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“Estudiar música fue la mejor decisión de mi vida”: el testimonio de un violinista colombiano

La primera vez que hizo sonar un violín tenía cuatro años, pero lo que en ese entonces parecía un pasatiempo se convirtió en su proyecto de vida. Ahora, 23 años más tarde, Alejandro Briceño no solo sigue persiguiendo su sueño de tocar, sino que busca inculcarles esa pasión a jóvenes estudiantes.

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Santiago Gómez Cubillos
17 de octubre de 2025 - 12:00 p. m.
Briceño se graduó como músico de la Universidad de los Andes en 2023 y, más tarde, hizo una especialización en pedagogía.
Briceño se graduó como músico de la Universidad de los Andes en 2023 y, más tarde, hizo una especialización en pedagogía.
Foto: Paula Andrea López
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¿Cuándo empezó con el violín?

Comencé a los cuatro años, es decir en 2002 o 2003. Me metieron a una academia que se llama Escuela de formación musical porque mis primas entraron a estudiar ahí los sábados. Y escogí violín porque... sí. Tenía cuatro años, así que la verdad no hay explicación lógica.

¿Alguna vez ha hablado con sus papás sobre por qué lo metieron tan joven a aprender un instrumento?

Fue simplemente para que aprendiera música. Mi abuela es profesora de música y siempre quiso que nosotros también la estudiáramos, así que fue más que todo por eso, no porque pensaran desde ese momento en que yo iba a ser violinista.

¿Lo recuerda como una obligación o desde ese entonces lo disfrutaba?

Siempre lo he disfrutado. Para mí los sábados eran sagrados de ir a la escuela de música y tocar violín. Además, pedí también que me metieran a trompeta, a guitarra... pasé por muchas partes en esa escuela y para mí era el día más esperado de la semana.

¿Cuándo decidió que quería dedicarse a tocar violín de manera profesional?

Eso fue a los 18 años; empecé tarde. Entré a la universidad a estudiar Composición, aunque nunca había tenido una clase en esa área. Me interesaba mucho la composición para cine y medios digitales, pero en realidad nunca tuve un acercamiento real al tema. Con el tiempo, me di cuenta de que me hacía falta el violín; en mi día a día musical dentro de la universidad lo extrañaba mucho. Ahí empezó una inconformidad: sentía que debería estar tocando violín.

¿Y ahí se cambió?

Sí. Ahí empecé a estudiar violín en serio, porque una cosa es hacerlo de forma recreativa y otra muy distinta es hacerlo con un propósito profesional.

¿Cómo definiría esa diferencia?

Yo lo comparo con la carrera de un deportista de alto rendimiento. A uno le puede gustar mucho jugar fútbol los sábados con los amigos y decir: “¡Ay! Metí siete goles hoy”. Sin embargo, de ahí a que llegue a aguantar los noventa minutos de un partido profesional es otra cosa. Esa es más o menos la brecha en esto también. Yo puedo tocar en una novena, pero enfrentarse a una sinfonía o tocar en un estudio profesional es muy distinto.

¿Cuál fue la parte más dura de adaptarse al mundo de la música profesional?

Esa misma brecha. Porque, claro, yo apenas estaba empezando, mientras que mis compañeros ya tenían experiencia en orquestas del distrito o en la Filarmónica Prejuvenil. Ellos habían desarrollado muchas más habilidades físicas y motoras que yo. Enfrentarme a eso fue difícil porque pensaba: “¿Será que sí puedo?”. Creo que eso fue lo más duro. Además, no solo yo sentía esa brecha, sino que todos sabían que existía. Pero bueno, eso, aunque dolía, también me motivó a estudiar más y a quererlo más.

A pesar de lo duro que puede ser, persistió. ¿Por qué? ¿Qué significa para usted poder dedicarse a la música?

Mirando el lado más amable, la música es maravillosa. A pesar de todas las trabas y los inconvenientes que pueden aparecer en el estudio, en el trabajo o en cualquier ámbito, estudiar Música ha sido la mejor decisión que he tomado en mi vida. Fue apostar por mi pasión. Uno hace muchos sacrificios de tiempo y de soledad, pasa horas estudiando solo en un cubículo, pero esos instantes en los que la música despierta algo adentro, algo difícil de describir, hacen que todo valga la pena.

