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                                                                                                                              Lo mágico y lo humano de Thomas Mann (III)

                                                                                                                              Por más de 12 años, Thomas Mann anduvo con dos frases de un lado hacia el otro, mientras se sentaba con una devoción absoluta a escribir La montaña mágica, que tituló como Der Zauberger.

                                                                                                                              Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              Editor de Cultura
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                                                                                                                              Foto: Ilustración: Nataly Londoño Laura

                                                                                                                              La primera era de Heine, “La alfombra gigante de su canción / dos veces cien mil versos”. La segunda, de Goethe, “El que no pueda acabar, eso te engrandece”. Para él, terminar la novela, como confesó en Relato de mi vida, “era un simple asunto de ética creadora, de obstinación, en el fondo. A mi parecer, el encarnizamiento con que durante tantos años me dediqué a aquel trabajo estaba demasiado condicionado por esa obstinación; esa creación me parece un placer demasiado privado y problemático como para que yo me atreva a esperar que muchas personas se interesen por ese residuo de mis extrañas mañanas”. La montaña mágica había tomado su propio camino. Era una condensación de las ideas y de sucesos en la vida de Mann, que se había alargado con el pasar de los años, y que lo llevó a concluir que podía saber cuándo comenzaba un libro, pero jamás cuándo lo terminaba.

                                                                                                                              Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.

                                                                                                                              La vida de Thomas Mann iba de éxito en éxito, o por lo menos, del éxito como la sociedad lo entendía. Él seguía pensando en su siguiente obra, atormentado por el problema de lo humano, y por asuntos triviales como dónde escribir.
                                                                                                                              Foto: Ilustración: Nataly Londoño Laura

                                                                                                                              La primera era de Heine, “La alfombra gigante de su canción / dos veces cien mil versos”. La segunda, de Goethe, “El que no pueda acabar, eso te engrandece”. Para él, terminar la novela, como confesó en Relato de mi vida, “era un simple asunto de ética creadora, de obstinación, en el fondo. A mi parecer, el encarnizamiento con que durante tantos años me dediqué a aquel trabajo estaba demasiado condicionado por esa obstinación; esa creación me parece un placer demasiado privado y problemático como para que yo me atreva a esperar que muchas personas se interesen por ese residuo de mis extrañas mañanas”. La montaña mágica había tomado su propio camino. Era una condensación de las ideas y de sucesos en la vida de Mann, que se había alargado con el pasar de los años, y que lo llevó a concluir que podía saber cuándo comenzaba un libro, pero jamás cuándo lo terminaba.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Le sugerimos leer Lo mágicamente humano de Thomas Mann (I)

                                                                                                                              Creía que su gran novela de mil doscientas páginas no iba a ser leída por casi nadie, y que muy pocos, si acaso cinco o diez, pagarían veinte marcos para comprarla. Alemania acababa de salir de una guerra, la primera Gran Guerra, y había sido derrotada, y más que derrotada, humillada. El país se había fracturado, y la antigua Alemania de los imperios se había terminado ante la abdicación al trono de Guillermo II y la aprobación de una nueva Constitución que fundó lo que la historia llamaría la República de Weimar. Todos los alemanes eran culpables de algo, pero a su vez, todos señalaban a los otros, y de tanto señalamiento y de tanta responsabilidad no admitida, surgieron las teorías de las “puñaladas por la espalda”, y las revoluciones y los paros y los asesinatos y el surgimiento de una derecha implacable, liderada por un simple cabo, Adolf Hitler.

                                                                                                                              Aún en aquellas condiciones, Der Zauberger se publicó, se vendió y se agotó, y el nombre de Thomas Mann fue elevado a la condición de inmortal, pese a las protestas de algunos de sus contradictores, entre ellos, su hermano mayor, Heinrich. Mann se había declarado profundamente nacionalista cuando estalló la guerra, en 1914. Su hermano se había opuesto a la expansión. Con el tiempo, se enfrascaron en una serie de batallas fratricidas por medio de sus textos. Uno, Thomas, acusaba al otro de ser “el literato de la civilización”. El otro, Heinrich, recogía el guante y respondía por escrito. Durante varios años, los primeros del Siglo XX, habían vivido juntos en Italia. Se habían nutrido mutuamente, entre conversaciones y lecturas, y por supuesto, a través de lo que escribían y publicaban. Pero llegaron la guerra y el absurdo y las posturas y las obligadas declaraciones.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Rompieron para siempre, aunque inmersos en su odio ignoraran que cada uno era parte del otro. “Una querella como la que hay entre nosotros ha de mantenerse con honor (...). Quizá, así, separados, seamos mucho más hermanos de lo que seríamos sentados juntos en la mesa de un festín”, le escribió Thomas Mann a un amigo en los primeros meses de 1920. Cuando se volvieron a ver, en 1936, se unieron en contra del nazismo, impulsados por los hijos de Thomas, Klaus y Érika Mann. Pese a sus disputas, o por ellas, ninguno de los dos vio venir la ola de tendencias, posturas y acciones de ultraderecha que se gestaba en Alemania pasado el Pacto de Versalles, y en los años 20, cuando apareció La montaña mágica, sus vidas y sus opiniones pasaban más por el vanguardismo del uno, Heinrich, y por el clasicismo del otro, Thomas, que por la política.

