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Laboratorio de arte

Esta muestra, que abre hoy luego de tres años de organización, recorre el arte colombiano desde el siglo XVI hasta la primera década del XXI.

Juan David Torres Duarte, Santiago La Rotta

25 de julio de 2013 - 05:00 p. m.
‘Violencia’ (1962), de Alejandro Obregón, es una de las obras icónicas de la colección del Banco de la República. / Fotos: Luis Ángel
Foto: LUIS ANGEL
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La colección comenzó sin querer, casi como un accidente que tomó la forma de cuadro de Fernando Botero. Un regalo, una mandolina reposando sobre una silla. El año, 1957.

Para ese momento, el arte no era una afición del Banco de la República, mucho menos una política.

Más de medio siglo después, la institución cuenta con más de 5.000 piezas en una colección que, con un marcado énfasis en arte colombiano y latinoamericano, aspira a lo internacional. Una mirada al arte que, al menos en términos de años, abarca desde el siglo XVI hasta hoy.

La reapertura de la colección es, claramente, más un proceso que un acontecimiento: una labor exhaustiva de tres años de trabajo en las reservas del banco, un examen detallado de la narrativa que ha de seguir una muestra que, sin perder coherencia, quiere presentarse con un cierto atrevimiento.

Más que revisión, la exposición intenta ser reinvención. Antes de su cierre, la colección presentaba al público 260 obras; ahora tendrá 800 trabajos, varios de ellos nunca antes expuestos. La muestra cuenta con la inclusión de 600 metros cuadrados de salas, espacios que poco a poco se fueron ganando para este fin (algunos eran oficinas o depósitos, por ejemplo).

El amplio trabajo de edición fue labor de un equipo encabezado por cinco curadurías, a cargo de siete expertos que, bajo parámetros como tiempo, narrativas y tendencias artísticas, organizaron el recorrido por la vasta colección de arte del banco. De por sí, esto ya resulta ligeramente inusual, incluso sugerente, pues la exposición se presenta no como mirada totalizadora, sino como un conjunto que desde la especialización ofrece una visión colectiva del arte a través de los siglos. Los curadores de la exposición fueron Jaime Borja, Beatriz González, Álvaro Medina, Carmen María Jaramillo, Silvia Juliana Suárez, Carolina Ponce de León y Santiago Rueda.

La reapertura total de la colección será completada en octubre, cuando se inaugure la sala dedicada al arte contemporáneo (que será instalada en la Casa Republicana). Con este espacio, la muestra llegará a 800 obras en exhibición. Esta sala cuenta con poco más de 200 piezas de artistas como Doris Salcedo.

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De modo que en una misma sala usted puede encontrar la representación clásica de la Virgen en llamas en diversos materiales y de variadas épocas; la puede encontrar con su rostro mirando hacia el cielo, sublimándose en medio del sacrificio. Y también puede encontrar una serie de imágenes de la misma Virgen, pero sobre vinilo y repetida en varios módulos: la representación moderna —poco sacra, algo sarcástica— de un ícono religioso. Allí está la raíz esencial de esta muestra: en un solo espacio convergen épocas que, para la historia lineal del arte, resultan disímiles.

Las influencias saltan de tiempo en tiempo, el arte no progresa como sí lo hace la industria, acumulando. El arte va más allá del tiempo. Eso se puede concluir al ver, en una misma sala, la fotografía de la serbia Marina Abramovic —una mujer elevada en la cocina— y los retratos de las monjas muertas, inspirados ambos en las lecturas sobre la vida de Santa Teresa. Y, sin embargo, no existe ruptura: entre los productos hay una coherencia más allá de la técnica, cercana al “no sé qué” del arte bien trabajado.

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La puesta en escena de esta colección permite no sólo recordar ciertos tiempos olvidados de las trayectorias de artistas reconocidos —como los coqueteos de Botero y Grau con las formas cubistas—, sino recuperar las lecciones del arte colombiano. Siempre se piensa en éste a partir de nombres, pero en esta ocasión es posible hallar un todo: desde las pinturas que preferían los referentes religiosos —aunque con ciertos indicios de la modernidad en las formas de representar los cuerpos—, hasta los cuerpos unidos y perdidos de Luis Caballero y las formas abstractas de Bernardo Salcedo. El arte colombiano, en esta muestra, no es una cuestión de nombres o historias personales; es la memoria de una revolución propia, influenciada por los movimientos que venían de afuera.

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Ese movimiento es tangible a finales del siglo XIX: ya no existen las figuras de los próceres de la Independencia —que coparon buena parte de la producción artística en los inicios de la República— y las formas ya no se ciñen a la realidad que se ve. La deforman, la maltratan, la vuelven un objeto propio. El arte se piensa como ese medio para expresar un asunto interior. Allí está, por ejemplo, Violencia, de Alejandro Obregón, compuesta en 1962. Y allí están también las esculturas erráticas de Feliza Bursztyn y la cama de Beatriz González.

Lo que vivió el arte en Colombia desde principios del siglo XX fue una revolución de la forma: gracias al impulso de Santa María, generaciones de pintores encontraron un nicho nuevo. Y, de tumbo en tumbo, se llega a la fotografía de Fernell Franco, representaciones oscuras de la ciudad mundana, y a la producción gráfica y las experimentaciones de Olga de Amaral. Los hilos que unen estas épocas comienzan a manifestarse: la violencia, la represión por parte de las fuerzas del Estado, el exilio. Es imposible, entonces, mirar el arte sin pensar en la sociedad que permite su crecimiento y que, por momentos, busca obstaculizarlo.

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La investigación para armar la muestra no se limitó a examinar el material ya existente en la colección (de por sí un trabajo complejo y dispendioso), sino que determinó ciertas compras que enriquecerían la colección y, a su vez, la narrativa de la exposición; sólo para reabrir la exhibición, el banco adquirió cerca de 100 obras provenientes de lugares como México, Nueva York, Canadá y Brasil.

En últimas, la colección es una búsqueda por la memoria pictórica y plástica del país, sin prescindir de las influencias externas. Quizá esa es la lección más visible. El arte colombiano es subvalorado por mero desconocimiento, pero basta ver los retratos y paisajes de Andrés de Santa María, o aquellos de Pedro Nel Gómez, para darse cuenta de que aquí, en efecto, han existido grandes artistas. De que también en Colombia el arte se ha resquebrajado y, como todo buen arte, ha vuelto a nacer de sus escombros.

@acayaqui

@troskiller

Por Juan David Torres Duarte, Santiago La Rotta

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