El Magazín Cultural

Libros y rosas (Opinión)

Barcelona me dio todo. Me dio años de práctica y de gozo en el arte de crear emociones y vidas con palabras. Y me dio historias para contar y universos para vivir.

Beatriz Dávila Reyes
24 de abril de 2020 - 01:53 a. m.
Cada 23 de abril se celebra en Cataluña el día de Sant Jordi, que se caracteriza por sus rosas y sus libros.  / Cortesía
Cada 23 de abril se celebra en Cataluña el día de Sant Jordi, que se caracteriza por sus rosas y sus libros. / Cortesía

Allá me conecté con la vida, como era, me miré de frente y me permití sentir y dejé que de mis manos salieran mis ideas, tal como las pienso, con toda su crudeza y su verdad, mi verdad: en Barcelona me volví escritora. Me dio también nuevos amigos, gente que ve la vida como yo, que quiere ser libre, como yo, que sueña, crea y vislumbra otros mundos posibles, porque no se conforman con el tedio ni con lo establecido ni con el deber ser que nos mata el alma. 

Me dio cantidades iguales de experiencias místicas y terrenales. Porque Barcelona, con su mar de plata y sus callejones sucios, fascinantes, es una ciudad suspendida entre lo divino y lo humano, muy humano, esa dimensión de excesos y placeres y toda una poética belleza y una vitalidad indómita. Y en ese espacio estamos los artistas. Me dio también un nuevo oficio. Porque caminando por el Raval comprendí que el arte tenía el poder de transformarnos como colectivo, tal como me estaba transformando a mí. 

Por eso nunca entendí lo de Sant Jordi. Es curioso que una sociedad tan progresista e ilustrada celebre el día del libro junto con el día de los enamorados y una fiesta religiosa. Pero eso no importa. Como tantos lugares, está entre varios mundos (lo divino y humano, precisamente, aunque en este caso lo divino esté teñido de curas, biblias, Papas e iglesias, es decir de ese otro lado de lo humano). Al final las personas y los colectivos somos mezclas de imaginarios y de temporalidades, de grandes contradicciones, y la Barcelona religiosa de la magnífica Catedral y de los catalanes que bailan Sardana tomados de la mano frente a ella convive con la Barcelona cosmopolita de estudiantes, de artistas de vanguardia, de bares, pensadores, librerías, anarquistas y bohemios. Lo confuso y sorprendente es que el día de Sant Jordi se haya fusionado con el día internacional del libro y que se haya consolidado una tradición de carácter más popular que literario que podría ser hermosa si no fuera tan decididamente sexista. 

Cada 23 de abril hay en Barcelona una magnífica feria (me recuerdo feliz ante hileras infinitas de puestos de libros por todo el Paseo Sant Joan, desde Gracia hasta el mar, en uno de los días más espléndidos de primavera). Ese día, es tradición, a los hombres se les regalan libros y a las mujeres se les regalan rosas (por lo que es también es una especie de San Valentín, además de fiesta religiosa y cultural, todo al tiempo). Se dice que Sant Jordi, patrón de los catalanes, derrotó a un temible dragón, de cuya sangre brotó un rosal, justo antes de que la bestia devorara a la hija del rey. Es una historia bonita la del santo guerrero y el rey que, vista como una parábola, podría tener un significado profundo y constructivo. Sin embargo, en términos de igualdad de género, de que las mujeres seamos concebidas culturalmente como los seres inteligentes, capaces y dignos que somos, y que esto se refleje en socialmente en hechos concretos, en igualdad de derechos y de oportunidades, tradiciones y relatos como este hacen daño, por más inofensivas que parezcan.

Usted me dirá, es sólo una leyenda, es sólo una rosa. O tal vez se preguntará, ¿qué me importa una tradición que no forma parte de mi cultura? Importa, porque compartimos prácticas e imaginarios. Y mientras persistan relatos de caballeros que salvan princesas, y mientras a los hombres se les eduque para pensar y a las mujeres se nos eduque para enamorarnos, estamos destinados a ser culturalmente construidos como diferentes, y a las mujeres como inferiores. 

El mito del hombre (héroe, fuerte, valiente, hábil), que salva a la princesa (mujer bella y frágil), está grabado en nuestro imaginario desde la infancia, desde que nos contaban historias, desde que nos vestían de princesas en Halloween (nunca reinas o emperatrices, como Isabel I de Inglaterra, o Catalina la Grande de Rusia, de las que detentan el poder; las únicas reinas a las que podíamos aspirar parecernos eran, cosa lamentable, las reinas de belleza de Cartagena con toda la objetivación, escrutinio e indignidad que esto significa). 

