Esta obra está dedicada a su Alteza Real,
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
el príncipe regente, con el permiso de su Alteza Real
y con el mayor respeto por parte de su fiel, obediente
y humilde servidora, LA AUTORA.
1.
Emma Woodhouse, bella, inteligente y rica, con un hogar agradable y un temperamento feliz, parecía reunir muchas de las mejores bendiciones de la vida; llevaba viviendo cerca de veintiún años en este mundo sin nada apenas que la agitara o la molestara.
Era la menor de las dos hijas de un padre cariñoso y tolerante, y, a consecuencia del matrimonio de su hermana, llevaba mucho tiempo como señora de la casa de su padre. La madre había muerto también hacía demasiado tiempo como para que ella conservara más que un confuso recuerdo de sus caricias: su lugar había sido ocupado por una institutriz, mujer excelente, a quien le faltaba muy poco del cariño de una madre.
Dieciséis años llevaba la señorita Taylor en la familia del señor Woodhouse, menos como institutriz que como amiga, muy encariñada con las dos hijas, pero especialmente con Emma. Entre ellas había más bien la intimidad de unas hermanas. Aun antes de que la señorita Taylor dejara de ejercer el cargo nominal de institutriz, la bondad de su carácter apenas le consentía imponer ninguna restricción; y ahora que su sombra de autoridad había acabado hacía mucho, vivían juntas como amigas muy unidas, haciendo Emma lo que se le antojaba, con una elevada estimación del juicio de la señorita Taylor, pero guiándose principalmente por el suyo.
En efecto, los verdaderos males de la situación de Emma eran su capacidad de imponer demasiado su voluntad, y su tendencia a pensar demasiado bien de sí misma; esos eran los inconvenientes que amenazaban teñir sus muchas buenas cualidades. Sin embargo, ese peligro era en ese momento tan poco advertido, que de ningún modo tales cosas alcanzaban en ella categoría de desgracias.
Una tristeza sobrevino, una amable tristeza, pero de ningún modo en forma desagradable: la señorita Taylor se casó. La pérdida de la señorita Taylor fue lo primero que le producía dolor. Fue en el día de la boda de esa querida amiga la primera vez que Emma se quedó sentada con tristes reflexiones de larga duración. Pasada la boda y habiéndose ido los invitados de la novia, su padre y ella se quedaron solos para comer, sin perspectiva de nadie más que animara una larga velada. Su padre se preparó para dormir después de la comida, como de costumbre, y a ella no le quedó sino estarse sentada pensando en lo que había perdido.
El acontecimiento prometía toda clase de felicidades para su amiga. El señor Weston era un hombre de carácter irreprochable, suficiente fortuna, edad apropiada y modales agradables; y había cierta satisfacción en considerar con qué abnegada y generosa amistad Emma había deseado siempre y estimulado esa unión; pero fue para ella una mañana negra. La falta de la señorita Taylor se sentiría a cada hora de cada día. Emma recordaba sus pasadas bondades, la amabilidad, el cariño de dieciséis años, cómo le había enseñado y cómo había jugado con ella desde sus cinco años, cómo había dedicado toda su capacidad a unirse a ella y a entretenerla, cuando estaba buena, y cómo la había cuidado en las diversas enfermedades de la niñez. Una amplia deuda de gratitud quedaba ahí como saldo, pero el trato de los últimos siete años, el pie de igualdad y la absoluta falta de reservas que se había establecido muy poco después de la boda de Isabella, al quedarse solas la una para la otra, era un recuerdo aún más querido y más tierno. Había sido una amiga y una compañera como se tenían pocas, inteligente, bien informada, útil, amable, conocedora de las costumbres de la familia, interesada en todos sus asuntos, y especialmente interesada en ella, en todos los placeres y proyectos de Emma; alguien con quien ella podía expresar todos sus pensamientos tal como surgían, y que tenía tanto cariño por ella que jamás la encontraría en falta.
¿Cómo iba a soportar el cambio? Es verdad que su amiga iba a estar solo a media milla de ellos, pero Emma se daba cuenta de que debía de ser grande la diferencia entre una señora Weston a solo media milla de ellos, y una señorita Taylor en la casa; y aun con todas sus cualidades, naturales y cultivadas, estaba en gran peligro de sufrir de soledad intelectual. Quería mucho a su padre, pero él no era un compañero para ella. No podía estar a su nivel en la conversación, ni razonable ni en broma.
El inconveniente de la diferencia efectiva de sus edades (y el señor Woodhouse no se había casado pronto) se aumentaba mucho por su carácter y costumbres; pues habiendo estado delicado de salud toda su vida, sin actividad mental ni corporal, era un hombre mucho más viejo de maneras que de años, y aunque le querían en todas partes, por la amabilidad de su corazón y su temperamento amigable, sus talentos no le podrían haber servido de recomendación en ningún momento.
