Aintab, jueves 8 de abril de 1915
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Desde ayer tengo una nueva amiga. Es una muñeca y le puse Yelak.10 Mi madre me la hizo a mano como regalo porque cumplí tres años. Estuvo siete días clavando alfileres, cosiendo y recortando. Por último, también le cosió un bonito vestido rosa, igualito al que me cosió a mí, y le puso pelo de estambre rojo para que se parezca mucho al mío.
Me dejó ver mientras la hacía. No me dejaba usar las tijeras, pero me enseñó a meter el hilo en el ojo de la aguja. Cada vez que le pasaba la aguja preparada me decía: “¿Ves este agujerito, Qayah? Es más fácil que un camello pase por él a que un rico entre al Reino de los Cielos”.
—¿Qué es un camello, mayrik?11
—Es un animal muy grande, sirelis.12
—¿Más grande que un caballo?
—Sí, más grande.
—¿Y qué es un rico?
—Un hombre con el alma muerta.
—¿Qué significa “muerta”, mayrik?
Y ya no respondía.
* * *
Cuando los soldados turcos irrumpieron en su casa aquella mañana y detuvieron a su padre, Qayah no entendió qué estaba pasando. Su madre gritaba y les suplicaba que lo perdonaran, pero no le hacían caso. Los militares ataron a su padre como si fuera un perro rabioso, lo obligaron a arrodillarse y lo sacaron a rastras. Llevaba su ropa buena de domingo, como el resto de la familia. Qayah tenía puesto su vestido rosa nuevo. Estaban preparándose para ir a misa dominical a la cercana iglesia Sourp Sarkis.
—Cristiano asqueroso, este lugar no es para ti.
En ese momento Qayah no podía pensar más que en las rodillas de su padre. Ocupaban su mente entera y no dejaban lugar para ningún otro pensamiento. Debía de tener las rodillas terriblemente lastimadas y sangrantes después de que lo arrastraran así. Llevará la pomada mágica que su abuela había usado para curarle la fea cortada que se hizo aquella vez que se cayó sobre una roca puntiaguda cerca del cerezo. Primero le lavará las rodillas con agua tibia y jabón, para que la herida no se infecte. Luego le untará la pomada y mientras lo hace le soplará suavemente en las rodillas, porque al principio el bálsamo arde un poco. Sólo un poco y sólo al principio. Después irá por el costurero de madera que su madre guarda como un tesoro en la repisa más alta de la cocina. Pondrá una silla, se subirá a ella con prudencia y alargará la mano para tomar el costurero. Podría pedirle a Hosanna que se lo pasara, pero mejor no. Hosanna en ese momento está muy ocupada llorando. Se sentará cerca de su padre, insertará un hilo negro en la aguja y le coserá los pantalones negros desgarrados. Luego todo volverá a estar bien. Todo.
La fuerte voz de su padre la devolvió a la realidad como una orden.
—Si van a matarme, al menos déjenme ponerme de pie. No quiero morir de rodillas.
Los soldados hicieron caso omiso de la súplica de Nazar y cada uno le disparó en el pecho dos veces enfrente de su esposa e hijos. Él cayó inmediatamente después de la primera bala pero siguieron disparando. En el mismo punto una y otra vez, como si fuera una competencia y todos apuntaran al mismo blanco. El hoyo de su pecho se volvió gigantesco y sin embargo la sangre tardó en manar. La habían agarrado desprevenida y necesitaba un minuto para decidir si derramarse o no. El agujero era un rojo sol cegador mirando fijamente a Qayah. Se tapó los ojos con las manitas y sólo entonces empezó a llorar. Sabía que ninguna pomada mágica podría curar un hoyo así.
Qayah lloró y lloró. En realidad, desde ese momento hasta su último aliento nunca dejó de llorar.
Y desde ese día nunca más se vistió de rosa. El rosa se convirtió en el color de las lágrimas. El color de un padre que se deja atrás, de un hogar que se deja atrás. O de un mañana que nunca se alcanzará.
* * *
Aintab, domingo 25 de abril de 1915
Me tropiezo con la gente. Está en todas partes; el camino está empedrado de cuerpos. ¿Están jugando a algo? Pero si es un juego, ¿por qué todos los demás gritan y lloran? Caminar encima de la gente no es un juego divertido. Se ven aterradores bajo mis pies. Sobre todo sus rostros. Con cada paso espero que chillen, pero no lo hacen. Se quedan nomás ahí tendidos, quietos como piedras. Han de ser muy fuertes para soportar sin moverse el peso de todos los que les caminan encima.