Desde que veíamos la recreación de los cuentos de hadas europeos por parte de Walt Disney en películas como Blanca Nieves, La bella durmiente, La Cenicienta, la Sirenita. El mito del caballero y la princesa nos enseña que las mujeres somos débiles; unas tontas infantilizadas que debemos ser salvadas (lo cual en el mundo concreto se convierte en dominadas, silenciadas, anuladas, porque en la vida real la mujer-princesa no existe), y que debemos ser siempre bellas (que, según el imaginario eurocéntrico quiere decir flacas, jóvenes y blancas- aunque San Jorge hubiera sido turco). 

Mary Wollstonecraft, madre de Mary Shelley, autora de Frankestein, fue una escritora y filósofa inglesa brillante que ejerció un papel fundamental en la historia del pensamiento feminista a finales del siglo XVIII. En ese momento no existía el término, obvio, sólo mujeres valientes que no querían ser tratadas como una mierda (definición de “feminista” dada por Roxane Gay y que me parece genial y acertada). Wollstonecraft defiende en la Vindicación de los Derechos de la Mujer el derecho al acceso a la educación de las mujeres para su autonomía y la plenitud de su desarrollo, y su posición dentro de la sociedad como pares de los hombres para el beneficio colectivo a través de una participación en la vida civil y política. Afirma que el motivo por el cual durante siglos las mujeres fueron consideradas como inferiores racional, intelectual y moralmente era simplemente por no haber tenido un espacio y una formación para ello. 

Pertenezco a una generación de mujeres formadas, las más educadas de la historia quizás, como colectivo. Por supuesto que ha habido cambios desde 1792. Por supuesto que hay miles de ejemplos de mujeres brillantes que se desarrollan en diversos campos. Pero analicemos de dónde surge el mansplaining, de dónde surge la creencia de que las mujeres no somos seres racionales, de dónde surge la idea de algunos filósofos griegos y modernos de que las mujeres son inferiores en diversos planos, o en todos. Los hombres han leído durante siglos, se han educado, se han formado; han construido todo un mundo alrededor de ellos en el cual se afirma su superioridad y su poder. Mientras tanto, a las mujeres nos educaban para servirles y complacerlos, como sugirió Rousseau que debería ser; nos daban rosas y nos hablaban de amor romántico y de matrimonio y de maternidad. 

Hay una frase increíble y muy actual de la escritora Kate Millet quien afirmó que el amor es el opio de las mujeres: “mientras nosotras amábamos, ellos gobernaban”. No digo que ser hombre sea fácil. No debe ser fácil tener encima el mito del caballero, salvador, proveedor, que no llora, que no teme, que no siente, que todo lo soluciona, que todo lo sabe, que domina a la princesa y al dragón, a otros hombres y sus emociones. Pero seamos críticos. Humanicemos el ser hombre, humanicemos el ser mujer. Esas categorías que hemos construido culturalmente con tanto peso, tantos imperativos, tantos estereotipos. Construyamos un mundo juntos, con los mismos derechos, las mismas responsabilidades, la misma dignidad para todos los seres humanos que lo habiten. 

Quiero ver una generación de niñas a las que les digan que su valentía, su inteligencia, su integridad, sus talentos y sus capacidades son más importantes que su belleza y que la obligación de ser madres y esposas es una elección; que son capaces de hacer lo que se propongan y que pueden elegir la vida que quieran tener y de ser quienes quieran ser. Que su papel como agente de cambio en el mundo o su realización personal, intelectual y espiritual es más importante que el mito romántico de enamorarse y casarse– y es ahí donde se manifiesta con toda su fuerza el mito del hombre que nos salva, del matrimonio que es la finalidad de la vida, mito que tantas veces nos empequeñece, y muchas otras nos anula y nos destruye.  

Que les enseñen a las niñas y a los niños que los dragones no son externos, que no quiere decir dominar a nadie ni lograr todo eso que nos dicen que es el éxito ni el poder; son las batallas interiores que tenemos que enfrentar cada uno para crecer, para evolucionar, que los monstruos son la ignorancia, los miedos, los estereotipos en los que nos encasillan desde que nacimos y que al ser personas más libres y más íntegras podemos enamorarnos y caminar juntos, si queremos. 

Quiero que les regalen libros y rosas a los niños, a las niñas, a les niñes (porque sé que el mundo no es binario como nos hicieron creer, ni mucho menos de príncipes todopoderosos y princesas desvalidas); a cualquiera independientemente de su biología y de su identidad individual o socialmente construida. Porque los seres humanos, todos, necesitamos desarrollar nuestra sensibilidad y nuestro intelecto por igual y derrotar nuestros dragones interiores que nos alejan de nuestro ser verdadero y de nuestra felicidad. Y ese día habremos generado un cambio. 

Por Beatriz Dávila Reyes

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar