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La boda de Raya fue fruto del pánico. Su padre se enteró de que un joven le dedicaba unas atenciones inequívocas, al principio con largas miradas y sonrisas cómplices al cruzarse con ella, y más adelante vio con sus propios ojos como la detenía en plena calle y le daba conversación durante varios minutos, seguramente haciéndole promesas inverosímiles e intentando concertar una cita entre ambos. Todo esto sucedió delante de sus narices. Era un proceder indecoroso y descortés, además de una clara falta de respeto hacia él, que era su padre. Conocía al joven de oídas, y por eso se alarmó al descubrir que se había fijado en Raya. Peor habría sido que se tratara de un desconocido, claro está, pero no por ello dejaba de ser una calamidad. El joven en cuestión se llamaba Rafik y de pequeño era un chico normal y corriente, hijo de unos vecinos con los que habían compartido la escasez a lo largo de los años, que correteaba por las calles con los demás chavales y jugaba al fútbol en la playa. Luego, en medio del tumulto y el caos que trajo consigo el empeño por quitarse de encima a los británicos, se unió a los camaradas, como se hacían llamar, y se afilió al Partido Umma. Lo enviaron a Cuba junto con otros muchachos para recibir entrenamiento militar a la vista de las autoridades coloniales británicas, que, o bien ignoraban el significado de semejante excursión, o bien les daba completamente igual. Lo que querían era volver a casa.
Rafik regresó más apuesto que nunca, convertido en un esbelto y heroico guerrero con uniforme verde caqui y una rígida gorra redonda que no se parecía a ninguna de las que habían visto hasta entonces. Sus camaradas y él volvieron justo a tiempo para participar en la revolución y su devenir. Lo único que sabían hacer los guerreros de entonces, entre los que se contaba él, era aterrorizar a la gente, puesto que en realidad no había ningún enemigo a la vista, sólo ciudadanos amedrentados. La propia palabra «ciudadano» estaba en entredicho y los héroes jugaban con ella a su antojo. Así que te crees un ciudadano. Veamos tu partida de nacimiento. ¿Cómo que no tienes partida de nacimiento? Muchas personas de cierta edad nunca se habían molestado en solicitar ese documento, que sólo se les exigía para humillarlas, intimidarlas o, como sucedía a menudo, ambas cosas a la vez. ¿Qué clase de sanguijuela eres para hacerte pasar por un ciudadano? Castigar, aterrorizar o expulsar a voluntad: todo formaba parte del placer inherente al ejercicio del poder.
El caso es que Rafik volvió de Cuba hecho un figurín, con el uniforme y la gorra que Fidel Castro lucía tan ufano —y que alternaba con una boina negra como la del Che Guevara—, y saludaba a sus camaradas con consignas que nadie conocía pero que pronto se volverían habituales: «¡Vinceremos, la luta continua, vamos!» Fue por entonces cuando empezó a lanzar miradas a Raya y a abordarla en la calle con una sonrisa pícara. Cualquiera con dos dedos de frente se habría dado cuenta de lo que se proponía. Ella tenía diecisiete años y era preciosa, y él tenía fama de enredar a las muchachas con su labia.
No me gusta que te ronde de ese modo. Ya sabes cómo se las gasta esa gente, dijo su padre, enfadado. No intentes engañarme. Usindanganye. Te he visto sonreírle como si te estuviera contando algo interesante. Te va detrás, ¿acaso no lo ves? Acabará deshonrándote y humillándonos a todos.
Raya intentó protestar. ¿Qué se suponía que debía hacer? No podía fingir que no lo conocía, no quería ofenderlo. Su padre blandió un brazo en el aire para imponer silencio y luego le ordenó por señas que se apartara de su vista. Buscó el consejo de su hermano mayor, Hafidh, que temía la deshonra familiar tanto como él y habría de entender la aprensión que le producían las atenciones de Rafik hacia la joven. Matan a nuestros hijos y luego intentan ultrajar a nuestras hijas, se lamentó Hafidh. Ambos sabían de sobra a qué se refería. Los hermanos se devanaron los sesos buscando a alguien que pudiera salvarla —salvarlos a todos— de la vergüenza y la deshonra. El padre de Raya confiaba en la astucia de su hermano mayor siempre que le convenía o necesitaba pedir dinero prestado, o ambas cosas a la vez, como sucedía en esta ocasión: al margen de lo que decidieran, haría falta dinero para costear las celebraciones, los regalos y el banquete. El padre de Raya no tenía talento para ganar dinero, a diferencia de su hermano mayor, que además era generoso a la hora de gastarlo.
