A lo largo del siglo XVI, en pleno auge de la exploración global y con múltiples imprentas modernas en funcionamiento, la imagen del mundo que tenían los cristianos se deshizo rápidamente y fue sustituida por una nueva realidad que para una generación anterior habría sido inimaginable.
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En 1535, Martín Lutero dio a conocer su famosa Biblia en alemán y junto con Juan Calvino difundieron sus críticas a la Iglesia católica, creando las bases para una renovada doctrina cristiana que se separó de Roma. El mismo año, Gonzalo Fernández de Oviedo hizo pública su Historia general y natural de las Indias, en la cual describió con detalle la increíble realidad del nuevo y enorme continente con el que tropezó Cristóbal Colón buscando nuevas rutas a Oriente. En 1543, Nicolás Copérnico publicó su libro Sobre las revoluciones de los orbes celestes, en el cual propuso la absurda idea de que la Tierra no era el centro del universo, sino un planeta más en movimiento alrededor del Sol. El mismo año, Andreas Vesalio elaboró un gran tratado visual de la anatomía humana, resultado de observaciones directas de cadáveres meticulosamente disecados. Podríamos seguir recordando obras científicas, literarias y artísticas que parecían desafiar antiguas creencias; pero para entender este particular momento de la historia occidental, una de las publicaciones que no podemos dejar de mencionar es el Theatrum Orbis Terrarum, el gran atlas del mundo del cartógrafo flamenco Abraham Ortelius (1527-1598).
La primera edición de El teatro del mundo fue publicado en 1570, apenas 50 años después de que una de las naves de la flota de barcos liderada por Magallanes lograra circunnavegar la Tierra. Como cartógrafo de Felipe II, entonces monarca de una buena parte de la Tierra, Ortelius tuvo acceso privilegiado a conocimientos geográficos que muy pocas personas de su tiempo podrían tener. La capacidad para elaborar mapas del mundo entero implicó la articulación de conocimientos astronómicos, cartográficos y técnicas de navegación. Se necesitaron poderosos barcos de vela, instrumentos calibrados y pilotos con el entrenamiento adecuado, una empresa posible de llevar a cabo únicamente en poderosos centros políticos y económicos, como lo fue la Corona española del siglo XVI.
El uso del término “Atlas”, alusivo al titán griego condenado por Zeus a sostener el mundo sobre sus hombros, para referirse a una compilación de mapas es posterior y lo usó por primera vez Gerardo Mercator, otro cartógrafo flamenco, quien en 1595 publicó su colección de mapas del mundo con el título de Atlas o meditaciones cosmográficas sobre la creación del universo y el universo creado.
El teatro del mundo, título de la obra de Ortelius, nos da la idea de un lugar donde se podía ver un espectáculo, un escenario donde era posible contemplar el mundo. No olvidemos que fue el siglo de Cervantes y Shakespeare y un momento de esplendor del teatro español con dramaturgos como Lope de Vega, Calderón de la Barca y Tirso de Molina. Era, también, el momento de los gabinetes de curiosidades, aquellos teatros en los cuales se coleccionaban y exhibían objetos provenientes de lugares lejanos.
En su Teatro del mundo, Ortelius presentó en 70 mapas la totalidad del mundo conocido. La mayoría de estos planos no eran de su autoría y su logro fue reunir en un formato estandarizado una colección única de cartas que le permitió revelar con cierto detalle y en un solo volumen impreso la suma de los conocimientos geográficos de su tiempo. El libro presentó, en primer lugar, un espectacular planisferio del globo entero para dar paso a mapas de los cuatro grandes continentes: América, Asia, África y Europa, acompañados de cartas, cada vez más precisas, de fragmentos de estos vastos territorios. El Viejo Mundo era la parte del planeta sobre la cual se tenía un conocimiento más detallado. No obstante, la primicia de la obra no estaba en la cartografía europea, sino en la descripción de tierras recientemente descubiertas, y, aunque central, Europa fue presentada como una más de las cuatro grandes partes de la Tierra.
La novedad estuvo en lograr una publicación que reuniera de manera estandarizada los conocimientos cartográficos disponibles, todos los mapas seguían un mismo estilo y las placas de cobre para su realización tenían el mismo tamaño impreso en folios de 35 x 50 cm. El monumental libro, dedicado a Felipe II, no era una publicación cualquiera, no solo el monarca, sino quienes pudieran adquirir la costosa obra, pudieron, literalmente, tener el mundo en sus manos. A pesar de su alto costo, el éxito del proyecto editorial fue inmediato y tuvo múltiples reimpresiones y actualizaciones con un creciente número de planos.
Los mapas eran y siguen siendo artefactos magníficos, indispensables para el gobierno, la guerra y el comercio; los mapas definieron rutas, establecieron fronteras, ofrecieron seguridad para la movilización de bienes y personas a escala global y fueron emblemas de poder y dominio.
Los conocimientos geográficos eran entonces objeto de permanente renovación y la obra de Ortelius fue ampliada y revisada reiteradamente, incluso después de la muerte de su autor. Se conocen más de treinta ediciones en siete lenguas: latín (1570), holandés (1571), alemán (1572), francés (1572), español (1588), inglés (1606) e italiano (1608).
En 1629, el gran cartógrafo Willem Blaeu compró las planchas de Ortelius y continuó editando la obra con un título similar: Theatrum Orbis Terrarum, sive, Atlas Novus. Despúes, este conjunto de mapas, en sus múltiples ediciones y ampliaciones a cargo de la familia Blaeu, fue conocido como Atlas Maior.
El frontispicio de la obra era una alegoría de los cuatro contienentes representados por cuerpos femeninos. En la parte superior de una estructura arquitectónica clásica que emulaba un teatro aparecía Europa, la soberana del mundo, sentada en un trono y con atuendos reales, llevaba un cetro de mando en la mano derecha y en la izquierda una esfera con una cruz, que nos sugiere un globo terráqueo bajo el dominio cristiano. A lado izquierdo, estaba Asia cubierta de telas suntuosas, quien parecía ofrecer sus riquezas, representadas por un recipiente con incienso en su mano izquierda. A la derecha, África, casi desnuda, tenía una corona que recordaba el sol ardiente y en la mano derecha llevaba un ramo de flores, emblema de la riqueza natural de su tierra. En la parte inferior estaba América, notoriamente desnuda, y, si bien en una de sus piernas es visible un adorno de oro, más que por sus riquezas, América se destacaba por sus armas y por exhibir en la mano izquierda la cabeza de un hombre barbado decapitado, que nos recuerda la violencia y la barbarie del canibalismo. El busto a su lado representaba un posible quinto contienente, “Magallanica”, una supuesta porción de tierra austral de la cual se sabía muy poco.
Esta imagen con que se presentó el primer Atlas moderno era una clara expresión de la supremacía europea, en la cual se repite la tradicional idea del contraste de la civilización cristiana y la barbarie de los demás, un nuevo orden global cuyo natural soberano es Europa.