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Libros, bicicletas y derechos humanos en Gaza

Cuando el sistema jurídico no es efectivo en responder a crisis devastadoras e inaceptables como el genocidio de Gaza, nuestras necesidades y ansiedades como personas pueden, eventualmente, proyectarse fuera del sistema jurídico y, esa excepción se convierte en la normalidad de las acciones al margen del Derecho.

Joaquín González Ibáñez*, especial para El Espectador

27 de septiembre de 2025 - 05:42 p. m.
Protesta contra la presencia del equipo Israel-Premier Tech en la Vuelta a España y contra la situación que vive la población de Gaza a la salida de la duodécima etapa en Laredo (Cantabria). EFE/Javier Lizón
Foto: EFE - Javier Lizón
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El jurista y humanista Antonio Cassese fue una figura intelectual y académica del Derecho penal internacional y, entre otras responsabilidades, ejerció como primer presidente del Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia. En su obra Pensando en Derechos Humanos. Reflexiones desde el Derecho Internacional, Cassese gracias a su experiencia internacional dialoga con el lector de una manera inteligente y plantea cuestiones de derechos humanos como, por ejemplo, si es lícito de acuerdo con el Derecho Internacional lanzar una bomba a un edificio de viviendas, un hospital o una escuela durante las ofensivas militares de Israel en Gaza y Cisjordania de 2014, cuando se conoce que hay un terrorista en su interior, y utiliza como escudos a civiles, enfermos o niños. Trata diversas cuestiones desde cómo verificar y calificar jurídicamente la existencia de un genocidio o comparte su experiencia tras ser nombrado por el Consejo de Seguridad como relator de la investigación en Darfur en 2004 o su generosa labor como enviado de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas en 1975 sobre la dictadura de Chile y la situación de los derechos humanos.

Silvia, viuda de Antonio Cassese, para la publicación de esta obra, facilitó una foto personal que mostraba a su esposo feliz: Cassese sonriendo en una bicicleta. Frente a esta foto de felicidad de Nino -como todos les llamaban con afecto y respeto— aparece una foto de Albert Einstein, también alborozado, y montando en bicicleta; esa una imagen que se encuentra en un pedestal a tamaño real en diversos lugares del campus de la Universidad Hebrea de Jerusalén que Einstein cofundó en 1925 y que cuenta en su haber con ocho premios Nobel.

Albert Einstein escribió en 1930 una carta a su hijo Eduard en la que le contaba que «la vida es como montar en bicicleta; para mantener el equilibrio debes seguir avanzando».

Los derechos humanos son como esa bicicleta por su carácter dinámico y progresivo. Avanzamos y generamos progreso si se garantiza su reconocimiento y efectivo ejercicio a un mayor número de personas; las sociedades progresan si consiguen desarrollar un espacio inclusivo de oportunidades para el desarrollo de las capacidades humanas, una mayor integración y cohesión sin discriminación.

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Los derechos humanos representan una visión de justicia y un compromiso cívico para generar un espacio común de derechos y responsabilidades, para todas las personas y en cualquier lugar del planeta. Los derechos humanos son la idea más genuina y moderna de nuestro tiempo. Conforman un acervo personal y común que ampara el proyecto de vida de cada persona elige: qué fe profesar, qué ideas defender, cómo amar, a qué comunidad cultural pertenecer. Y, especialmente, permite realizarnos como personas al acceder a opciones vitales: el derecho a estudiar, a tener una familia, acceder al trabajo, a una vivienda digna, a protección social, etc. Cuando se violan los derechos humanos de la manera más abrupta y afectan al núcleo básico de la vida y la dignidad de la persona humana, los denominamos crímenes internacionales y son, entre otros, el crimen de genocidio, de lesa humanidad y de guerra.