El pretendiente que encontraron para ella fue Bakari Abbás, un hombre afable de cuarenta y pico años que vivía en Pemba, estaba divorciado y se ganaba la vida dignamente. Era contratista de obras y los conocidos comunes a los que tantearon tenían buena opinión de él, de modo que los padres de Raya dispusieron que compartiría su vida con ese hombre. Cuando su padre se lo comunicó en el tono pesaroso y compungido que adoptaba cuando quería persuadir a su mujer o a su hija para que le dieran la razón, Raya no creyó tener alternativa. No podía escoger entre aceptar el matrimonio concertado que mantendría a salvo la respetabilidad y el honor de sus padres y el suyo propio o decantarse por el soldado mujeriego. Sólo a ella se le ocurrió preguntarse si podría haber decidido jugársela con el héroe. Reprimió ese pensamiento y no se lo mencionó a nadie. Era demasiado tarde para dar semejante golpe de timón y, con un poco de suerte, todo saldría bien.
Y así fue como su padre, que era físicamente frágil pero de temperamento dominante, la obligó a aceptar un matrimonio que Raya temía acabar detestando. Así la habían criado y así vivían todas las mujeres a las que conocía. Se sometió sin rechistar a los repentinos e intensos preparativos, así como a los consejos de sus tías y de otras personas a las que apenas conocía, que la lavaron, la acariciaron y la aleccionaron en el deber de obediencia a la lujuria masculina, le susurraron que ser amada la haría alcanzar su esplendor como mujer y prendería una llama en su interior, que las atenciones afectuosas de un marido colmarían su mundo y que Dios habría de bendecir el resultado. Y entonces, la noche de su captura, yació en la cama de Bakari Abbás y, por primera vez, sintió el horror de un ansia ciega y carnal sobre su cuerpo pasivo. No podía resistirse, ni esa noche ni las que vinieron después, porque le habían ordenado que no lo hiciera. Era el derecho del hombre, y su deber como mujer exigía sumisión.
Bakari Abbás era un hombre de unos cuarenta años, de apariencia afable e incluso agraciada, enjuto, fuerte y de estatura mediana, pues superaba con creces el metro y medio. Como buen hombre de negocios, se mostraba amistoso de puertas afuera, derrochando la cortesía y zalamerías propias de su oficio, pero con Raya se mostraba a veces cortante y era implacable a la hora de poseerla todos los días sin excepción, a veces dos o tres veces por día. Lo que al principio se le antojaba extraño y aterrador se fue convirtiendo en una aplastante carga que vivía como una forma de humillación, pero se sometía porque no sabía qué otra cosa hacer. Se dijo que todas las mujeres pasaban por lo mismo, que debía tolerar esas enérgicas invasiones necesarias para saciar el deseo de su marido y buscar cualquier atisbo de placer para sí misma. Podría haber sido más astuta y fingir que disfrutaba de esos encuentros carnales para atemperar el anhelo de conquista de su marido, pero era demasiado joven y sentía demasiada repulsa. No podía evitar estremecerse, frunciendo el ceño y cerrando los ojos con fuerza mientras él saciaba su deseo. Su marido se reía al verla tan desvalida e intentaba engatusarla con tiernos susurros y leves besos, y cuando eso no surtía efecto exigía que respondiera con mayor alegría a sus esfuerzos. La aversión y la muda resistencia de Raya sólo sirvieron para que él se empeñara en despertar sus sentidos, por usar sus propias palabras. Raya aprendió a reconocer la sonrisa que él esbozaba en esas ocasiones. Ven, mi bulbul, regálame un gemidito de placer, le susurraba mientras embestía con su pelvis huesuda la tierna carne de sus muslos abiertos por completo.
