En los ardores de su juventud y con un esposo lisiado, Constance Chatterley clamaba en silencio por una pasión verdadera que sosegara las ansias de su cuerpo y el vacío de su corazón. La insípida entrega de su amante Michaelis, amigo de su esposo, era una mediocre modalidad del amor.
Le sugerimos La historia detrás del poder de Angela Merkel (I)
Clifford, su marido aristócrata, le planteó la posibilidad de que tuviera un hijo con otro hombre para que lo criaran juntos. Le dijo: “Confiaría totalmente en tu natural sentido de la decencia y en tu criterio de selección. Estoy seguro de que no permitirías que un individuo poco recomendable te tocara siquiera”.
Contrario a ese acto de fe, y empujada por los impulsos de la carne, que muchas veces pasan por encima de las exigencias sociales, Lady Chatterley encontró el éxtasis verdadero en el placer instintivo del guardabosques Mellors.
“Connie sintió su carne desnuda contra la suya, cuando penetró en ella...”.
La primera entrega era ya una triple trasgresión: adulterio, sexo abierto a todas las posibilidades e involucramiento con una persona ajena a su clase social. Así lo interpretó el nobel J. M. Coetzee en sus ensayos sobre la pasión por silenciar. Las tres circunstancias que rodeaban a los amantes en la sociedad de 1928 terminaron sometiendo a la novela El amante de Lady Chatterley, de D. H. Lawrence, a una rigurosa censura.
Los encuentros de Connie con Mellors tienen la intensidad de la entrega sin límites donde todo se toca, todo se mira y todo se besa; donde no hay territorios vedados del cuerpo a los que no lleguen los dedos y las bocas. Es la plenitud del orgasmo como fiesta de la carne y el espíritu.
La prensa califica la obra de “letrina”. En Inglaterra y Estados Unidos, donde prohíben su venta, Lawrence fue tildado de pornógrafo. El autor defendió hasta su muerte la diferencia entre la sexualidad como comunión de dos corrientes sanguíneas y la pornografía como intento de insultar el sexo, pero de nada valió.
En 1960, muchos años después de su muerte, una editorial se dio a la tarea de divulgar la obra original y los censores entraron de nuevo en acción, esta vez bajo las normas de la ley sobre publicaciones obscenas.
El proceso, relatado por Coetzee en sus Ensayos sobre la censura, contó con la defensa de un obispo anglicano que argumentó que la relación sexual, expuesta en la novela, era tratada como “algo esencialmente sagrado”. La Cámara de los Lores intentó prohibir perpetuamente los escritos de Lawrence, con el argumento de que se trataba de “una afrenta repugnante e indecente a las convenciones sociales”.
Aunque al final la moción fue retirada, el libro fue descalificado por el tribunal político. La historia de Lady Chatterley no solo “transgredió fronteras sexuales y sociales” en su tiempo, como lo ve Coetzee, sino que fue un paso fundamental en la ruptura de muchos tabúes sobre el derecho de la mujer a sentir la plenitud de la sexualidad.