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Las otras Américas de la historia

Cada 12 de octubre, “el día de la raza”, celebrábamos un “encuentro” entre culturas con cantos, bailes y disfraces, como si hubiera sido un evento pacífico, una fusión feliz y armoniosa, en la que todos los pueblos hubieran participado con libertad y en condiciones de igualdad. Como si “raza” no fuera sinónimo de exclusión en lugar de integración, como si realmente nos concibiéramos como un país diverso.

Beatriz Dávila
17 de octubre de 2020 - 05:00 p. m.
Mientras neguemos que los pueblos afro e indígenas son también nuestros ancestros, que han sido borrados de la historia y que aún están siendo marginados y sus voces no son escuchadas, estaremos contando una historia parcial y sesgada, que nos denigra como nación y nos roba una parte esencial de nuestras raíces.
Mientras neguemos que los pueblos afro e indígenas son también nuestros ancestros, que han sido borrados de la historia y que aún están siendo marginados y sus voces no son escuchadas, estaremos contando una historia parcial y sesgada, que nos denigra como nación y nos roba una parte esencial de nuestras raíces.
Foto: Vatican News

Me enseñaron que “el 12 de octubre de 1492 Cristóbal Colón descubrió América”. Crecí viendo una larga serie de películas sobre su vida: sus polémicas ideas acerca de la forma de la tierra y su convicción de la existencia de otras rutas para llegar a lugares lejanos, sus ávidas lecturas de las crónicas de Marco Polo, su audacia y su tenacidad. Sus expediciones a lo que creyó en un principio que eran “Las Indias”, en busca de oro, especias y otras riquezas. Sus proyectos temerarios, que implicaron ganarse la credibilidad y el apoyo de los reyes, vencer el miedo al fin del mundo y a los terribles monstruos del océano, superar días de hambre, de desesperanza y de motines de marineros desesperados y enfermos de escorbuto en altamar, enfrentarse con territorios exóticos y desconocidos, con culturas fieras y salvajes, con enfermedades nuevas, con lo extraño y lo impredecible, con la muerte.

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Cada 12 de octubre, “el día de la raza”, celebrábamos un “encuentro” entre culturas con cantos, bailes y disfraces, como si hubiera sido un evento pacífico, una fusión feliz y armoniosa, en la que todos los pueblos hubieran participado con libertad y en condiciones de igualdad. Como si “raza” no fuera sinónimo de exclusión en lugar de integración, como si realmente nos concibiéramos como un país diverso. Más adelante nos contaron que había habido algunos abusos y comportamientos cuestionables por parte de conquistadores y colonos. Representábamos entonces con obras de teatro escenas comunes de la Colonia que revelaban imposiciones y jerarquías, y momentos históricos tristes, como el secuestro y la derrota de Monctezuma por parte de Hernán Cortés– era cuando algunos teníamos que asumir sin ningún orgullo, con vergüenza incluso, el papel de indio o de negro, de zambo, de mestizo. Teníamos que ser por momentos ese “otro” racializado y discriminado, convencidos de que no éramos nosotros, aunque formaran parte de nuestra historia y de nuestra nación.

La mirada crítica al proceso de conquista y a la instauración de instituciones europeas fue en mi historia personal insuficiente, tardía y dulcificada: Cristóbal Colón, Isabel la Católica y los expedicionarios se habían ganado mi simpatía. Me enseñaron que los españoles habían llegado a América a traer la civilización, y yo les creí. Me contaron un lado de la historia, la de aquellos que podían escribirla porque por la fuerza habían asumido el poder, y luego nos dejaron en nosotros sus prejuicios, sus jerarquías institucionalizadas y su forma de ver el mundo. Tan absurdo es que me hicieron creer, con relatos de conquistadores, que la vergüenza estaba en la sangre y no en la herida histórica de una invasión y de un genocidio. Y Colón era para mí nada menos que un héroe.

Crecimos convencidos de ser niños y niñas descendientes exclusivamente de europeos. La herencia española está en nuestros nombres. Forma parte de nuestra historia, por supuesto, y además determinó nuestra cultura y nuestras tradiciones. Sin embargo, ignoramos –o escondemos colectivamente– nuestras otras ascendencias. Nos sorprendemos cuando nos damos cuenta de que también para el europeo contemporáneo o el estadounidense, esas culturas que emulamos, somos un “otro”: es a veces, entre quienes percibimos como “blancos”, cuando descubrimos en nosotros mismos rasgos físicos que nos remiten a unos orígenes híbridos. Entonces se revela ante nuestros ojos que somos latinos, una mixtura de etnias y culturas –como todas las personas del planeta. Como si nos viéramos por primera vez.

