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Sospecho que las verdades de antes ya no son las de ahora, aunque traigan la misma forma. Las de antes eran de mis padres, que me las contaron porque las supieron importantes; de mis maestros, que las sintieron salvadoras; de mis amores, que las creyeron. Las de ahora son las que intento hacer mías, desenvolver para apropiármelas.
Sospecho que la vida no es una oficina ni un cubículo con teclado y teléfono. Así como la del cartero no es repartir anhelos de otros, ni la del pintor mezclar colores, o la del médico diagnosticar males. Sospecho que la vida del ingeniero no es perseguir fórmulas, como la del abogado no es memorizar leyes. Sospecho, en cambio, que la de ellos y la mía es encontrar las verdades que se nos fueron perdiendo, es deformar aquellas que sonaron absolutas sin serlo.
Porque un día —que en realidad fueron muchos— te das cuenta de que no crees tanto en aquello que pensabas que sí y, entonces, empieza un derrumbe inevitable: de ideas, de personas, de lugares a los que no quieres regresar; el derrumbe es inevitable, sí, y, por supuesto, también doloroso, también desastroso, también caótico; una especie de caída libre tan necesaria como mortífera.
Caes, entonces, al letargo, al aturdimiento para después abrir los ojos y ver lo que te espera delante: “La forma de las ruinas”, que no es otra cosa que la vida que decides vivir mostrándote sus sospechas.
Ahora sospechas quién quieres ser, aunque el camino parezca largo y el tiempo corto. Ahora sospechas con quién no es una frivolidad compartirte, con qué amistades estás cuando de la fiesta solo queda el desorden. Te das por bien servido, sí. Porque hasta ahora tanto compromiso te estaba agobiando, tantas maneras educadas para decir “no” te estaban asfixiando. Sospechas, más que siempre, más que antes, y una por una, las verdades, las tuyas, van llegando porque por fin estás mudando de piel.