Las obras de arte, como los cuerpos, por más que intenten categorizarse, resultan desbordándose.
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Según la antropóloga británica Mary Douglas, existían dos cuerpos: el físico y el social. Aunque el cuerpo tiene propiedades biológicas, también se “traducen” según el contexto: la sangre, la suciedad, el dolor o el placer no significan lo mismo en todas las culturas. Así, cuando vemos un cuerpo —deforme, adolorido, intervenido, animalizado o multiplicado— también vemos una crítica o un reflejo de cómo la sociedad lo ha tratado.
“Liturgias del cuerpo” es una exposición presentada en la Casa Republicana de la Biblioteca Luis Ángel Arango como parte del programa “La mirada del coleccionista”, que busca acercar al público a colecciones privadas de arte y generar conversación a partir de ellas. El cuerpo, tema central de la muestra, aparece aquí como un territorio en constante transformación: testigo, protagonista y espectador de las circunstancias que configuran el mundo.
¿Por qué reunir pinturas, videocollages, fotografías y objetos que insisten en la fragilidad, la memoria, la brutalidad, la resistencia, la angustia, el dolor o la moralidad? Para José Darío Gutiérrez, fundador, coleccionista y director del proyecto Bachué —iniciativa de gestión de arte que se inició en 2008 junto con su esposa, María Victoria Turbay—, el coleccionismo es un proceso natural. Considera que, en mayor o menor medida, todos somos coleccionistas, pues existe una ambición que parte de la selección, recolección y conservación con una pregunta de fondo: ¿qué historia puedo contar? Dijo que, por ejemplo, muchos recogen conchitas cuando van al mar y las asocian con la experiencia de haber estado allí. Más adelante, en la infancia o adolescencia, pueden ser juguetes los que permiten construir historias alrededor de esas piezas. Según él, ese mismo impulso, con la maduración y la educación, puede transformarse en coleccionismo de arte. Pero, en el fondo, sigue siendo el mismo acto humano: el deseo de quien decide crear a través de la producción del otro.
“La identidad del artista está definida por su cuerpo, y eso ha hecho que, a lo largo de la historia del arte y la expresión artística, haya sido un elemento fundamental: como objeto, sujeto o instrumento”, contestó él cuando le pregunté por qué coleccionar obras que aludían a los cuerpos. “Si miramos las primeras manifestaciones pictóricas, como las cuevas de Altamira y las de Chiribiquete, lo primero que dejaron fueron huellas: manos, rastros. Son afirmaciones de la existencia de alguien que quiso dejar una marca en el devenir social”.
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Subí la pequeña rampa que conducía a la puerta de entrada de la exposición. Me recibieron, de frente, unos cuadros: “13 grabados sobre la violencia con textos del Popol Vuh”. Una edición limitada a 25 ejemplares, dedicada y entregada personalmente por su autor, Luis Ángel Rengifo, a personajes como Orlando Fals Borda, Guillermo León Valencia, Álvaro Gómez Hurtado y Walter Engel. La lista aparecía escrita sobre una especie de papiro envejecido, al que le faltaba un pedazo en la parte superior izquierda. Al final: Bogotá, diciembre de 1963.
Me detuve a observar los grabados en aguatinta sobre papel. Un papel que comenzaba a teñirse de ese color hueso que deja el paso del tiempo, cruzado por trazos negros. En el número 12, una mujer yacía en lo que creí que era un pastizal, un potrero. En su rostro, una expresión de dolor. Su cuerpo, extendido como caucho, tenía clavos enterrados en cada uno de sus extremos. Como si el castigo fuera impedirle recogerse… o quizá levantarse y dejar de agonizar.
Uno de los puntos de partida de esa curaduría fue la monstruosidad. Una noción que, me contó Gutiérrez, se acentuó en los años 60 como una respuesta a la invitación a producir un arte universal, despojado de cargas políticas, sociales o existenciales, y que, frente a esto, los artistas reaccionaron con una especie de réplica. Esa aspiración de una sociedad feliz y ambigua no fue viable por la realidad de la condición humana: lo bello existe y se conoce, pero es una aspiración, no una realidad.
Caminé. Me alejé de los primeros cuadros y me encontré con una fotografía del New York Times publicada el 13 de septiembre de 1970, una obra gráfica de Liliana Porter. Una mujer con un arma apuntándole a la cabeza, sostenida por una mano desconocida. Traducida del inglés al español, decía: “Esa mujer es norvietnamita, sudafricana, puertorriqueña, colombiana, negra, argentina, mi madre, mi hermana, tú, yo”.
A unos pasos estaba El salvavidas del Tío Sam, del “Graficario de la lucha popular en Colombia”, de Arlés Calarcá Herrera: una mujer se ahoga en una ola mientras el famoso Tío Sam —representación de los Estados Unidos— flota sobre un barco, sosteniendo un tiburón con una especie de cuerda y observando cómo ella se hunde.
La monstruosidad dialogaba con la violencia. El cuerpo, como parte de las estructuras sociales que hemos construido, también evidenciaba que la brutalidad humana no se reduce a lo que el ojo percibe como grotesco. Recorrí cada uno de los pasillos que custodiaban las obras: angustia, sangre, color y dolor. Dos pisos de una exposición que ponía sobre la mesa la posibilidad de repensar la forma en la que hoy entendemos los cuerpos.
Pasé de una secuencia de fotografías en blanco y negro de una vela en forma de Virgen María que se iba consumiendo —y que, curiosamente, tomaba la forma de lo que creí era la muerte— hasta que solo quedaba la cera negra derramada sobre la mesa; luego, un sanitario intervenido con una figura de boca en el fondo y, a su lado, en el mismo material del bidet, la figura de vulva; un televisor pequeño forrado en un vestido de novia con un velo largo que, en su pantalla, mostraba el proceso de bordado con una máquina de coser; un registro fotográfico de un estudiante hallado en fosas comunes en Perú, que había sido perseguido durante el mandato de Fujimori; partes de un esqueleto humano alambrado y transformado en el esqueleto de un animal que parecía ser un perro; un cortometraje a color titulado Rita va al supermercado, del 2000, que mostraba a tres mujeres cantando “Hacer el amor con otro”, de Alejandra Guzmán, luego de que una de ellas hablara con su amante por teléfono.
Las obras de arte, como los cuerpos, por más que intenten categorizarse, resultan desbordándose.
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En 1944, Marco Ospina escribió en “La pintura y la realidad” que “el arte, y en particular la pintura, como parte importante de la cultura, se mueve al ritmo de la vida social de los pueblos y refleja sus más íntimas esencias”. Cada obra de arte habla más de su tiempo que de quien les da vida en los trazos, los flashes o las costuras. Gutiérrez dijo que el artista es un componente necesario dentro de la esfera social porque asume, sin que se le haya encargado, una función como actor, interrogador y figura testimonial. “Si no tuviéramos el arte, la capacidad de cuestionamiento, de reflexión y de construcción, de crítica dentro del proceso social, sería más difícil. Tendríamos que hacerlo de una manera voluntaria como sociedad civil”, terminó.