La hermana de Emma, aunque relativamente poco alejada por su matrimonio, al establecerse en Londres, solo a dieciséis millas, estaba, con mucho, más allá de su alcance cotidiano; y habría que luchar en Hartfield con muchas largas veladas de octubre y noviembre antes que la Navidad trajera la próxima visita de Isabella con su marido y sus niñitos: para llenar la casa y volverle a dar compañía agradable.
Highbury, la amplia y populosa aldea, casi un pueblo, a que pertenecía realmente Hartfield a pesar de la separación de sus prados y sus arbustos y su nombre, no le ofrecía nadie de su categoría. Los Woodhouse eran allí los primeros en importancia. Todos les miraban de abajo arriba. Tenían muchos conocidos en el lugar, pues su padre era cortés con todo el mundo, pero nadie entre ellos que pudiera ser aceptado en lugar de la señorita Taylor ni por medio día. Era un cambio melancólico, y Emma no podía menos de suspirar por ello y desear cosas imposibles, hasta que su padre despertó, haciendo necesario estar de buen humor. El ánimo de él necesitaba apoyo. Era un hombre nervioso, fácilmente deprimido; aficionado a todas las personas a quienes estuviera acostumbrado, y detestando separarse de ellas; enemigo de toda clase de cambios. El matrimonio, como origen de cambios, le era siempre desagradable; no se había reconciliado de ningún modo con que su propia hija se hubiera casado, ni podía hablar nunca de ella sino con compasión, aunque había sido un matrimonio por amor; y ahora estaba obligado a separarse también de la señorita Taylor; y por sus costumbres de amable egoísmo y de no suponer nunca que los demás pudieran sentir algo diferente que él mismo, estaba muy dispuesto a creer que la señorita Taylor había hecho algo tan desgraciado para ella misma como para ellos, y habría sido mucho más feliz si hubiera pasado el resto de su vida en Hartfield. Emma sonrió y charló tan animadamente como pudo para evitarle tales pensamientos, pero, cuando llegó el té, le fue imposible a él no decir exactamente lo mismo que había dicho en la comida:
—¡Pobre señorita Taylor! Ojalá estuviera aquí otra vez. ¡Qué lástima que el señor Weston pensara jamás en ella!
—No puedo estar de acuerdo contigo, papá; ya sabes que no. El señor Weston es un hombre de tan buen humor, tan agradable y excelente que merece de sobra una buena esposa, y ¿querrías que la señorita Taylor hubiera vivido con nosotros para siempre, aguantando todos mis malos humores, cuando podía tener una casa propia?
—¡Una casa propia!, pero ¿dónde está la ventaja de una casa propia? Esta es tres veces mayor. Y tú nunca tienes malos humores, querida mía.
—¡Cuántas veces iremos a verles y ellos vendrán a vernos! ¡Siempre nos estaremos reuniendo! Tenemos que empezar, tenemos que ir muy pronto a hacerles la visita de después de la boda.
—Querida mía, ¿cómo voy a ir yo tan lejos? Randalls está a una buena distancia. Yo no podría andar ni la mitad.
—No, papá, nadie ha pensado que fueras andando. Tenemos que ir en el coche, claro.
—¡El coche! Pero a James no le gustará enganchar los caballos para tan poco camino, ¿y dónde van a estar los pobres caballos mientras hacemos nuestra visita?
—Los pondrán en la cuadra del señor Weston, papá. Ya sabes que eso lo hemos decidido ya. Lo hemos hablado anoche con el señor Weston. Y en cuanto a James, puedes estar muy seguro de que le gustará siempre ir a Randalls, porque su hija está allí de criada. Lo único que dudo es que nos quiera llevar nunca a otra parte. Eso lo hiciste tú, papá. Tú le buscaste a Hannah ese buen sitio. Nadie se acordó de Hannah hasta que tú la recordaste. ¡James te está tan agradecido!
—Me alegro mucho de haber pensado en ella. Fue una gran suerte, porque no me gustaría que el pobre James pensara de ningún modo que se le tenía en menos; y estoy seguro de que ella hará una criada muy buena; es una chica bien educada y bien hablada; tengo muy buena opinión de ella. Siempre que la veo, me hace una reverencia y me pregunta qué tal estoy, de un modo muy bonito; y cuando la llamaste aquí para que hiciera labor, me fijé en que da vuelta al pestillo de la puerta como es debido, sin dar nunca un portazo. Estoy seguro de que hará una criada excelente; y será un gran consuelo para la pobre señorita Taylor tener alrededor a alguien que esté acostumbrada a ver. Siempre que vaya James a ver a su hija, ya sabes, ella tendrá noticias nuestras. Él le podrá decir cómo estamos todos.
