Eran las seis de la tarde. Sharik permanecía sentado en el banco de hormigón del parque. Vestía con pantalón gris, chaqueta azul y gorro marrón. El frío penetró en sus sólidos huesos. El hombre sacudía las piernas y los brazos y frotaba sus manos, como queriendo desprenderse de una arena fina y escurridiza. Sus labios fueron adquiriendo una tonalidad amoratada. Su mirada se extraviaba en los ojos invidentes de los transeúntes y su dentadura castañeaba.
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Dos horas antes, extrajo de su haraposa mochila: un tambor, unas maracas, una mini bicicleta, varios caballitos de madera, elefantes de bronce, máscaras y una bufanda roída del barça.
Extendió en el suelo resbaladizo varios pliegues de papel periódico y montó su habitual exposición.
La gente mariposeaba por las calles, envueltos entre gabanes, sombreros y bufandas. El humo de los cigarrillos se confundía con el humo cálido que desprendían las bocas de ancianos encorvados, bocas jóvenes y bocas de recién nacidos.
Sharik se levantó, dio varias vueltas alrededor del parque.
Tenía sed. Deslizó su lengua en la costra de hielo que cubría el tobogán. Le propinó varias patadas a la escalera.
-¡Nana Buluku, ayúdame! −dijo el hombre− y regresó al banco. Los ojos los tenía rojos, como si sangraran y miraba alrededor.
El frío nórdico y crudo congeló las fuentes, los olivos, los claveles y las camelias. El viento soplaba con tanta intensidad que sacudía a los viandantes. Estar en los hogares se convirtió en un caos por la rotura de las cañerías ─al congelarse el agua que transportaban─. “¡Joder! ¡Mierda! ¡Qué desastre!”, gritaban hombres y mujeres desde sus balcones.
Sharik veía pasar a la muchedumbre, pero nadie se percataba de su presencia. Los árboles se estremecían desanimados con un movimiento acongojado y de nostalgia. Las gotas de agua se precipitaron en el asfalto y la gente corrió a sus casas.
El hombre recogió sus pertenencias y las guardó en la mochila, corrió detrás de las masas como si lo esperara un hogar donde calentarse. Fue corriendo detrás de un señor de pelo cenizo y este cerró la puerta de un trancazo al llegar a su portería.
Sharik se encontró solo en la Rambla del Poblenou. El aire traía consigo un olor a caldo borboteando. El hombre se ajustó el gorro y lamió sus carnosos labios.
Luego regresó al parque, cabizbajo, unas lágrimas se deslizaron por sus mejillas cuarteadas.
Cerca del tobogán había una casita de madera, colorida, donde jugaban los niños al salir de la escuela. Sharik intentó abrir los candados del portón del colegio, pero le fue imposible porque estaban congelados.
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Se acercó a la casita. Se agachó, introdujo la mochila y la mitad del cuerpo; sus largas piernas quedaron a la intemperie. Las manos le temblaban. Del bolsillo de la chaqueta extrajo una linterna de batería y la encendió.
Percibió un olor a madera. Exploró con la linterna dentro de la casita y encontró un estuche con colores, un cuaderno plastificado y pan con chocolate. Acomodó la linterna en el techo. Tomó el color amarillo y dibujó un sol. Después sacó otros colores y pintó jirafas y elefantes…
Durante toda la noche estuvo dibujando. Él no podría decir en qué momento desapareció el frío de su cuerpo, en qué segundo se le mojaron el pantalón y los zapatos, ni en qué instante le dejaron de castañear los dientes.
A las ocho de la mañana, el butanero golpeaba con energía las bombonas de butano.
─¡Si te molesta mi olor pon en tu edificio un ascensor! ─gritaba a modo de protesta el empleado, que lucía aspecto de zanahoria.
Sharik se despertó con los gritos del butanero y guardó las puntas de los colores en la mochila. Se sintió aturdido. Su cuerpo experimentaba una extraña felicidad, por los colores que encontró y el chocolate que su madre nunca le pudo comprar.