Nelson Mandela, el coloso moral y gigante de la verdad, como le describió John Carlin, compartía con Albert Einstein ciertos rasgos personales distintivos: ambos eran rebeldes y creían en los derechos humanos, marcaron su época con una extraordinaria inteligencia emocional e intelectual en sus respectivos ámbitos, y ninguno de los dos fue el mejor padre o marido. Mandela forjó paradigmas de lucha por los derechos humanos; en el peor momento de la represión en Sudáfrica previo al proceso de Rivonia en 1963, Mandela justificó la lucha armada contra el régimen del Apartheid, que desde Pretoria ordenaba la comisión de crímenes de lesa humanidad contra los miembros del Congreso Nacional Africano. Mandela legitimó la respuesta armada porque es “el opresor quien elige los medios de lucha, no el oprimido”.

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Después, durante sus 27 años en prisión, definió su estrategia contra la violencia, y señaló la negociación y la lucha desde el Derecho, para que fuera posible el reconocimiento de los derechos humanos de todas las minorías y comunidades excluidas de la vida pública y, de este modo, acceder a una vía expedita para que todos los hombres y mujeres de Sudáfrica fueran soberanos y pudieran, en las primeras elecciones democráticas en 1994, elegir a Mandela como futuro presidente de la nueva Sudáfrica. Pero el gran desafío para Mandela radicaba en que el Derecho fuera el sistema para poder resolver los conflictos. Cada día, cuando leía en la prisión de Robben Island la Declaración Universal de Derechos Humanos, Mandela debía reflexionar sobre el segundo párrafo del preámbulo, que en la práctica inspiró radicalmente —en la raíz— toda su visión de justicia:

«Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión».

No hay justicia, no hay progreso, si no es en el marco del Derecho donde se reconocen y protegen los derechos humanos. Porque si no, la rebelión deviene un derecho humano esencial y lógico contra el terror y la dominación. Hoy, en el contexto de genocidio en Gaza y la agresión rusa en Ucrania, desde un punto de vista jurídico es paradójico y sorprendente la censura y crítica social que suscita que la ciudadanía y representantes públicos digan no a la violencia y apunten a la posible existencia de un genocidio en Gaza. Hace meses que la Sala de Cuestiones Preliminares de la Corte Penal Internacional confirmó la imputación de Netanyahu y de su exministro de Defensa Yoav Gallant por los crímenes de lesa humanidad y de guerra en noviembre de 2024, y un año antes Sudáfrica denunció a Israel ante la Corte Internacional de Justicia por violación de la Convención para la Prevención y Sanción del delito de Genocidio.

En Gaza tenemos la posibilidad de oponernos a una nueva barbarie y evitar la impunidad. El sistema de protección de derechos humanos sitúa a la prevención como el sistema más eficaz de protección de derechos humanos —no una posterior investigación o una eventual sentencia de un tribunal que reconozca a las víctimas de genocidio— sino la capacidad de decir no a la violencia, y proteger a las personas que están a punto de convertirse en víctimas.

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Durante La Vuelta ciclista a España 2025 las manifestaciones a favor de Palestina y contra el genocidio —no a favor del terrorismo de Hamás— fueron legítimas y necesarias. Sin embargo, la disrupción por parte de una parte de los manifestantes de la competición ciclista al asaltar las calles de Bilbao y Madrid y con ello causando la suspensión de la carrera fue un acto legítimo, pero ilícito. Carlos Arribas ha narrado en el didáctico y iluminador artículo La Vuelta, Israel y la neutralidad de la Carta Olímpica (El País, 16 sept. 2025) por qué era fácil haber previsto lo que sucedió en la última etapa de Madrid con los antecedentes de las etapas en Barcelona, Bilbao y la Bola del Mundo y, especialmente, cómo la UCI y la dirección de La Vuelta actuaron de espaldas al principio de realidad. A veces, poner énfasis en la ausencia de política en las competiciones deportivas trata de ocultar al elefante en la cacharrería; curiosamente, el mismo día del abrupto final de La Vuelta en Madrid, tuvo lugar en Italia una prueba de la UCI que desde 1945 celebra el Trofeo Ciclista Giacomo Matteotti como homenaje al senador socialista secuestrado y luego asesinado en 1924 por el régimen fascista de Mussolini. La UCI no ha arremetido contra este homenaje de justicia a un símbolo político y ético frente a la barbarie. Decidió “no hacer política” y que restara el mensaje político de respeto al legado cívico de Matteotti.

