Todo parece seguir un rumbo irremediablemente oscuro. Miro a un lado, al otro, pero como todas las noches, sólo encuentro las mismas preguntas de siempre: “¿Dónde estará en este momento?”. “¿Pensará en mí?”. “¿Recordará todo lo que hemos vivido?”. Luego, tras un largo silencio, otras preguntas mucho más perturbadoras que sólo logran apagarse cuando el sueño finalmente las vence. Mejor dicho: cuando me rindo ante la imposibilidad de encontrar respuestas. Entonces llega la mañana, el canto de los pájaros, la maldita hora en que debo empezar a ser otro entre miles. Con todo, antes de salir, me miro perezosamente en el espejo. Y como si fuera ella, le hablo a ese rostro que se ha hecho extraño con el paso de los días. Exactamente durante nueve minutos. Tiempo suficiente para darme cuenta de que nuevamente llegaré tarde a la estación; suficiente, también, para saber que el gordo de mi vecino debe estar podando su hermoso jardín. De hecho, cuando abro la puerta, ahí está: con su cara de buen samaritano, lanzándome un amable saludo que ignoro con evidente desgano. Al diablo. En este momento no quiero hablar con nadie, absolutamente con nadie. Tan sólo han pasado seis semanas. Pero en cuanto me encuentro en el autobús, abstraído en la línea borrosa que ha dejado un avión en el cielo, la dulce, melódica voz de una mujer me trae de vuelta a la tierra: “¿Sabe usted dónde se encuentra el cementerio?”. “Sí, precisamente hacia ese lugar me dirijo”, respondo secamente, sin percatarme de sus facciones. Mientras llegamos, transcurren veinte minutos en los cuales no pronunciamos una sola palabra, salvo un par de miradas acompañadas por una leve sonrisa. “¿¡Llegamos!?”, me pregunta en la novena estación. “Sí, llegamos”, respondo, esta vez concentrado en el azul de sus ojos. Y al unísono, otra vez, nos decimos adiós. Sin embargo, minutos después, nos volvemos a encontrar. Las tumbas se encuentran la una al lado de la otra. Nos reímos. Es inevitable sorprendernos. Mucho más, evitar la profundidad de sus ojos, su implacable belleza, el aura que parece dispersar la tristeza que abraza a todo el lugar. Incluso el odio que antes sentía desaparece en la medida que conversamos como si fuéramos un par de amigos que tras largos años de ausencia, repentinamente, se vuelven a encontrar. Hasta que el destino –más bien: su destino– da por terminado el encuentro. Por un momento deseo que el viaje de regreso hubiese sido un poco más largo, no sé, tal vez detenernos en algún lugar, tomar unos cuantos tragos, bailar, en fin, pasar una larga noche juntos. Es una mujer hermosa. Pero una voz tintinea en mi cabeza: “Han pasado sólo seis semanas”. “Sí, sólo han pasado seis semanas”, contesto al lanzar por la ventanilla el trozo de papel donde se encontraba su número telefónico. “¿Cómo es posible que hasta haya olvidado comprarte flores?”. Y, como hago cada noche antes de ir a dormir, beso su fotografía. Sin embargo, cuando llego a casa, recibo una llamada. La misma mujer que segundos atrás había decidido olvidar, pregunta por mí al otro lado del teléfono: “¿Miguel?”.
Laura llama al teléfono
“La luz devora más que el fuego”. Ángeles Mora.
Jhonattan Arredondo Grisales
20 de marzo de 2016 - 08:45 p. m.
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