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La violencia y la Pájara Pinta

Presentamos la primera parte de una lectura de la novela “Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón”, de la escritora colombiana Albalucía Ángel, publicada en 1975.

María Paula Lizarazo

01 de enero de 2021 - 12:00 p. m.
Portada de una de las recientes ediciones de "Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón" de Albalucía Ángel.
Foto: Archivo Particular
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En el artículo Dos o tres cosas sobre “La Novela de la violencia”, García Márquez hace un llamado a los novelistas colombianos que han adelantado la empresa de narrar y significar el periodo de violencia inaugurado con la muerte de Jorge Eliecer Gaitán. La tesis principal de García Márquez es que para narrar la violencia, el novelista no debe posarse sobre la atrocidad de los muertos sino sobre los vivos, que son quienes sufren el duelo de sus muertos, la violencia misma.

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La novela de Albalucía Ángel no enuncia la violencia de forma cruda y panfletaria -que es la crítica de García Márquez-, tampoco se limita a focalizarla con relación a lo político (si reducimos lo político a lo institucional) -otra crítica de García Márquez-. La novela plantea una filiación entre la historia nacional y la historia privada o individual, en la que se da lugar a esas violencias históricas que deambulan en la cotidianeidad, como la violencia sexual.

Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón comienza y termina, como si se tratara de una suerte de circularidad, con este mundo semántico del cuerpo, el erotismo y la violencia. Al principio están los personajes de Ana y Lorenzo en el acto del amor. Al final, la narración retoma aquella misma noche y la extiende. En la novela hay dos casos sobresalientes de violencia sexual, uno es el de Saturia, una joven de la servidumbre en la finca en donde transcurre buena parte de la novela, y el otro es el de Ana, hija de los patrones.

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Un día en el que Ana, Francisco, Pablo y Juan José estaban en el campo, escucharon unos gritos; al mirar, creyeron que se trataba de que alguien le pegaba a Saturia. “Vieron al hombre y a Saturia, o mejor, las piernas de Saturia porque el cuerpo del hombre la cubría y Saturia chillaba ya no más, un poquito no más, decía él, no seas malita, te voy a regalar una muñeca grande desas que tiene de Severiano en la vitrina, y Saturia que no, que yo no quiero, y otra vez con los gritos, y entonces el hombre le taponó la boca con la ruana y Francisco, qué hacemos, y Pablo dijo ¡chissst, que de pronto nos oye!, pero él no parecía, y ellos no modularon, no respiraron (…), Saturia, que se calló de pronto y comenzó a hacer bizcos, hasta que al fin dio un alarido y los ojos en blanco, muy abiertos, y el hombre entonces se solivió un poquito como si fuera a levantarse pero en lugar dio tres enviones más, con mucha fuera, y después quedó inmóvil. (…) Se levantó de encima de Saturia, que se quedó en el suelo sin moverse, y fue cuando le vieron la sangre que le bajaba por las piernas. ¿Tú crees que-que-que la-la ma-ma-tó? (…) Saturia se volteó bocabajo y se puso a llorar, y ellos le vieron todo el pelo entierrado, y el vestido en chirajos, y notaron que se le había perdido una alpargata. (…) entre todos resolvimos que era mejor no irle a contar a nadie. Para qué. (Ángel 110-11)

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En este fragmento hay un narrador que cuenta la violación de Saturia desde los ojos de terceros, ajenos al acto mismo, o, dicho sea, involucrados como espectadores. Esta escena presenta una ambivalencia: el hecho de que se narre todo cuanto los niños vieron del sufrimiento de Saturia, da razón de un tratamiento violento de la violencia misma en tanto que la narración no dignifica a Saturia, sino que se le significa a partir de la dominación sexual y su sufrimiento, vista desde ajenos.

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Sin embargo, este fragmento también sugiere un análisis sobre -o más bien una pregunta por- los niveles narrativos de la novela, pues el narrador se basa en lo que los niños vieron, lo que lleva a pensar que entonces lo planteado anteriormente se revocaría si se tiene en cuenta que: uno, el cuerpo del hombre cubría a Saturia, es decir, cubría el acto violento en sí, hay una ‘protección’ de Saturia; y dos, finalmente, los niños pensaban que el hombre la estaba golpeando y, como si fuera común, normalizan el hecho y deciden no contarle a nadie, por lo que entonces el acto y su significación a la luz de los ojos de los niños no dispondrían a Saturia -al interior del relato- como sujeto ultrajado, solo sucedería al exterior de este, en el lector.

En cuanto a Ana, ella hacía el amor con su novio Lorenzo, narrándolo así: “Yo también lo he soñado, repetí, mientras sentí su miembro ávido, buscando, talandro, me haces daño, gemí, pero no me dio tregua y aquel dolor era algo insoportable, yo no puedo, ¡no puedo!, porque el cuerpo de Alirio era el que me montaba (…) sus manos me hurgaban, sudorosas, y yo sentí el contacto de algo duro entre mis piernas que él se iba poniendo todo tenso, no te hace daño, quieta, no tengas miedo amor, y con su boca me sofocó los gritos, ¿te gusta así…?, pero no soportaba, ¡que no!, forcejeé, pero él me abrió los muslos, así, no temas, y comenzó a salir y a entrar, a levantarme en vilo mientras sus manos apaciguaban mis caderas, sin violencia, sin prisa, hasta que al fin aquel dolor dejó de ser como una cuchillada y la imagen de Alirio se fue descomponiendo, y de nuevo aquel vértigo, pero era diferente porque la náusea no me acosó esta vez ni se rompieron las entrañas sino que más bien se fueron esponjando como una flor que se abre en muchos pétalos, y sin pensar en nada más yo me dejé invadir de esa violencia que socavaba con ternura y me enseñaba cuál es la diferencia entre dar y entregar, entre una piel hermana y una piel mentirosa (…)”.

A diferencia del caso de Saturia, la representación de la violencia sexual se puede leer en clave de ética. Es Ana quien estetiza y resignifica su experiencia. Siguiendo con la estructura de la novela, que evoca desde la narración las formas de la memoria y el recuerdo, Ana asocia su momento con Leandro con lo que le hizo Alirio, pero se apropia de ello, lo transforma, lo descompone, y diluye el dolor en un instante de esplendor y ternura, a través de un discurso estético: el que ella crea. Así, Ana, en gracia a que asume su sexualidad desde el amor, resignifica el abuso y teje desde allí mismo su propia resistencia: desvanece el cuerpo ultrajado en un símbolo de erotismo, un taladro en una flor.

Con estas dos imágenes, ¿cuál es acaso el impacto de la ficción en un país que históricamente ha intentado narrar sus acontecimientos violentos, o, más bien, el recuerdo de estos?

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