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La terca historia

'Tú, que deliras', la segunda novela de Andrés Arias

Juan David Torres Duarte
29 de octubre de 2013 - 05:55 p. m.
Carolina Cárdenas en 1932. / Cortesía – Laguna Libros
Carolina Cárdenas en 1932. / Cortesía – Laguna Libros


Juan Fernando Serrato es un periodista con ínfulas de escritor, aunque no ha publicado más que uno que otro artículo. Llegó a Bogotá junto con su abuela, luego de que mataran a sus padres, y poco a poco fue entrando en los círculos artísticos. Fue allí donde conoció a Carolina Cárdenas, una chica silenciosa pero de mirada fuerte, al parecer sin límites, quien había llegado de Londres años atrás y ya era conocida como ‘Miss Decó’ por su inicial afición a este tipo de arte. Serrato se enamoró de ella, como también se enamoró Sergio Trujillo Magnenat —artista, 21 años—, que se acercó a Cárdenas en busca de amistad y se lamentó después, cuando ella murió tan joven, por enamorarse de quien no debía.

En medio de todo ello, del desencanto porque Cárdenas no presta atención a ningún hombre —aparenta con su esposo por pura urbanidad—, está el ambiente artístico de la Bogotá de los años veinte y treinta: el grupo Bachué, la entrada de ciertas vanguardias —aunque de manera muy tímida—, los escultores y pintores tradicionales que aún tenían influencia. Está, también, la mirada que por entonces se tenía del arte: una tradición bien arraigada en la que el arte figurativo execraba cuanto sonara a nuevo, a vanguardia.

Andrés Arias —periodista, nacido en 1977— documenta todo aquel ambiente de un modo juicioso y detallado: sabe quiénes fueron los personajes más relevantes, qué hicieron, en dónde escribieron y qué papel jugaron en el desarrollo del arte colombiano por ese tiempo. Tiene todos los datos de que precisaría cualquier investigador; conoce a sus personajes y tiene a la mano críticas y archivos de hemeroteca que sustentan la cronología. La investigación, sólo como investigación, es preciosa porque rescata la imagen de un artista casi desconocida en la actualidad y recurre a papeles que de otro modo se perderían, como suele suceder. Sin embargo, una novela histórica no sólo traza una muy buena investigación: también debería trazar —y aún con más poder— un producto estético desligado de la mera documentación.

Desde los primeros párrafos, es posible encontrar en la voz de Serrato cierto tufillo histórico, la necesidad de ubicar los personajes al lector: "el artista Sergio Trujillo Magnenat, mi amigo…", dice en el primer párrafo. Eso estaría muy bien si Serrato hubiera tenido la intención de contar su testimonio a otras personas, si de verdad quería retratar a Cárdenas para los demás, publicar sus palabras. Sin embargo, Serrato dice en la página 295: "¿Acaso no tengo la seguridad de que nadie habrá de terminar leyendo estas páginas que escribo sólo para mí, en las que puedo contar lo que me venga en gana porque bien sé que jamás voy a publicarlas, un tanto por saberlas muy íntimas, un tanto porque no son más que eso: páginas sin género, solo algo parecido a un diario?" Si es un diario, si son anotaciones íntimas, ¿por qué entonces aclarar que Trujillo es su amigo, poner sus dos apellidos, decir que es artista? ¿Por qué esa guisa de introducción, innecesaria en cualquier diario porque no es necesario recordarse quiénes son aquellos de quienes se habla?

Ese descuido no es sólo inicial; se multiplica en las páginas siguientes. Y comienza entonces a sonar más a crónica que a novela, más a historia que a literatura. Cuando habla de la escritora Elisa Mújica, por entonces una quinceañera que conoció a Cárdenas en las oficinas del Ministerio de Guerra, Serrato dice que ha escuchado que escribirá una novela. “Es más, recuerdo que alguien me dijo que ya tiene título. Se llamará, si no estoy mal, Los dos tiempos, o algo así”. Es bien sabido que esa novela es una de las más destacadas de Elisa Mújica. Eso, leído dentro del contexto de la novela, suena un poco a ingenuidad por parte del narrador, un poco también como si ya supiera que es una gran novela.

Y el descuido se repite terco cuando se habla de Jaime Jaramillo, el esposo de Cárdenas. Dice Serrato: "Algo ya se había fundido para siempre en tu cerebro y así él (Jaramillo) fuera uno de los que había introducido la medicina moderna en el país y el que había sido decano de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional y Ministro de Educación, ya nada se podía hacer". Demasiada exactitud para un diario.

Esa exactitud cronológica pervive, también, en ciertas coincidencias que son difíciles de creer, por lo menos si aquello que plantea Serrato es la escritura de un diario. Cuando cita el manifiesto Bachué, Serrato dice tenerlo "por aquí". Lo mismo cuando cita un artículo publicado en El Espectador. De nuevo con una carta, que dice tener "por acá", a la mano. De nuevo, con insistencia, con un libro que Sergio Trujillo tradujo para Cárdenas y del que Serrato tiene una edición barata que compró hace poco. Entonces el personaje que trata de construir Arias comienza a deshacerse por su propio afán cronológico; aunque se confiesa enamorado, aunque busca respuestas a sus conflictos esenciales, Serrato no es Serrato y su voz se pierde entre la madeja documental. Entonces, la novela ya no está narrada desde la perspectiva de su narrador, Serrato, sino desde la perspectiva del autor, Arias. Se nota más la mano del propio escritor, que la voz del narrador.

El afán de la historia, de los documentos y las fechas, también permea la perspectiva que tiene Serrato de sus contemporáneos. En ocasiones, habla de las obras maestras de Sergio Trujillo y de aquellas de Cárdenas de un modo que parece demasiado lejano; sin embargo, Serrato escribe este relato apenas días después de la muerte de Cárdenas. ¿Cómo puede tener esa perspectiva tan decantada, ya tan analizada? A pesar de ello, Serrato se encuentra en un momento de tensión, todos los problemas —la muerte de Cárdenas, el modo en que él se enamora— siguen muy vivos para el momento en que escribe. Por momentos parece cuerdo, y en otros momentos parece rayar en la locura. La inestabilidad hace parte de su naturaleza; la pérdida de toda atmósfera por la falta de manejo de los datos históricos produce cierto desencanto sobre esa inestabilidad.

Vale preguntarse, entonces: ¿hasta qué punto vale la pena novelar un asunto que, en últimas, tocaría mejor puerto si fuera una crónica o un perfil? Es claro que no interesa cuál sea el tema o si ocurrieron los hechos o no; cuanto interesa es que sea un producto estético con una lógica interna, que se sostenga por sí solo y que cree un entorno creíble. Serrato no parece Serrato; Serrato se ha perdido en la voz de Arias, que realizó una profunda investigación pero tuvo un desacierto a la hora de ensamblar todo como una novela. El producto final no posee un balance: no se sabe si es una crónica —así fue catalogada por Laguna Libros, que lo publica—, no se sabe si es un testimonio, ni tampoco es discernible el nivel de intimidad ni el tono que va a manejar Serrato.

La edición misma, incluso, comete ciertos errores. Aunque el producto físico es bello, los editores decidieron incluir fotografías de Carolina Cárdenas y algunas de sus obras. Si la necesidad cronológica quiebra el artificio que debe ser la novela, ¿cuánto más harán las fotografías? La falta de singularidad del texto puede ser una apuesta editorial. En este caso sólo genera confusión, tanto en la construcción de los personajes como en la creación de la voz de Serrato. La historia se ha tragado a la novela. La engulló.

Por Juan David Torres Duarte

 

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