interrogante que le sirve de título a esta nota el otro día, por casualidad, en las páginas de una revista de variedades. A propósito de la celebración del Día del Idioma, del Libro y del Bibliotecario, se lo planteaban a un grupo variopinto de personas de esas que se suele englobar bajo la etiqueta “personalidades importantes de país”: políticos, funcionarios de altos cargos públicos, grandes empresarios, personajes de la farándula, entre otros. Ninguna madre cabeza de familia, ningún maestro de escuela, ningún escritor. Había unas respuestas muy lúcidas y sugerentes y otras que dejaban entrever una relación más bien utilitarista con los libros. Todas ellas, sin embargo, me llevaron a tener dicho interrogante dándome vueltas en la cabeza por mucho tiempo y con ganas de responderlo, aunque no me lo hubieran planteado a mí (¿y cómo iban a hacerlo si no califico como “personalidad importante del país”?).

                                                                                                                                Read more!

                                                                                                                                Así que traerlo a cuento ahora, con ocasión de la fecha que lo propició, fue como encender un fósforo en el oscuro y siempre enigmático túnel de la memoria: de inmediato me sentí transportado a mis años de infancia, época en la que tuve el primer contacto con esos objetos reveladores a los que hace mención la pregunta: los libros.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Recordé, entonces, que por aquel tiempo mi “biblioteca” estaba conformada por un único volumen: un diccionario hermosamente ilustrado a cuya paciente y minuciosa lectura me entregaba con fervor y delectación todas las tardes de todos los días en que habité la casa de mis abuelos, donde se albergaron mis sueños infantiles. Recordé también –¿cómo no hacerlo, si ese hecho ha venido a significar tanto en mi vida de maestro de escuela y de contador de historias? – que estaba empeñado en saber de memoria las palabras de aquel libro, y para ello había dispuesto que, a razón de diez diarias, al cabo de un par de años aprendería sus páginas completas.

                                                                                                                                Le sugerimos: Abel versus The Weeknd: La armonía perfecta

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Como ya lo habrá intuido el lector, fracasé en tan quijotesco propósito como he fallado en muchos otros en la vida. Pero aquella ilusa y fracasada empresa sirvió, de manera feliz, para unirme a los libros de una vez y para siempre. De modo que, sin exagerar, y en aras de esa justicia personal que uno debe establecer con sus recuerdos más íntimos, tengo que confesar que su grata e irremplazable compañía me ha ayudado a sobrellevar la existencia; y de paso me ha convertido en lo único que quiero ser: un humilde devoto de las palabras, en todas sus formas y manifestaciones, pues las considero lo más humano de ese bípedo vanidoso que puebla y saquea la tierra al que llaman hombre.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Muchas aguas han corrido por el río de la vida y no pocos libros han pasado por mis manos desde entonces. Sin embargo, aún guardo en la memoria el recuerdo de aquellas primeras páginas que me hicieron un apasionado de ese solitario y desinteresado acto que es la lectura: la Biblia, que siempre he leído como una obra literaria más; textos escolares de Español y Literatura en los que solo me detenía en los fragmentos o las breves obras literarias que, como tesoros, guardaban escondidos en sus páginas al lado de las reglas gramaticales y los infaltables ejercicios de mecanización de los conceptos; Los funerales de la Mamá Grande, de Gabriel García Márquez, en una edición con una particular portada cuyo motivo siempre creí una figura precolombina de color verde; Una flor amarilla, de Julio Cortázar, que me regaló sin decir nada un indigente que solía pasar todas las tardes por mi casa y que me vio parado en la esquina mirando lejos; Kalimán, el hombre que dominando la mente lo dominaba todo; Santo, el Enmascarado de Plata; y la mayoría de las historietas de la época, además de biografías de grandes personajes de la historia, enciclopedias, libros de ciencia, cancioneros, revistas de variedades y, como un ritual al que he faltado muy pocas veces en la vida, la edición dominical del periódico de mi ciudad y de los más importantes del país.

                                                                                                                                De alguna manera, esos papeles impresos me enseñaron que la lectura es la más sublime forma de la amistad y que ser un buen lector es una de las maneras más nobles de hacerse alguien en la vida; una manera de ser para sí y no para los demás, que es lo que cuenta, al fin y al cabo.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                De ahí que la pregunta acerca de qué tanto debe uno a los libros haya suscitado mi nostalgia. Ello se comprende, sin duda, porque es uno de esos interrogantes esenciales, que merece, por consiguiente, una respuesta intensa, sincera, dada más con el corazón que con la fría y cuadriculada razón que a veces nos hace quedar bien frente a los demás, pero no con nosotros mismos.