Una vez vino a nuestra aldea un hombre extraño. Tenía ropa chistosa y una cabeza redonda rapada. Nos dijo que podía caminar sobre fuego. Dijo que no sentía nada. Luego nos mostró sus pies ampollados. La piel de sus plantas era negra y gruesa, como carbón. Por muchas semanas estuve teniendo pesadillas sobre esos pies. ¿Mis pies descalzos se pondrán como los suyos?
Vamos, levántense todos ustedes. ¡Ya estuvo bueno de este horrible juego!
Extraño a hayrikes.13 También a tatikes.14 ¿Por qué los dejamos? Mi mamá me dijo que nunca volverían. “Nunca jamás”, dijo. ¿Es mi culpa? ¿Hice algo mal?
Tengo hambre pero no hay comida. Estoy comiendo pasto. Sabe feo. Está lleno de polvo y creo que también tenía un insecto.
Hace mucho calor. Estoy seca y cansada. Creo que voy a dormir un ratito.
Adiós, tatiky. Adiós, hayrik.
* * *
Inmediatamente después de que mataran a Nazar, a Marine se le ordenó evacuar la casa. Cubrió el cadáver de su esposo con una cobija blanca, empacó toda la comida que encontró y se llevó a sus cinco hijos en un viaje para huir de la zona de peligro. Caminaron junto con otras mujeres, niños y algunos ancianos de Aintab y aldeas armenias vecinas. Los cadáveres en descomposición atiborraban las calles como hojas caídas.
Los que se nos mueren nunca se van, ni siquiera cuando los dejamos. Antes de partir, Marine puso la imagen del cadáver de su esposo en su memoria junto a la de sus padres. Los recuerdos son como morgues: interminables filas de cajones que a veces volvemos a abrir para checar a nuestros muertos. Has crecido mucho, mi amor. Ese nuevo corte de pelo te queda muy bien. ¡Por supuesto que no me he olvidado de ti!, sólo que estaba demasiado ocupada preparándome para morir yo también. Les guiñamos el ojo cuando cerramos los cajones y nos vamos, pero sólo por poco tiempo. Sabemos que pronto nos reuniremos con ellos en los recuerdos de alguien más.
El grupo viajó por el desierto sirio a pie tratando de llegar sanos y salvos a Alepo,15 donde Marine tenía un pariente lejano. La madre vistió a sus dos niños como niñas para cruzar así las zonas peligrosas, pues los turcos estaban matando sistemáticamente a todos los hombres. Pero todavía no atravesaban los límites de Aintab cuando un soldado percibió el bigote que a Hagop, a sus catorce años, empezaba a asomársele, y le disparó en el acto. No le dio a Marine tiempo para despedirse de su primogénito como era debido. Despiadadamente la alejó a rastras del cadáver del muchacho, pacíficamente tendido en su vestido azul, un pájaro herido envuelto en un cielo despejado. Ella lo abrazaba como una Madonna Addolorata, pero el soldado la obligó a levantarse y seguir caminando.
Esa misma tarde, cuando la densa oscuridad de las noches del desierto cayó sobre la caravana, de repente sintió una presencia desconocida cerca de ella. La voz de un hombre le susurró al oído algo ininteligible. Marine no pudo ver quién era y al principio se asustó, pero la voz era cálida y amable. El extraño le tendió algo en las manos, suavemente le dio unas palmaditas en el hombro y siguió adelante. Cuando un rayo de luna cayó sobre su sombra mientras se alejaba presuroso, por su vestimenta reconoció que era un soldado turco. Atónita, vio lo que le había dado: era el vestido azul que llevaba Hagop, manchado con su sangre y sudor, y una cantimplora de piel de cabra medio llena. Marine aspiró el olor de su hijo y se puso a llorar. No sabía qué pesaba más en ese llanto: la insoportable pérdida de su hijo o el descubrimiento de un corazón humanitario en medio de toda la hostilidad.
