El Magazín Cultural

Las esculturas pétreas de Hugo Zapata

Mientras a la mayoría los segundos se les escapan sin remedio, para el escultor quindiano, quien mañana inaugura una nueva exposición en el hotel Atton de Medellín, trabajar con las piedras significa redescubrir el origen de la existencia.

HECTOR ABAD FACIOLINCE
25 de julio de 2018 - 02:00 a. m.
Hugo Zapata en uno de los sus lugares de trabajo, con parte de sus obras.  / Carlos Tobón.
Hugo Zapata en uno de los sus lugares de trabajo, con parte de sus obras. / Carlos Tobón.

Hugo Zapata tiene ante la Naturaleza la misma sensación maravillada del hombre primitivo: estupor ante la piedra, reverencia ante su belleza inmotivada, innecesaria.

Todo podría ser frío e indiferente en la Naturaleza, y no lo es. ¿Por qué? Porque la vemos. El ojo busca formas en las nubes, en las olas, en las cortezas y también en las piedras. Y en esas formas adivina la belleza. Zapata dice que tiene en su taller un sembrado de piedras y que estas van, poco a poco, brotando de sí mismas, floreciendo, mostrando lo que tienen por dentro. Una mañana, él descubre que una forma ha aflorado, una forma antes no vista en la materia inerte, y le dice con cariño a la piedra: “Hoy te tocó, querida”. Y como Venus de la concha, de sí misma, nace la piedra. 

Una vez, el artista le dijo lo siguiente a Juan Luis Mejía: “El gran aporte lo hace la Naturaleza, yo lo que hago es transformar esas rocas, intervenirlas, para que aparezcan como un hecho mío, pero con el soporte de la misma Naturaleza”.

Hugo Zapata se concentra —tras un viaje a China— en las piedras más humildes de nuestras cordilleras, en las rocas de lutita que ruedan después de largas temporadas de lluvia por las vertientes del río Negro, en Pacho, Cundinamarca. Y en ellas, al hacer la disección de lo inerte, al practicar la autopsia de las piedras muertas, Hugo se asombra al toparse con trazos que parecen humanos, sin serlo, o con evocaciones de la vida, o con la vida misma: “He encontrado por azar, en el interior de las rocas que trabajo, huellas cercanas a pictogramas, a signos, a señales, a ideogramas. Son restos de un magma primigenio, rastros del trajinar de la materia en la eternidad del tiempo geológico, vestigios de avalanchas, concreciones y corrientes de lavas inestables, improntas de metales licuados, rocas blandas, cuarzos y cristales. Son cenizas de hojas, pisadas de garzas en el barro, trazos de caracoles, de helechos, de semillas que cayeron en los espejos de agua o quedaron atrapadas en densos lodazales”. Y concluye con una observación que es casi un rezo o un verso: “Antes del hombre, la Tierra ya escribía”.

Zapata nos invita a un maravilloso delirio de piedras. Minero extraño en nuestras tres cordilleras, cosecha piedras para crear ojos de agua que miren fijamente el firmamento. O imita glaciares entrelazando el vidrio entre las rocas reventadas, para indicar el agua o el hielo que durante millones de años fueron labrando la piedra con su leve caricia o su expansión irresistible. 

Todo escultor, tarde o temprano, tiene que vérselas con el más grande escultor del Renacimiento: Miguel Ángel. Este decía que ante un bloque de mármol era muy fácil ver la estatua escondida en la piedra: “Basta quitarle lo que le sobra”. El procedimiento de Hugo Zapata es, en cierto sentido, opuesto al de Buonarroti: le busca a cada piedra lo que tiene, no lo que le sobra. Lo que hace es ayudarle a ser más plenamente piedra, no le quita nada para que deje de serlo. Como observó bellamente el poeta William Ospina: “Hugo Zapata busca la piedra que hay en la piedra”. 

No la cincela para adaptarla a alguna forma cultural o animada del mundo (caballo, mesa, hombre, dios, profeta, trono, virgen, niño), sino que pule su misma forma mineral, respetándola, para hacernos disfrutar, decantada, su pura materia pétrea inanimada. Lo único que queda como rastro de vida en sus esculturas son los antiquísimos restos fósiles, pero no los esculpe en la piedra, sino que los descubre y los mima, los preserva. Y allí, en la superficie de las piedras pulidas por Zapata, las amonitas flotan como en constelaciones, giran sobre las otras en círculos, en elipses, o en espiral, sobre sí mismas. “Cunas”, les dice Hugo a estas formas circulares, pues son como la cuna de la vida, del mundo consciente: ve en la piedra pulida toda la historia de la Naturaleza, que otros llaman creación.

La primera sensación que dan las esculturas de Hugo Zapata es que son táctiles, hechas como para que un ciego pase su mano por el lomo lamido de esas piedras de formas evocadoras, pero sin forma alguna definida. Piedras que rememoran formas naturales, montañas, lagos, rocas, cascadas, cordilleras, lunas, conchas, valvas, vulvas, vaginas, pétalos, falos, glúteos, almohadas, cantos del agua, guijarros humildes, rocas arrogantes, peñas gigantes, piedras de molino, venas, cálculos, danzas, bóvedas celestes, constelaciones, ríos. Qué no estará escondido en estas piedras. Todo el torbellino del mundo. Lo que fuimos. Lo que volveremos a ser. Polvo de estrellas, piedras. Lo único que queda cuando nada queda: piedra sobre piedra.

Por HECTOR ABAD FACIOLINCE

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