                                                                                                                                Aquí está, pues, la mía, con la que pongo punto final a estas líneas: a los libros les debo tanto como a la mujer que me trajo al mundo o aquellas que he amado; les debo tanto como a los amigos más entrañables o al pedazo de tierra que me vio nacer y del cual recordaré siempre el color del sol, la temperatura de la brisa o cualquier otro detalle que alguien que otros olvidarán con facilidad.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                En definitiva, les debo la esencia de lo que soy y, aunque en eso que soy haya más dudas que certezas, nunca querría cambiarlo.

                                                                                                                                Si le interesa seguir leyendo sobre El Magazín Cultural, puede ingresar aquí 🎭🎨🎻📚📖

                                                                                                                                Un niño vuela una cometa en Bahía Solano, Chocó. Como asegura el maestro y escritor Carlos de la Hoz Albor "educar es como volar cometas".
                                                                                                                                Foto: Mauricio Alvarado Lozada

                                                                                                                                Educar es como volar cometas

                                                                                                                                Un amigo, al que le conté que tomar apuntes acerca de mis vivencias en la escuela se me convirtió desde hace tiempo en una manía de la cual no me he podido ni quiero liberar, viene y suelta con sutileza esta idea: “Educar es como volar cometas”. Luego, ante mi mirada aprobatoria, redondea su analogía.

                                                                                                                                Me habla, por ejemplo, de la paciencia como una virtud necesaria, tanto en una como en otra labor, si se aspira a la satisfacción que viene tras la conquista de altos sueños. De igual manera, me hace notar que en ambas se precisan condiciones especiales que no siempre se encuentran con facilidad.

                                                                                                                                “No todas las veces los vientos son favorables –dice–, así que se debe ser un observador muy sensible para saber cuándo debemos dar largo al hilo o tensarlo, a fin de que la cometa gane altura; o, en el caso del maestro, que el estudiante adquiera la confianza en sus capacidades y pueda dedicarse a aprender libremente y sin temores”.

                                                                                                                                Read more!

                                                                                                                                Medito por un largo rato en la idea de mi amigo, que ha traído a mi memoria la imagen colorida de esos entrañables pájaros de papel y de madera que, con su zumbido y particulares movimientos en el aire, tantas veces alegraron las tardes de mi infancia.

                                                                                                                                Recuerdo que mis amigos y yo solíamos tardar horas y horas en elaborar una, y que una vez en el aire, cuando calculábamos que ya sobrevolaba los techos de las casas de otras cuadras de nuestro barrio, y después de enviar a través del hilo muchos mensajes por cuyos destinatarios nadie preguntaba, soltábamos la cometa a propósito y la veíamos con embeleso volverse un punto en el horizonte y perderse sin remedio. En ello, encontrábamos motivos para nuestra más alta alegría y la razón de nuestras risas y alborozo.

                                                                                                                                Le recomendamos: “La hiperregulación le ha hecho mucho daño a la escuela colombiana”

                                                                                                                                Jugando un poco con la hermosa idea de mi amigo, me pregunto: ¿no es justo eso mismo lo que debemos hacer con nuestros estudiantes al notar que les han comenzado a crecer las alas de la imaginación?

                                                                                                                                ¡Oh, fortuna! Ya pueden volar sin estar agarrados al hilo de nuestra vanidosa influencia.

                                                                                                                                ¿Qué tanto debe usted a los libros?

                                                                                                                                “¿Qué tanto debe usted a los libros?” Encontré el interrogante que le sirve de título a esta nota el otro día, por casualidad, en las páginas de una revista de variedades. A propósito de la celebración del Día del Idioma, del Libro y del Bibliotecario, se lo planteaban a un grupo variopinto de personas de esas que se suele englobar bajo la etiqueta “personalidades importantes de país”: políticos, funcionarios de altos cargos públicos, grandes empresarios, personajes de la farándula, entre otros. Ninguna madre cabeza de familia, ningún maestro de escuela, ningún escritor. Había unas respuestas muy lúcidas y sugerentes y otras que dejaban entrever una relación más bien utilitarista con los libros. Todas ellas, sin embargo, me llevaron a tener dicho interrogante dándome vueltas en la cabeza por mucho tiempo y con ganas de responderlo, aunque no me lo hubieran planteado a mí (¿y cómo iban a hacerlo si no califico como “personalidad importante del país”?).