En ese viaje por el infierno, a Marine la violaron más de una vez varios soldados y estuvo al borde de la muerte. También a Hosanna la violaron, el segundo día, pero el frágil cuerpo de la joven no lo pudo soportar. El corazón se le detuvo frente a los ojos de Qayah. La parte inferior del vestido estaba levantada y le tapaba la cabeza, así que Qayah no pudo verle el rostro en el momento en que feneció. Sólo vio las piernas abiertas y la sangre que chorrreaba entre ellas, de esa “parte vergonzosa del cuerpo” que su madre siempre les ordenaba a sus hermanas y a ella ocultar.
Esa parte vergonzosa del cuerpo donde empieza la carnicería.
Esa parte vergonzosa del cuerpo donde el sufrimiento y el éxtasis se funden.
Esa parte vergonzosa del cuerpo donde se guardan todos los secretos.
Esa parte vergonzosa del cuerpo donde convergen todos los caminos.
Esa
Parte
Vergonzosa
Del
Cuerpo
Donde
Resucitan
Los
Muertos.
Para Qayah fue un entrenamiento en la pérdida. Uno que sellaría su destino irreversiblemente. Gaghant baba16 y los cuentos de hadas con final feliz habían desaparecido para siempre. Tras muchos días de andar errantes bajo un sol despiadado seguían sin llegar a Alepo, pues los turcos los estaban mandando por senderos difíciles para hacer más duro su trayecto: escogían a propósito rutas indirectas por montañas y páramos para prolongar el suplicio.
Poco a poco la caravana se fue reduciendo a un tercio de lo que era en un principio, perdiendo gente como moscas de los cultivos sobre la marcha. La muerte se había vuelto tan común que ya no provocaba ninguna reacción, ni siquiera lágrimas de las madres. No hay visión más cruel que la de gente que se ha acostumbrado al horror. Despojados de una humanidad cuyo costo ya no podían permitirse, seguían viajando como zombis, arrastrando tras de sí las pesadas sombras de sus martirios.
La sed era peor que el hambre. Era un milagro que los tres hijos restantes de Marine hubieran sobrevivido. La cantimplora que le dio el soldado se agotó muy pronto. “Tzaravem!”,17 imploraban los niños, y Marine deseaba poder cortarse las muñecas y darles a beber su sangre. Pero sabía que la sangre no sacia la sed.
Sólo sacia el odio.
Sus hijos eran los únicos niños que seguían vivos en el grupo, y los adultos se turnaban para cargar a los dos más pequeños cuando estos quedaron exhaustos. Eran los que más preocupaban a Marine. Nerses batallaba, pero la pequeña Qayah era resistente. Rara vez se quejaba. Desde la muerte de Hosanna, era como si se hubiera movido irreversiblemente a otra dimensión: una realidad alterna donde ella era testigo de horrores contra su propia voluntad. Las profundas ojeras bajo los ojos de la niña eran un voraz abismo negro tragándose al pueblo armenio.
A medio camino de Alepo, Marine de repente se detuvo a un lado del camino, sacó sus pechos y empezó a apretarlos frenéticamente, imaginando que podía sacar de ellos leche para sus hijos. Hacía menos de seis meses había dejado de amamantar a Nerses; quizá aún no se había secado por completo.
—La pobre mujer se volvió loca —dijo uno de los deportados.
Un coronel turco vio la escena mientras revisaba las caravanas desfilando a caballo como pavorreal. Andaba a la caza de esclavas sexuales. “Bunu”,18 le dijo a uno de los gendarmes apuntando el dedo en su dirección y el soldado inmediatamente fue y empezó a empujarla con la cacha del rifle. No se resistió. Como si estuviera en una pesadilla, incapaz de salir o de decidir el giro de los acontecimientos.
—Vendrás conmigo —le dijo el coronel con autoridad.
Ella nada más asintió con la cabeza.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Joumana Haddad ha sido seleccionada como una de las cien mujeres árabes más influyentes por la revista Arabian Business, gracias a su activismo social y cultural. Se postuló en el parlamento libanés en 2018. Haddad ha publicado diversos trabajos de ficción, ensayo, poesía y teatro; aclamada por la crítica, ha sido traducida a más de quince idiomas. Entre sus publicaciones se encuentran Yo maté a Sherezade: confesiones de una mujer árabe furiosa, que fue adaptada al teatro en Hollywood; Superman es árabe. Acerca de Dios, el matrimonio, los machos y otros inventos desastrosos; El retorno de Lilith y El tercer sexo.