¿Hay algún momento que recuerde con especial cariño?

Recuerdos hay muchísimos, momentos realmente sublimes. Uno de ellos fue cuando tocamos la Quinta Sinfonía de Tchaikovsky en un montaje que hizo la orquesta de la universidad. El primer concierto salió espectacular. Lo dirigía Manuel Cubides, quien era el director titular en ese momento, y la sensación fue indescriptible. Uno estaba concentrado en su partitura, en la parte que había estudiado durante casi un mes, pero al mismo tiempo sentía una conexión profunda con los demás instrumentos, con los otros músicos y con el compositor mismo. Era algo que iba más allá de lo físico, como si la música envolviera a todos en una burbuja. Sentía que mi frase la continuaban los chelos y la respondían las violas. Además, la orquestación de esa sinfonía es espectacular. Creo que esa interpretación fue verdaderamente sublime.

Además de ser violinista, también es profesor de música de niños. ¿Cómo ha sido para usted llevar su pasión a personas tan jóvenes?

Ha sido una sorpresa hermosa de la vida descubrir que me gusta tanto la pedagogía. Desde que decidí dedicarme de lleno al violín mi objetivo siempre fue muy claro: quería ser músico de orquesta. Pero con el tiempo me di cuenta de que también tenía facilidad para enseñar, y por eso ahora doy clases en un colegio privado. Esos momentos maravillosos de los que hablaba en relación con la música también aparecen en la enseñanza. Cuando uno explica algo siete veces y de pronto ve en los ojos del niño que entendió y que lo hace bien, ese instante es tan gratificante como un momento musical.

¿Qué cree que le aporta a un niño de esa edad aprender música?

Creo que la música, y las humanidades en general, son lo que este país necesita para salir del torbellino de guerra, violencia y odio en el que llevamos más de 200 años. Cuando uno inculca la música, el arte o la danza, está enseñando a conectarse con las emociones —no solo con las propias, sino también con las de los demás—, y ahí es donde realmente se construye país, incluso si es en un aula con diez niños tocando flauta horrible.

¿Cómo les enseña eso a los niños a través de la música?

Al final, más allá del tema específico, se trata de formar personas. Yo puedo estar enseñándoles música o incluso a sumar, pero la idea es que después de mi clase sean mejores seres humanos: que aprendan a ser empáticos con sus compañeros en el recreo y que se tomen el arte en serio. No es algo fácil, porque en la mayoría de los colegios la clase de música se percibe como un recreo, al igual que las de arte, en otras ni siquiera hay danza. Aun así, creo que sí se logra un cambio. No es algo inmediato ni algo que se vea reflejado de forma tangible ahora, pero a largo plazo quizá alguno de esos niños logre tener un impacto positivo en el mundo, desde su ámbito o desde lo que decida hacer.

¿Cómo lo hace sentir estar en un camino que no tiene fin? No habrá un día en el que usted diga: “Ya aprendí todo lo que se puede saber del violín”.

Creo que entendí eso muy bien hacia la mitad de mi carrera. Tuve un accidente en bicicleta y me rompí la falange distal de un dedo de la mano izquierda. Eso me dejó incapacitado; no podía tocar violín. Cuando me recuperé, me tocó volver a empezar prácticamente desde cero en muchas cosas. Ahí comprendí que este es un camino que nunca se acaba, que siempre voy a estar aprendiendo y que siempre podré mejorar: ser más musical, más técnico o lo que sea. Esa conciencia funciona como un polo a tierra. Uno puede pasarse la vida sufriendo porque no alcanzó todo lo que quería lograr, o puede aprender a disfrutar el presente: el hecho de tocar todos los días, de estudiar con el violín en las manos. Siempre se puede ser mejor, sí, pero de nada sirve si uno no disfruta lo que hace en el día a día.

Santiago Gómez Cubillos

Por Santiago Gómez Cubillos

Periodista apasionado por los libros y la música. En El Magazín Cultural se especializa en el manejo de temas sobre literatura.@SantiagoGomez98sgomez@elespectador.com
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