Nos falta por conocer aún varios lados de la historia, los de quienes no tuvieron el poder. Nos falta integrar a nuestras vidas y relatos la mayor parte de nuestro legado. Y si me remito a mi infancia otra vez, usábamos las palabras “negro” e “indio” como insulto, para decir que alguien era malo o bruto, o de otra clase social o de alguna otra manera diferente, porque eso fue lo que nos enseñaron. Aprendimos –porque era lo que tácitamente decían las dinámicas sociales y explícitamente declaraban los prejuicios–, que ser lindo y moralmente bueno era ser blanco, que los indígenas eran seres ignorantes, maliciosos y salvajes que nada tenían que ver con nosotros, que la gente de piel más oscura estaba en la base de la pirámide social, que tenían menos derechos y que estaban para servirnos.

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Aún hoy, nos vemos a través de un filtro cultural tan marcado por el racismo y las miradas coloniales que no queremos ver en nuestra piel y en nuestra historia la innegable verdad del mestizaje: somos un país multicultural y pluriétnico. Usted y yo no somos blancos, somos mestizos. Somos una hibridación de procedencias, historias, experiencias, cosmovisiones, y probablemente otras etnias –como los árabes y los judíos, como es mi caso, porque también el español está mezclado–. El indígena y el afrodescendiente no solo están en nuestro territorio y en nuestra historia: están en nuestra sangre. Aunque lo neguemos, aunque seamos en la práctica un país católico y hablemos castellano, aunque los españoles, nuestros otros antepasados, hayan erradicado sus tradiciones y su cultura, aunque aceptemos en nuestras calles las estatuas de los conquistadores, legitimando el poder colonizador, negando otras versiones de la historia y desconozcamos todo de ellos, esos “otros”.

Me dicen que la educación ha cambiado. Que en ciertos espacios educativos se honra el pasado indígena, se estudian sus diferentes formas de percibir el mundo, se aprenden palabras en sus lenguas. Desde la Constitución de 1991 al menos nos reconocemos en papel como un país multicultural y pluriétnico y esto se ha apoyado en cambios institucionales. Hay esfuerzos desde la academia, desde la educación, desde organizaciones no gubernamentales, desde diferentes entes estatales por reconocer otros pueblos y por introducir otras voces a la historia. El Museo Nacional, por ejemplo, tiene un buen plan estratégico para contribuir a la asimilación de la identidad multiétnica y pluricultural a través de la construcción de múltiples narrativas de la historia. Pero desafortunadamente el imaginario sociocultural sigue siendo casi el mismo desde hace años, tal vez siglos, y aún nos hace falta un cambio importante en la manera como los ciudadanos nos relacionamos con el pasado.

El derrumbamiento de la estatua de Belalcázar en Popayán por parte de miembros de la comunidad misak es una oportunidad maravillosa para resignificar símbolos y para construir narrativas históricas alternativas, o diferentes, a la colonizadora. “El patrimonio es un atributo, es un adjetivo que se otorga, no una condición inherente a la naturaleza de las cosas. Por lo tanto, la estatua no es patrimonio en sí misma. Es patrimonio porque alguien lo oficializó como tal, alguien le confirió esa condición de autoridad, y claramente ese alguien no consultó diferentes voces para conceder la categoría”, afirma Manuel Salge Ferro, PhD en Antropología e investigador del Observatorio de Patrimonio Cultural y Arqueológico de la Universidad de los Andes, en el artículo Desplomar monumentos para resignificar su existencia, publicado en Cerosetenta.

Derribar una estatua es una acción y a la vez un símbolo que invita a repensar el dogma histórico, reflejado en lugares, personajes y objetos –que con un lente poscolonial y democrático constituyen, en efecto, símbolos de violencia, racismo y opresión–. Es una discusión importante porque estos símbolos del hasta hoy declarado patrimonio son referentes que construyen identidad; porque refleja la manera como leemos el pasado desde el presente, legitimando o no lógicas e imaginarios; porque dan forma la sociedad a la que aspiramos: establecen un relato y orientan un proyecto de país. Y porque la manera como nos relacionamos con figuras y referentes culturales del pasado, y el significado que les otorgamos, determina el presente de pueblos y culturas, el lugar que se les da en la sociedad actual.

