Y una tarde, a la salida de un ensayo, le prometió que algún día haría una película para ella. Pero pasaron el tiempo, las películas, los proyectos, las derrotas, alguna sonrisa, y aquel muchacho no lograba conseguir el dinero que necesitaba para hacer su película. Entonces alguien le sugirió que cantara. Que con esa voz. Que con esas canciones que escribía. Que el amor, que el amor vendía, que era lo que más vendía. Él sonrió. Sonrió con ironía, con una ilusión rosa, con un poco de amargura. Luego comprendió. Y más luego aún empezó a armar su primer disco, aquel que en un tiempo estaría en todas las vidrieras de almacenes de discos de las grandes ciudades de América Latina: un cuadro medio rosa, un fondo medio negro, y él con una guitarra recostada contra una pared.
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Leonardo Favio, decía en la parte de arriba. Fuiste mía un verano, en la de abajo. Con los meses, aquellas cuatro palabras del título se convirtieron en un estribillo que se repetía una y otra vez entre los adolescentes de finales de los 60, y salía casi que a borbotones de las viejas radios portátiles. “Hoy la vi pasar, por casualidad. Yo estaba en el bar, me miró al pasar. Yo le sonreí, y le quise hablar, me pidió que no, que otra vez será, que otra vez será...”, cantaba la gente sobre la voz de aquel muchacho que, decían, dijeron, había vivido su niñez en un conventillo de Buenos Aires y había aprendido allí sobre lo duro y lo honesto, sobre lo leal y lo criminal de la ciudad. Sobre lo justo y lo injusto. Aprendió a robar, o por lo menos, hizo parte de alguna pandilla, como la de Silvio Astier, El club de los caballeros de la medianoche, en El juguete rabioso de Roberto Arlt. Fue personaje de Arlt.
Una de las canciones de su primer disco se iniciaba con el ulular de una sirena, y con una apagada sensación de tristeza, de dolor y de ausencia. “Para saber cómo es la soledad”, decía la letra, escrita por Luis Alberto Spinetta, “tendrás que ver que ya a tu lado no está, que nunca más, con él podrás charlar, sobre lo que es el bien, sobre lo que es el mal, la soledad es un amigo que no está…”, seguía. Leonardo Favio la cantaba con el dolor y la ausencia que le habían dejado la muerte de un amigo de pubertad al que no pudo salvar. Se llamaba Carlos. En la canción, Favio le decía “Yo nunca te olvido”. Algunos años más tarde, después del 20 de junio de 1973, volvería a decir cientos de veces “Yo nunca te olvido”. Se los diría a los muertos de lo que la historia llamó “La masacre de Ezeiza”, hombres, mujeres y adolescentes que cayeron en los campos aledaños al aeropuerto de Ezeiza esperando a que volviera del exilio Juan Domingo Perón.
A Leonardo Favio, un grupo de peronistas de distintas vertientes, los organizadores del recibimiento al hombre que se había tenido que ir 17 años antes, le habían pedido que oficiara como una especie de maestro de ceremonias. Él dijo que sí. Que por supuesto. Creía en Perón, creía que solo a través de sus postulados y su organización podrían cambiar las cosas en La Argentina. Creía en un hombre nuevo. Creía. Creía tanto en sus ideales y en lo humano, que no tuvo en cuenta los distintos intereses de quienes habían organizado aquella “fiesta”. Pero cuando estuvo arriba de la tarima, escuchó un disparo. Y después otro, y otro más. “Eso era un manicomio, me dejaron solo”, le dijo a la revista El descamisado. “Además en un momento dado un chico que estaba allí me dijo que iban a barrer a la gente que estaba sobre los árboles y eran ramilletes de gente sobre los árboles, y entonces se sube Ciro Ahumada que me decía que había francotiradores en los árboles. ¿Dónde habrá visto francotiradores en ramillete? Yo le pedí diez minutos para hacer bajar a la gente. Me contestó que tenía sólo cinco minutos y que los iban a bajar con rifles con miras telescópicas y me agarró el micrófono y ordenó como un militar porque dijo que yo era muy suave para hablar. Yo le decía que se iban a matar al descolgarse, porque los árboles son muy altos. Yo trataba de que se bajaran y no sé como me expresé, lo único que sé es que los iban a toletear”.
Y vio gente que caía, y otra gente que empujaba y otra que corría. Vio a varios francotiradores que hacían fuego desde lo alto de los árboles. Gritó que cesara el fuego. Llamó a una paz que jamás llegaría. Se botó el suelo. Quiso llorar. Corrió hacia ninguna parte y acabó en el Hotel Internacional de Ezeiza.
Alguien le había dicho que estaban torturando a unos muchachos. Él fue a tratar de conjurar la tragedia. No sabía cómo, pero lo iba a intentar. Entonces llegó y vio cómo golpeaban a uno, a dos. Irrumpió en la habitación. Le dijo al líder de las golpizas que ya, que los dejara ir, que él no iba a contar nada, que él no había visto nada. Pasados unos días, contó que él había ido porque en medio de la zaranda un “pibe” le comentó que estaban torturando gente. “Yo fui a Ezeiza porque cuando vi que se venía la noche y la gente se entra a mover y llega a ocurrir un incidente más se entran a matar entre ellos. Entran a pisarse. Allí me encuentro con un pibe de la JP (Juventud Peronista) que me dice: ‘Leonardo aquí están golpeando y están torturando gente’. Entonces subo y me quiere parar un tipo a quien le dije: ‘A mí no me pares porque empiezo a los alaridos’. Golpeo la puerta y aviso quién soy; entonces me abren y me piden que me tranquilice diciéndome que allí no pasaba nada pero al ver el espectáculo me puse a llorar de rodillas. Será de cagón ¡qué querés! Pero iba a salvar ocho vidas. La única arma que tenía yo era gritar. Y después ustedes dicen que yo propuse olvidarme de esos rostros de los torturadores”.
No los olvidó. Por supuesto que no los olvidó. Ni los olvidó ni los perdonó ni se hizo el idiota ni rompió su promesa. Eran ocho vidas contra su silencio. Las ocho vidas pesaron más, tan más, que Leonardo Favio tuvo que soportar por años y años que fueron siglos y siglos que algunos viejos compañeros radicales peronistas le echaran en cara su silencio. Él calló, como había prometido, y cuando decidió hablar, habló con sus canciones, sobre todo con las canciones que escribió en el exilio, en Pereira, y con sus películas, “Gatica el mono”, “El romance de Aniseto y la Francisca”, “Crónica de un niño solo”. Habló de lo importante allí, de lo esencial. De las Madres de Mayo, que iban todos los jueves en las tardes a reclamar por sus hijos desaparecidos, y luego por sus nietos. “El colectivo ya se va, como todos los jueves hace años ya, desde que de ellos, no supieron más”, cantó. “Si mi guitarra canta, como canta, y suena como a duelo mi garganta, es porque soy latinoamericano, y he visto a Cristo a diario crucificado, y he visto a Cristo a diario crucificado”, afirmó.
Contó los muertos de Ezeiza, más de diez. Contó sus propios muertos y sus muertes. Contó como suponía al amor. Contó ls historias de la dictadira de Videla y Compañía. Contó los destrozos, los llantos, las vidas rotas, los silencios, la vida que se iba tán fácil. Contó, cantó, filmó.