                                                                                                                              Si le interesa leer más de Cultura, le sugerimos: Lo mágico y lo humano de Thomas Mann (II)

                                                                                                                              “Los problemas de La montaña mágica no eran, por su propia naturaleza, apropiados para la masa -escribiría Mann-, pero a las personas cultas les parecieron problemas candentes, y la indigencia general había proporcionado a la receptividad del gran público aquella exacta ‘exaltación’ alquimista que había constituido la auténtica aventura del pequeño Hans Castorp. Sí, ciertamente, el lector alemán se reconocía de nuevo en el sencillo pero ‘pícaro’ protagonista de la novela; podía y quería seguirle”. Desde el 24 hasta el 28, poco antes de que explotara la Gran Depresión, la novela de Mann se había editado cien veces y había sido traducida a varios idiomas. André Gide le había enviado una carta a Mann en la que le decía que llevaba varias semanas ocupado con su libro, y que haría hasta lo imposible para que se publicara en Francia.

                                                                                                                              Su vida iba de éxito en éxito, o por lo menos, del éxito como la sociedad lo entendía. Él seguía pensando en su siguiente obra, atormentado por el problema de lo humano, y por asuntos triviales como dónde escribir. Cuando recibió el Nobel, a finales de 1925, dijo que de alguna manera sabía que se lo iban a conceder, pues desde la publicación de Los Buddembrook los rumores iban en esa dirección, pero que se necesitaba una obra más extensa para que decidieran darle el premio. Habló del “brillo equívoco del éxito”, del peligro de creerse inmortal, de tomárselo con tranquilidad y de la alegría, al mismo tempo, que significaba estar en una lista al lado de Hamsun, Mommsen, y Hauptmann, por ejemplo, “mas para templar esa ensoñadora exaltación es muy adecuado pensar en los que ‘no’ han recibido el premio”.

                                                                                                                              Aclaró que el dinero del premio lo había arrojado a una realidad económica y social muy particular. “Lo que enerva -escribió- es el hecho de que habiendo entrado de un modo totalmente público en posesión de una suma de dinero tal como la que muchos industriales dilapidan cada año sin llamar por ello la atención, uno se encuentra de repente enfrentado cara a cara con toda la miseria del mundo, la cual, espoleada por las cifras, asedia en incontables formas y variaciones la conciencia moral del afortunado beneficiado. El acento de exigencia, la expresión con que una necesidad de mil cabezas alarga sus manos hacia ese dinero, proclamado ante todo el mundo, posee un carácter un tanto amenazador y odiosamente demoníaco que no es para describir. Y así uno tiene que elegir entre representar el papel del hombre ‘endurecido por Mammón’ o el del infeliz que dilapida para nada una suma destinada a otros fines”.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Le sugerimos leer Una aproximación a la idea del amor desde Soren Kierkegaard y Octavio Paz

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Su hija Érika escribiría más de treinta años después, ya fallecido Thomas Mann, que su padre se había caracterizado por la modestia, la bondad y el humor, y aclaraba que esas tres características parecían poco para un hombre que había vivido y escrito, viajado y hablado tanto. Al fin y al cabo, se trataba de un hombre que había representado el ser alemán y a los alemanes durante más de 50 años, y que había dicho al huir de su país hacia Estados Unidos en los tiempos del nazismo que donde estuviera él, estaría Alemania. Thomas Mann había pasado del imperio y el káiser, a la república, la revolución y el socialismo, y de ahí había tenido que soportar, padecer la dictadura de Hitler, con todas sus atrocidades, hasta que pudo celebrar que la noche más larga y más negra y más sangrienta del Siglo XX había concluido.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              “En lo que se refiere al humor -escribió Érika Mann-, sin duda no hay un solo libro suyo en que este no sea perceptible. Incluso su obra más sombría, Doktor Faustus, posee humor a manos llenas (…). Su modestia he intentado probarla con una serie de ejemplos, que podría aumentar ‘ad infinitum’. No lo haré, pero repito que se puede querer llegar muy alto y seguir siendo, sin embargo, muy modesto. ¿Y la bondad de Thomas Mann? (…). Creía en la bondad aunque -o más bien, porque- ‘puede subsistir sin fe y ser realmente el producto de la duda’ (…). Amaba a los hombres y mereció sin duda lo que Hermann Hesse dijo de él cuando murió: 'Con profundo dolor -se despedía Hesse- del querido amigo y gran compañero, del maestro de la prosa alemana, de un hombre muy mal conocido, a pesar de todos los honores y todos los éxitos. El corazón, la fidelidad, la responsabilidad y la capacidad amorosa que se escondían dentro de su ironía y su virtuosismo, y que durante decenios el gran público alemán no comprendió, eso es lo que mantendrá vivos su obra y su recuerdo, mucho más allá de nuestra confusa época”.

                                                                                                                              Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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