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“Los derechos y dignidad de los más desfavorecidos están por encima de los de una estatua, máxime si esta honra la memoria de una persona que obliteró la vida de otras. Modificar los espacios públicos tiene incidencia sobre la dignidad de las personas. Por este motivo, el patrimonio debe estar siempre supeditado a una continua reflexión y crítica, y es susceptible de ser resignificado o remodelado si choca frontalmente con la lucha –material o simbólica– por una sociedad más justa e igualitaria”, escribe Pablo Barruezo Vaquero en un artículo publicado en Arcadia.

¿Qué hacer con las estatuas de “héroes” de la Conquista y la Colonia? ¿Llevarlas a un museo? ¿Reemplazarlas por otros monumentos y símbolos? ¿Cuáles? ¿O dejar los espacios públicos vacíos, como sugiere Yannis Hamilakis, evocación de un proceso histórico continuo y de las múltiples posibilidades de narración y significación? ¿Son las figuras republicanas y contemporáneas también problemáticas? ¿Cómo representar materialmente un relato más diverso o una multiplicidad de narrativas? Yo no tengo respuestas. Pero creo que hoy los monumentos tendrían que pensarse desde la Constitución y bajo los principios democráticos, reflejándolos y afirmándolos, teniendo en cuenta que son símbolos de poder. “El patrimonio, los monumentos y las estatuas deben discutirse desde lo político, entendiendo la validez y la vigencia de la autoridad que los ensalza, de la intención y la pedagogía que los alimenta, de la trayectoria histórica que las abstrae como símbolos”, escribe Salge.

La historia, afirman teóricos como el filólogo alemán Andreas Huyssen, es un territorio de disputa que debe integrar diferentes voces. La forma como abordamos el pasado siempre es político. Los relatos de memoria deben acoger una multiplicidad de discursos y por ello serán fragmentarios, caleidoscópicos, heterogéneos. No debe haber un único modo de representar el pasado, ni existe una única forma verdadera de recuerdo, dice Huyssen. ¿Cómo construir, entonces, pregunto yo, relatos que honren esta diversidad y que generen a la vez una cohesión nacional? ¿Quiénes pueden hacerlo? ¿Cómo debe darse colectivamente este proceso? ¿Quién debe decidir cómo representarlo en el espacio público? ¿Cómo salvaguardar y difundir el patrimonio a través de un discurso y símbolos, pero manteniendo a la vez una posibilidad de diálogo con la historia por parte de las comunidades desde una constante resignificación simbólica?

Mientras no cambiemos de manera profunda el relato sobre el cual se construye nuestra identidad y no cuestionemos la narrativa única que hemos aceptado y perpetuado del pasado –que sostiene la discriminación y la estructura social de hoy–, la multiculturalidad, una multiculturalidad que permita una convivencia y un diálogo desde la igualdad, será un discurso político sin sustento en el imaginario colectivo. Mientras sigamos diciendo que Colón “descubrió” América, desconociendo que aquí había gente y que estas eran sus tierras; mientras no digamos alto y claro que hubo una invasión, una expoliación, un genocidio y una aculturación forzosa; mientras desconozcamos un pasado de violencia, injusticia, robos, violaciones y esclavitud; mientras neguemos que los pueblos afro e indígenas son también nuestros ancestros, que han sido borrados de la historia y que aún están siendo marginados y sus voces no son escuchadas, estaremos contando una historia parcial y sesgada, que nos denigra como nación y nos roba una parte esencial de nuestras raíces.

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Porque el indio y el negro también soy yo, y no es sólo una afirmación simbólica a favor de la justicia y la inclusión. Es que es cierto: la “alteridad” habita en nosotros. Nadie en ninguna sociedad satisface el modelo heredado de lo normativo, aquello que asociamos con bello, bueno, digno. Somos la otredad. El rechazo al otro implica un rechazo a nosotros mismos.

Tal vez, y recordando a Octavio Paz en el ensayo sobre la identidad mexicana El laberinto de la soledad, tampoco nosotros queremos ser indígenas ni españoles. Pertenecemos a culturas y comunidades fluidas, producto de numerosas fusiones históricas y contemporáneas, y nos percibimos como algo distinto. Pero, a diferentes del mexicano –y me baso en lo que argumenta Paz–, los colombianos no negamos nuestra descendencia europea. Nos aferramos a ella y la volvemos única. Construyamos entonces nuestra autocomprensión sobre una historia que integre otras memorias y relatos, que reconozca otros procesos, y por qué no, incorporando a nuestra forma de estar en el mundo ideas y elementos culturales que hemos desconocido hasta ahora.