Raya aprendió a hacer el trance menos penoso, a eludir el dolor preparando su cuerpo para recibirlo. Aprendió a ejercer cierto control para no estar en todo momento a su merced, a demorar y posponer, a fingir placer. Decía que no siempre que podía y se defendía cuando él la reprendía por ello, replicando con palabras hirientes a sus amenazas y coacciones. Era una pesadilla que no podía compartir con nadie. A veces se preguntaba si no le habría ido mejor con el apuesto Rafik, pero sabía de sobra lo mal que hubiese acabado aquello, pues Rafik murió de un disparo en medio de una orgía de sangre que tuvo lugar un año después de su boda.
Las discusiones con Bakari se arrastraron un tiempo que se hizo eterno y fueron a más tras el nacimiento de su hijo Karim. Él se impacientaba cada vez más con ella por no consentir que se acostaran al poco de haber dado a luz y montaba en cólera cuando veía sus deseos frustrados. No es que exageraran quienes habían descrito a su marido como un hombre afable. Se mostraba encantador de puertas afuera, pero reservaba su crueldad para ella y se regodeaba en ese sentimiento, al punto de que Raya temía que algún día se tradujera en violencia. No sabía si era mejor mostrarse temerosa y sumisa, a sabiendas de que eso era lo que él buscaba, o seguir en sus trece y cubrirlo de insultos en respuesta a esos arrebatos. Estaba aprendiendo a convivir con el desprecio de su marido y el rechazo que sentía hacia sí misma, pero temía por el bienestar de su hijo. A veces se preguntaba si era así como vivían la mayor parte de las mujeres, aterradas por sus propios maridos. ¿Por qué no alzaban la voz? Raya no sabía con quién desahogarse.
Cuando Karim cumplió tres años, tras planearlo en secreto y con terca astucia, regresó con él a Unguja y abandonó a su marido. Fue a visitar a su familia y se negó a volver a casa. La convivencia con Bakari Abbás le había demostrado lo absurdo que era el deber de obediencia que le habían inculcado y que finalmente la había enfurecido hasta el punto de negarse a respetarlo. Hizo caso omiso de los mensajes que él envió urgiéndola a regresar, así como de la amenaza de divorciarse de ella y dejarla sin un céntimo. Hizo caso omiso de su invocación de la ley, tanto civil como religiosa, para que le devolviera a su hijo. De modo que, en resumidas cuentas, se separaron en términos poco amistosos, ella asqueada por su violencia, su insaciable lujuria y la coacción por la que había accedido a ese matrimonio, y él tan indignado que se negó a ofrecerle ayuda económica, ni entonces ni nunca. Podrían haberlo obligado por ley o incluso apelando a la tradición, pero Raya estaba demasiado decepcionada y resentida para molestarse en hacerlo, pese a los ruegos de su padre y su tío. No podía sincerarse con ellos sobre la crueldad de su marido porque le daba demasiada vergüenza. Lo único que les dijo fue que discutían sin parar y que no quería seguir viviendo así. Además, les prohibió que le pidieran un solo chelín.
Raya y Karim se instalaron de nuevo en el hogar familiar. Sus padres vivían de alquiler en dos lúgubres habitaciones de la primera planta de una casa y compartían la cocina y el baño con los inquilinos de la planta superior. Las habitaciones le parecían asfixiantes y un olor agrio impregnaba toda la casa. Había un angosto callejón entre ese edificio y el siguiente que los hombres usaban a veces como urinario. Karim dormía en el suelo de la habitación de sus abuelos y Raya extendía una estera en la otra estancia cuando llegaba la hora de acostarse. Se había mudado allí a desgana, pues no deseaba volver a esas celdas viciadas en las que se había criado, aunque sintió cierto alivio al comprobar que su madre la relevaba a veces del cuidado del niño. Su padre tampoco se alegraba de tenerla de vuelta, y se ponía a rezongar sobre deberes desatendidos y ese pobre hombre que se había quedado solo sin nadie que lo cuidara. Raya temía el carácter autoritario de su padre, su pasiva forma de ejercer la intimidación. ¿Es que nadie me oye? Este café está frío, está amargo, está aguado. ¿Tan pobres somos que no podemos permitirnos un café decente? ¿Por qué nadie me hace caso? ¿Dónde está el agua de mi baño? Me duele la espalda. No puedo dormir con todo ese jaleo arriba. ¿Las mujeres no podéis estar ni un segundo calladas?
