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En ese recorrido, nos bombardearon con periódicos que defendían sólo una postura, la de la eterna oligarquía, y con una televisión, sólo una pese a sus múltiples canales, que arrojaba chismes, insulsos realities, engolosinados amores, noticias amañadas y la promesa de que la felicidad podría comprarse. Nos acostumbramos a tener en vez de ser, “amigo cuánto tienes cuánto vales”, como cantaba Jorge Villamil.
Nos acostumbraron a vivir según antiguos preceptos y no nos dimos cuenta. Luego, ya inmersos en esa vorágine de reglas impuestas, de dogmas, absolutos, mentiras y ajenas conveniencias, lo permitimos. Fue más fácil acostumbrarnos que rebelarnos, y preferimos la imposición, seguir las viejas tradiciones, las herencias, a decidir sobre nosotros mismos. Creímos que si obedecíamos tendríamos una recompensa, y preferimos que nos dictaran el bien y el mal, en lugar de debatir ese bien y ese mal y concluir que no hay Bien ni Mal en mayúsculas. Era más complejo, más difícil desgarrarnos y descubrir nuestro propio camino. No tuvimos la valentía de enfrentar ese dolor.
Nos acostumbramos a la indolencia, a no concebir la vida como sagrada, a pasar de largo si veíamos un cuerpo echado en el pasto, a pisotear, a hundir, a hacer de la competencia un culto, a callar ante las imbecilidades de algunos para no caer en el conflicto y a considerar que el conflicto era una invitación a sacar las pistolas. Nos acostumbraron a pensar sólo si ese pensamiento era redituable, a estigmatizar a los místicos como locos, a los trascendentales como mamertos, a los religiosos como fanáticos, a los estudiosos como aburridos y a los rebeldes como resentidos para eliminar la posibilidad de que tuvieran algo de razón. Y lo permitimos y lo multiplicamos.