El Magazín Cultural

Lluvia (Cuentos de sábado en la tarde)

Leonor se despertó con el gorjeo de las palomas, el ladrido fatigante de la perra preñada y el alboroto de los micos en el árbol de plátano. Se levantó de la cama, sacudió las sábanas rotas y aplanó la almohada; todo esto lo hacía mientras enarcaba el labio derecho, en un impulso natural que con el tiempo había llegado a ser tan elástico que podía tocarse su nariz respingada.

Verónica Bolaños
27 de marzo de 2021 - 05:34 p. m.
"—¿Por qué tiemblas? ¿Qué es lo que te pasa? Estás amarilla —le dijo Idalia. 
—Por la lluvia, ya sabes que me da mucho miedo la lluvia".
"—¿Por qué tiemblas? ¿Qué es lo que te pasa? Estás amarilla —le dijo Idalia. —Por la lluvia, ya sabes que me da mucho miedo la lluvia".
Foto: Pixabay

Se sentó en la mecedora. Se meció durante un largo rato mirando la máquina de coser. Leonor era una mujer de mediana estatura, de piel blanca. La armadura de sus huesos era frágil y en la punta de la nariz tenía una hendidura, como si se la hubieran aplastado con un dedo. Era bien diferente de su hermana Idalia, morena, chaparrita y de nariz chata. Ambas compartían el semblante serio en sus rostros, reían poco y vestían de una manera recatada —blusas de colores claros y faldas oscuras—. Mientras Leonor se mecía, su cabeza se movía al compás de la mecedora, como asintiendo ante un día más.

El cielo oscureció, varios rayos lo iluminaron con sus finas raíces y sonó un trueno. El espejo tembló en el clavo oxidado que lo sujetaba, los helechos que colgaban en el interior de la casa se cayeron. Las palomas aletearon en el aire, los micos enmudecieron y la perra se protegió debajo de la cama.

—Va a llover, hoy no coseré —dijo Leonor en voz baja.

Se puso un trapo en la cabeza para cubrirse de las gotas que comenzaban a caer. Salió al patio para ir hasta la cocina. Las ramas de los árboles se sacudieron. El patio quedó invadido por un silencio agonizante. El viento embistió con tanta fuerza que se cayó una guanábana, quedando despedazada en el suelo. Leonor quitó de la argolla la llave que abría el candado de la puerta de la cocina. Cuando abrió, encendió el foco que colgaba de un cable mugriento y puso a calentar agua en una ollita para preparar un poco de café. Mientras se calentaba el agua, se recostó en el marco de la puerta; tenía las manos frías y un aire de resignación impreso en la cara. Se humedeció los dedos con un poco de saliva y recogió detrás de las orejas los mechones sueltos que le estorbaban en el rostro. Retiró la ollita del fogón, sujetándola con un guante de cabuya, le echó dos cucharadas rasas de café y la tapó.

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Mientras reposaba el café, vio correr tres ratas canosas con tamaño de conejo que se escondieron detrás de un montón de piedras al lado del aljibe. No se inmutó. Eran ratas ancianas que estaban hospedadas para siempre en el cuarto donde yacían amontonadas las pertenencias de los parientes muertos. Había camas de hierro, colchones meados y mordisqueados, el cochecito de las gemelas con las ruedas oxidadas, la porra del bisabuelo y muñecas octogenarias, que habían largado el pelo, con los ojos sin color y la cara llena de arrugas, como la de la abuela. Leonor estornudó. Estornudó otra vez. Cogió una taza de plástico y la llenó de café hirviendo. Mientras caminaba hacia la sala, se detuvo en el patio y dio un sorbo haciendo ruido. Las piernas le temblaban, le temblaban igual que aquel día que su padre la castigó haciendo mil sentadillas bajo el palo de guayaba. Ese día había comenzado a llover y a Leonor se le olvidó quitar la ropa del trabajo de su padre, que estaba colgada en los alambres. Cuando él se despertó por la mañana, el uniforme estaba mojado. Cogió la correa y le dio correazos, quedándole la hebilla tatuada en las piernas. Castigó a las dos hermanas, a una por despistada y a la otra por no acordarse de la ropa. Las llevó hasta el patio tirándoles de las orejas. Les dijo que tenían que hacer sentadillas y contar en voz alta una a una. El padre se sentó en el sillón de bejuco leyendo el periódico, dentro de la sala. Las niñas contaban: una, dos, tres, cuatro, doscientas, trescientas, cuatrocientas una, quinientas dos... Cuando sus piernas no podían resistir el dolor, se quedaban de pie contando. En el momento que sentían los pasos de su padre, continuaban flexionando unas piernas sin fuerza, sudando, con la cara quemada por el sol, hasta que cayeron desvanecidas en la tierra.