La única cualidad que lo redimía a ojos de Raya era su don para contar historias, esas leyendas que la habían encandilado desde niña. Entonces las había dado por ciertas y ya no pudo dejar de creer en ellas, ni siquiera cuando descubrió que eran simples fabulaciones. Más tarde comprendió que su padre no había inventado esas historias, sino que también las había escuchado de niño, al igual que su madre, aunque ella no era una narradora tan solvente: a menudo olvidaba detalles importantes y sonreía avergonzada cuando perdía el hilo. A él, en cambio, se le daba muy bien narrar esos relatos protagonizados por animales parlantes cuando Raya era pequeña, reemplazados más tarde por peripecias y aventuras que tenían por escenario el ancho mundo, e interpretaba a los distintos personajes con un atinado sentido de la entonación. Hasta que de pronto se acabaron los relatos. A ella no se le escapaba por qué: la amargura se adueñó de su padre tras la revolución, y las historias que habían llenado de magia su niñez se vieron sustituidas por una letanía de injusticias y agravios.
La sequía de relatos también guardaba relación con lo que le había pasado a su primo, Suleman, el hijo de Hafidh, hermano mayor de su padre. Suleman se había unido a las nuevas fuerzas de seguridad que se constituyeron ante la inminente independencia. Mientras Fidel Castro adiestraba a los camaradas para que, a su regreso, hicieran la revolución, el nuevo gobierno que se disponía a tomar el relevo de los británicos creó una fuerza policial paramilitar con el fin de garantizar la seguridad en el país. Según el gobierno entrante, la policía existente era una creación imperialista destinada a controlar a los súbditos coloniales. El nuevo cuerpo de seguridad sería una forma de hacer borrón y cuenta nueva, una policía que se encargaría de proteger a los ciudadanos en vez de intimidarlos. Eso fue lo que se dijo. Buena parte de los reclutas eran muchachos, en su mayoría con menos de veinte años, que acababan de terminar los estudios. Sin embargo, el comandante de la unidad era británico porque no había motivo alguno para desaprovechar los conocimientos de los extranjeros mientras siguieran sobre el terreno. Una noche, circuló el rumor de que habría disturbios en el cuartel y el comandante no quiso arriesgarse a que la chusma irrumpiera en el arsenal mientras él asistía a una fiesta planeada desde hacía mucho, así que se metió las llaves del arsenal en el bolsillo, o tal vez las puso a buen recaudo en su casa, en el maletín o en algún otro lugar. El caso es que dejó a los reclutas desarmados en sus barracones, y éstos, que no habían recibido sino la formación militar básica, que no tenían la menor idea de cómo proceder ni disponían de medios para defenderse, fueron diezmados sin piedad. Ése fue el acto inaugural de la revolución. El hijo de Hafidh, Suleman, era uno de esos chicos. Se había alistado en diciembre, nada más completar los estudios, y sólo llevaba dos semanas de formación.