                                                                                                                                Read more!

                                                                                                                                Así que traerlo a cuento ahora, con ocasión de la fecha que lo propició, fue como encender un fósforo en el oscuro y siempre enigmático túnel de la memoria: de inmediato me sentí transportado a mis años de infancia, época en la que tuve el primer contacto con esos objetos reveladores a los que hace mención la pregunta: los libros.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Recordé, entonces, que por aquel tiempo mi “biblioteca” estaba conformada por un único volumen: un diccionario hermosamente ilustrado a cuya paciente y minuciosa lectura me entregaba con fervor y delectación todas las tardes de todos los días en que habité la casa de mis abuelos, donde se albergaron mis sueños infantiles. Recordé también –¿cómo no hacerlo, si ese hecho ha venido a significar tanto en mi vida de maestro de escuela y de contador de historias? – que estaba empeñado en saber de memoria las palabras de aquel libro, y para ello había dispuesto que, a razón de diez diarias, al cabo de un par de años aprendería sus páginas completas.

                                                                                                                                Le sugerimos: Abel versus The Weeknd: La armonía perfecta

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Como ya lo habrá intuido el lector, fracasé en tan quijotesco propósito como he fallado en muchos otros en la vida. Pero aquella ilusa y fracasada empresa sirvió, de manera feliz, para unirme a los libros de una vez y para siempre. De modo que, sin exagerar, y en aras de esa justicia personal que uno debe establecer con sus recuerdos más íntimos, tengo que confesar que su grata e irremplazable compañía me ha ayudado a sobrellevar la existencia; y de paso me ha convertido en lo único que quiero ser: un humilde devoto de las palabras, en todas sus formas y manifestaciones, pues las considero lo más humano de ese bípedo vanidoso que puebla y saquea la tierra al que llaman hombre.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Muchas aguas han corrido por el río de la vida y no pocos libros han pasado por mis manos desde entonces. Sin embargo, aún guardo en la memoria el recuerdo de aquellas primeras páginas que me hicieron un apasionado de ese solitario y desinteresado acto que es la lectura: la Biblia, que siempre he leído como una obra literaria más; textos escolares de Español y Literatura en los que solo me detenía en los fragmentos o las breves obras literarias que, como tesoros, guardaban escondidos en sus páginas al lado de las reglas gramaticales y los infaltables ejercicios de mecanización de los conceptos; Los funerales de la Mamá Grande, de Gabriel García Márquez, en una edición con una particular portada cuyo motivo siempre creí una figura precolombina de color verde; Una flor amarilla, de Julio Cortázar, que me regaló sin decir nada un indigente que solía pasar todas las tardes por mi casa y que me vio parado en la esquina mirando lejos; Kalimán, el hombre que dominando la mente lo dominaba todo; Santo, el Enmascarado de Plata; y la mayoría de las historietas de la época, además de biografías de grandes personajes de la historia, enciclopedias, libros de ciencia, cancioneros, revistas de variedades y, como un ritual al que he faltado muy pocas veces en la vida, la edición dominical del periódico de mi ciudad y de los más importantes del país.

                                                                                                                                De alguna manera, esos papeles impresos me enseñaron que la lectura es la más sublime forma de la amistad y que ser un buen lector es una de las maneras más nobles de hacerse alguien en la vida; una manera de ser para sí y no para los demás, que es lo que cuenta, al fin y al cabo.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                De ahí que la pregunta acerca de qué tanto debe uno a los libros haya suscitado mi nostalgia. Ello se comprende, sin duda, porque es uno de esos interrogantes esenciales, que merece, por consiguiente, una respuesta intensa, sincera, dada más con el corazón que con la fría y cuadriculada razón que a veces nos hace quedar bien frente a los demás, pero no con nosotros mismos.

                                                                                                                                Aquí está, pues, la mía, con la que pongo punto final a estas líneas: a los libros les debo tanto como a la mujer que me trajo al mundo o aquellas que he amado; les debo tanto como a los amigos más entrañables o al pedazo de tierra que me vio nacer y del cual recordaré siempre el color del sol, la temperatura de la brisa o cualquier otro detalle que alguien que otros olvidarán con facilidad.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                En definitiva, les debo la esencia de lo que soy y, aunque en eso que soy haya más dudas que certezas, nunca querría cambiarlo.

                                                                                                                                Si le interesa seguir leyendo sobre El Magazín Cultural, puede ingresar aquí 🎭🎨🎻📚📖

                                                                                                                                Por Carlos de la Hoz Albor

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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