Leonor apartó la mirada del palo de guayaba con los ojos cargados de lágrimas. Abrió la reja de madera, entró y cerró la puerta, que se hizo pesada con la presencia del viento. El olor a café despertó a Idalia, que penaba en un sueño profundo. Se levantó asustada, buscó toallas, tapó el espejo y la pantalla del televisor. Con una vela encendieron las linternas de gas que estaban colgadas. Rodaron las mecedoras a un extremo, muy pegaditas a la pared de cal, para que no las matara un rayo. Se sentaron a esperar a que escampara. Idalia rezaba el rosario y Leonor se daba golpecitos suaves en el labio para que no se le levantara y luego fue hasta la ventana, apartó la cortinita de flores y miró la calle solitaria. Vio cómo caía a chorros el agua del cielo, formando un río. El agua arrastró las mierdas de los animales, las conchas de plátano, palomas sin cabeza, peñones de piedras, vasijas quebradas, flechas de indios, ataúdes rotos, difuntos flotando, árboles enteros con sus raíces, techos de palma, llantos antiguos, miedos, secretos, infidelidades, abortos, almas que luchaban para que no se las llevara la corriente, fetos con su cordón umbilical, ahorcados envejecidos con la soga en el pescuezo, vestidos de novia con sangre, la mala conciencia, la maldad y el abuelo vestido de blanco que le dijo adiós. Leonor miró espantada con la boca abierta, agarrada a los barrotes.

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—¿Qué miras? —le preguntó Idalia cuando acabó el último misterio del rosario.

—Nada. Nada.

—Entonces, ¿qué haces ahí parada?

—No me molestes.

—Siéntate, que te puede coger un rayo —le dijo Idalia tragando saliva.

—Voy, espera un momento, ahora voy.

Leonor se sentó nuevamente en la mecedora. El labio superior le temblaba y se le levantaba, se dio nuevamente golpecitos con la yema del pulgar.

—¿Por qué tiemblas? ¿Qué es lo que te pasa? Estás amarilla —le dijo Idalia.

—Por la lluvia, ya sabes que me da mucho miedo la lluvia.

Idalia dejó el rosario en la mesa y fue hasta la ventana. Tronó varias veces. Se quedó quieta mirando hacia la calle. Esta se había convertido en río. Vio una canoa con un negro desnudo, con el pelo rizado y brillante, los labios morados, como las uvitas de playa, que llevaba un cargamento de pescados. La canoa encalló en la puerta de la casa. El hombre luchó con sus remos, sudó, la lluvia lo lavó y otra vez sudó. De la canoa saltaron varios peces inquietos y nadaron en el corredor. Eran de color negro azabache con los ojos amarillos, como los granos de la mazorca. Idalia miró al suelo de tierra y escupió, restregó el escupitajo con la punta del zapato.

—Y ahora, ¿qué haces tú ahí de pie? —le recriminó Leonor.

—Nada, nada, solo estoy mirando la lluvia. Parece que no piensa detenerse nunca. A ver si escampa, esta lluvia es aburridora y tengo miedo.

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—Pues ven a sentarte, no sea que te parta un rayo a ti también.

—Espera, espera, ahora voy, estoy mirando.

—¡Carajo! No sé qué miras.

Idalia estaba absorta contemplando la hilera de peces que iluminaban el corredor con la luz que emanaba de sus ojos. El hombre negro logró desencallar y se fue remando a la velocidad del viento. Leonor se levantó nuevamente del mecedor y se puso al lado de Idalia. Se miraron con cara de extrañeza. Las dos se agarraron a los barrotes de la ventana. Sintieron sus alientos cálidos y encebollados. Fijaron sus miradas hacia la calle, la vieron mojada y limpia. El ambiente estaba fresco. El olor a tierra húmeda les despertó la nostalgia. Desde ese día, cuando llovía, se peleaban para asomarse por la ventana.

Por Verónica Bolaños

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