No lo encontraron entre los heridos, los mutilados o los fallecidos y, al escuchar las historias que circularon después y la forma en que alardeaban los vencedores de su proeza, no les quedó más remedio que contarlo entre los desaparecidos. Los dos hermanos jamás mencionaban al chico salvo en sus plegarias. La madre del joven recluta lloró amargamente su muerte y, sumida en el duelo, se convenció de que su propia existencia carecía de valor y no merecía seguir viviendo. Fue un golpe muy duro para Baba, aunque no fuera su padre. Algo se apagó en su interior, y fue entonces cuando las historias se secaron o se convirtieron en amargos lamentos. Con el paso del tiempo, el recuerdo de aquellos relatos se fue desvaneciendo, pero Raya no olvidó lo divertidos y tiernos que eran algunos, como el del mendigo al que habían acusado de robar el aroma del banquete del sultán, y al que Abunuwás ayudó a hacerse perdonar arrojando monedas al suelo del palacio y pidiendo al sultán que aceptara su tintineo como compensación. Estaba también la triste fábula del avestruz cuyos detalles ya no alcanzaba a recordar o la inquietante leyenda de un castillo situado en la cima de una montaña negra magnética que nadie podía tomar porque, en cuanto el ejército enemigo se acercaba a la fortaleza, sus espadas y lanzas salían disparadas y se clavaban en la falda de la montaña, o la historia de dos hermanas tan finas que comían arroz con una aguja, grano a grano. El recuerdo de esos relatos no compensaba los interminables gimoteos y refunfuños de su padre, que iban a más con la edad. El hombre no podía evitarlo y ella lo sabía, pero le seguía costando presenciar y sobrellevar sus achaques y dolencias.
Su madre tenía que darle un masaje de cuerpo entero nada más despertarse y justo antes de irse a dormir, y en cualquier otro momento del día si así se le antojaba. Se arrodillaba a su lado, empezaba por el cuello y los hombros e iba bajando hasta los tobillos mientras él gemía de placer masoquista. Tras el masaje matutino, se vestía y se sentaba a esperar a que le sirvieran la primera taza de té del día, acompañada de un maandazi acabado de freír. A menudo sucedía que el té no estaba en su punto, que al buñuelo le sobraba azúcar o había alguna otra cosa que no era de su agrado. Cuando Raya volvió a la casa familiar con Karim, su padre intentó que se dedicara también a atender sus necesidades y la llamaba para que le diera un masaje si su madre estaba ocupada, pero ella se resistía a complacerlo. Había aprendido lo suficiente de Bakari Abbás para hacer caso omiso de sus ruegos.
A sus veintiún años, Raya era una mujer muy hermosa, aunque no fuera plenamente consciente de ello. En cualquier caso, no le interesaban las atenciones masculinas. Creía haber visto cuanto necesitaba de esa clase de apetitos y sólo quería que la dejaran en paz para llevar una vida sin sobresaltos y modestamente satisfactoria. A pesar de todo eso, experimentó algún alivio al instalarse de nuevo con sus padres, pues eso le permitía descargar parte de la responsabilidad de criar a su hijo y les brindaba a ambos cierta seguridad. Le sorprendió la prontitud con la que dejó que su madre se hiciera cargo de Karim, pero según se iban desvaneciendo los remordimientos por delegar esos cuidados, empezó a mirar al niño con creciente desapego y no pudo evitar asociarlo con una etapa difícil de su vida.
A ojos de su padre, Raya seguía siendo lo bastante joven para convertirse en fuente de vergüenza y deshonra atrayendo a hombres de dudosa reputación. Piensa en tu hijo, le advirtió.
Eso hago, repuso ella.
Crecerá sin un padre, insistió él. Tu marido tiene derecho a reclamar al niño. Vuelve con él. Tienes un deber y tu hijo necesita a su padre. O deja que te busquemos otro marido. El divorcio no es el fin del mundo, no es tan grave.
Raya se encogió de hombros y no contestó, pero dijo para sus adentros: la primera vez os lucisteis, desde luego. Nada de lo que digáis me hará volver con Bakari Abbás.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Abdulrazak Gurnah (Zanzíbar, 1948) es un escritor de origen tanzano afincado en Inglaterra desde hace más de medio siglo. Doctorado en 1982 por la Universidad de Kent, ejerció la docencia en las universidades de Bayero (Kano, Nigeria) y Kent, donde impartió literatura inglesa y poscolonial hasta su jubilación en 2017. Es miembro de la Royal Society of Literature desde 2006 y autor de numerosos cuentos, ensayos y una decena de novelas, entre las que destacan Paraíso, nominada para los premios Booker y Whitbread, A orillas del mar, La vida, después y El desertor, todas ellas publicadas por el sello editorial Salamandra.