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Cuando el sistema jurídico no es efectivo en responder a crisis devastadoras e inaceptables como el genocidio de Gaza, nuestras necesidades y ansiedades como personas pueden, eventualmente, proyectarse fuera del sistema jurídico y, esa excepción se convierte en la normalidad de las acciones al margen del Derecho. Sería una necedad despreciar los futuros efectos de estos actos de empatía con las víctimas y de protesta devenidos actos ilícitos, porque una minoría de personas tomaron la decisión equivocada —alterar ilegalmente el desarrollo de la competición deportiva— por los motivos correctos —la empatía por las víctimas y el clamor de justicia por su sufrimiento y la impunidad de los perpetradores.

En la práctica las protestas tenían un solo objetivo: ¡Que se cumpla el Derecho! Como señalan Oona Haathaway y Scott Shapiro en Los Internacionalistas: «El poder real, el poder útil para alcanzar objetivos políticos importantes y duraderos, no existe sin el Derecho. El Derecho crea el poder real. Los Estados solo pueden alcanzar sus objetivos si los demás reconocen los resultados de sus acciones. La visión del mundo que se basa en el poder estatal es fatalista y deja poco margen para la acción humana» y aunque el Derecho trata de delimitar al poder, las ideas dan forma y contenido al Derecho.

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En este proceso de acceso a la justicia, el sistema jurídico es único y las estrategias son múltiples, tal y como señaló la fiscal de Derechos Humanos Dolores Delgado: «Investigar los crímenes en Gaza ya es en sí justicia». Desde los procesos de Núremberg en 1945, de Tokio de 1948, el caso Eichmann en Jerusalén en 1961, los procesos de Fráncfort liderados por el fiscal Fritz Bauer contra los guardias alemanes SS de Auschwitz en 1963, y los Tribunales Penales Internacionales ad hoc creados tras la caída del Muro de Berlín, para los crímenes internacionales cometidos en la exYugoslavia, Ruanda, Timor, Sierra Leona, Líbano y Kosovo el caso Pinochet en la Audiencia Nacional de España en 1998, así como las 33 investigaciones realizadas por la Corte Penal Internacional desde que entró en vigor el Estatuto de Roma en 2002, con sus 69 acusados, 11 condenas, 4 absoluciones y 16.000 víctimas, los perpetradores siempre han recorrido un iter común: todos se embriagaron en un momento de «hubris» durante la comisión de su crímenes y se mostraban envalentonados por la percepción de impunidad que les asaltaba, así como una sensación de olvido y abandono de las víctimas. Todo se desvanece en el momento que el poder y las inmunidades se difuminan y diversas personas aúnan su trabajo como voluntarios y profesionales de ONG, como fiscales, jueces, académicos, representantes públicos, antropólogos forenses, abogados de víctimas supérstites y familiares que se comprometen a trabajar y no abandonar el propósito de hacer justicia.

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Este domingo el mundial de Ciclismo de la UCI tendrá lugar en una tierra marcada por otro genocidio y, ojalá que los hijos y nietos de los supervivientes del genocidio en Ruanda reclamen justicia y el fin de las masacres y la liberación de los secuestrados durante las diversas competiciones que tendrán lugar en Kigali. Sin justicia no hay paz duradera y sostenible, y una forma de dignidad y progreso radica en la posibilidad de acceder al derecho humano a la justicia para los gazatíes víctimas del genocidio, sin olvidar el origen de la abyecta barbarie iniciada por Hamás y que se perpetúa con todas las víctimas, no solo los asesinados y secuestrados israelíes desde el 7 de octubre de 2023, sino también los secuestrados gazatíes en manos de Hamás. Hoy, paradójicamente, para ser justos —ser parte de la aspiración de justicia—- hace falta mucho coraje, no política.

* Joaquín González Ibáñez es profesor de Derecho Internacional Público de la Universidad Complutense de Madrid.

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Por Joaquín González Ibáñez*, especial para El Espectador

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