En una conferencia en Cartagena en 2007 José Saramago anotó “está faltando el indio”. Dijo con razón que no podemos olvidar y humillar a los pueblos indígenas nuevamente, pero que los humillamos y olvidamos todos los días desde 1500. “Les robaron sus idiomas, les robaron su tierra, les robaron sus dioses. Les robaron todo, todo, todo”. Y aún hoy los borramos, los abandonamos y seguimos robándoles la vida, la dignidad, la tierra. Y seguimos justificándolo por medio de prejuicios, y deslegitimamos sus reclamos de protección de la vida, del medio ambiente, de la paz y la democracia con estigmatizaciones, acusándolos de guerrilleros, de aprovechados y de flojos.

No podemos olvidar al indio, afirmaba el escritor, por un urgente sentido de justicia, y haciendo honor a una dignidad de ciudadanos “que no transigen con una barbaridad heredada” –e incluso anacrónica, añado yo, para los discursos y los marcos políticos actuales, aunque el racismo siga estando presente en el mundo. “¿Seguirán habitando la cara oculta de la luna? Claro que la palabra mágica es integración. Pero integrar ¿cómo? Porque la palabra mágica no es suficiente para producir magia. Y la integración, para ser auténtica, debe ser una inter-integración. Yo me integro en ti y tú te integras en mí.”

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¿Qué acogeremos de “ellos”, que son un poco nosotros mismos? Poseen otros saberes cósmicos y medicinales. Unas aportaciones y valores que, afirmaba el portugués, pueden cambiar América. “Porque América necesita ser América y no dirigir su mirada a los países de Europa o a Estados Unidos, que siendo América, tiene otra tradición y otros valores. Ustedes son otros, son distintos; no quieran ser idénticos a nadie más. La identidad de América del Sur tiene que pasar por la aportación, por una recuperación del otro, del indio”.

Descolonicemos nuestra mente y nuestra historia. Preguntémonos quiénes somos, qué confluencias culturales y étnicas hay en nosotros. Nos debemos, por respeto los ancestros de estas tierras, una visibilidad y una voz en la historia. Sin desconocer que también somos descendientes de una tradición europea, y reconociendo elementos políticos y culturales valiosos que dan forma a nuestras sociedades. Sin desconocer tampoco los privilegios que hemos tenido por ello, y por pertenecer a la cultura dominante, y entendiendo la necesidad política de un reconocimiento a la diferencia, tenemos que aceptar una herencia diversa en nosotros mismos, sin rencores, pero con verdad, para integrar todos los pasados y los presentes que nos conforman como país, como individuos.

¿Quiénes eran las gentes que habitaban el continente y los pueblos que llegaron de África, nuestros otros ancestros? ¿Cómo vivían, cuáles eran sus dioses y sus lenguas, su arte? ¿Cómo veían el mundo y la vida? ¿Cuál fue su resistencia ante la cultura opresiva y homogeneizante? ¿Quiénes fueron sus heroínas y héroes? Esas son las historias que nos debemos, las otras historias de América. Para finalmente aprender acerca de todos esos elementos que nos hicieron un país de fusiones, aunque nuestro proyecto de sociedad y nuestro relato nacional no abracen del todo ese mestizaje y esa herencia diversa –siempre queriendo ser algo que no somos, siempre dispuestos a ser colonizados–, y aunque las narrativas históricas, la Historia, desconozca esas otras historias de América y sus procesos culturales.

Desdichado es quien se avergüenza de su origen y desarraigado está quien lo desconoce. Si nos concebimos finalmente, después de tantos siglos, como una nación híbrida y multicultural no sólo seríamos un país más justo e incluyente, habiendo por fin sacudido los cimientos de estructuras socioeconómicas desiguales y de construcciones culturales basadas en la verticalidad. Seríamos una nación de gente por fin completa, que ha sacado de la sombra una herencia cargada de sabiduría, de memorias y riquezas, a la luz de un imaginario nuevo, construido sobre otros discursos y otras verdades. Gente hermana, que se ha encontrado con sus raíces y que ha integrado sus herencias, que ha conocido por fin su historia y que se ha encontrado a sí misma.

Por Beatriz Dávila

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