Emma no ahorró esfuerzos para mantener ese rumbo más feliz de ideas, y sintió esperanzas, con ayuda del juego del chaquete, de hacer que su padre superara decentemente la velada, sin ser atacada por más tristes sentimientos que los suyos propios. Se puso la mesa del chaquete, pero inmediatamente después entró un visitante y lo hizo innecesario.
El señor Knightley, hombre muy sensato, de unos treinta y siete o treinta y ocho años, era no solo un amigo muy antiguo y muy íntimo de la familia, sino especialmente relacionado con ella por ser el hermano mayor del marido de Isabella. Vivía como a una milla de Highbury, venía a menudo de visita y siempre era bienvenido, y esta vez más que de costumbre, por venir derecho de ver a sus comunes familiares de Londres. Había comido tarde, después de regresar tras unos días de ausencia, y ahora había llegado a pie hasta Hartfield a contar que todos estaban bien en Brunswick Square. Era una circunstancia feliz y animó al señor Woodhouse durante algún tiempo. El señor Knightley tenía unos modales de buen humor que le sentaban muy bien, y las muchas preguntas sobre la «pobre Isabella» y los niños obtuvieron respuestas muy satisfactorias. Esto terminado, el señor Woodhouse observó, con gratitud:
—Es mucha bondad suya, señor Knightley, venir tan tarde a visitarnos. Me temo que ha debido de tener un paseo desagradable.
—Nada de eso, señor Woodhouse. Hace una hermosa noche de luna, y tan templada que me tengo que apartar de su gran fuego.
—Pero ha debido de encontrarlo todo muy húmedo y embarrado. Ojalá no se haya resfriado.
—¡Embarrado! Mire mis zapatos. Ni una mota hay en ellos.
—¡Bueno!, es sorprendente, porque hemos tenido mucha lluvia aquí. Ha llovido terriblemente fuerte durante media hora, mientras estábamos desayunando. Yo quería que aplazaran la boda.
—A propósito… no les he felicitado a ustedes. Dándome mucha cuenta de qué clase de alegría deben de sentir los dos, no he sentido mucha prisa en felicitarles. Pero espero que todo haya salido bastante bien. ¿Cómo se portaron todos ustedes? ¿Quién lloró más?
—¡Ah! ¡Esa pobre señorita Taylor! Es un triste asunto.
—Pobres señor y señorita Woodhouse, si no les parece mal, pero de ningún modo puedo decir «pobre señorita Taylor». Siento una gran estimación por usted y por Emma, pero ¡cuando se trata de la cuestión de la dependencia o la independencia! En todo caso, debe de ser mejor tener solo uno a quien complacer, que dos.
—¡Especialmente cuando uno de esos dos es un ser tan caprichoso y enredoso! —dijo Emma, en tono de broma—. En eso es en lo que piensa, ya lo sé… y eso es lo que diría sin duda si no estuviera mi padre delante.
—Creo que es verdad, querida mía, en efecto —dijo el señor Woodhouse con un suspiro—. Me temo que a veces soy muy caprichoso y enredoso.
—¡Pero, queridísimo papá! No pensarás que me pudiera referir a ti, ni suponer que el señor Knightley se refiriera a ti. ¡Oh, no! Solo me refería a mí misma. Al señor Knightley le encanta encontrarme defectos, ya lo sabes, en broma… es todo una broma. Siempre nos decimos lo que se nos antoja.
El señor Knightley, en efecto, era una de las pocas personas que podía encontrar defectos en Emma Woodhouse, y el único que se los decía alguna vez; y aunque eso no le era especialmente agradable a Emma, sabía que lo había de ser todavía menos a su padre, por lo que no le dejaría sospechar realmente cosa tal como que ella no fuera considerada perfecta por todo el mundo.
—Emma sabe que nunca la adulo —dijo el señor Knightley—, pero no decía nada contra nadie. La señorita Taylor estaba acostumbrada a tener dos personas a quienes complacer: ahora no tendrá más que una. Lo probable es que haya de ganar con eso.
—Bueno —dijo Emma, queriendo dejarlo correr—; usted quiere oír hablar de la boda, y me encantará contárselo, porque todos nos portamos de un modo encantador. Todo el mundo fue muy puntual, todo el mundo con el mejor aspecto. Ni se vio una lágrima, ni una cara larga. ¡Ah, no!, todos nos dábamos cuenta de que íbamos a estar solo a media milla de distancia, y estábamos seguros de vernos todos los días.
—Mi querida Emma lo soporta todo muy bien —dijo el padre—. Pero, señor Knightley, la verdad es que siente mucho perder a la pobre señorita Taylor, y estoy seguro de que la echará de menos más de lo que se imagina.
Emma volvió la cabeza, dividida entre lágrimas y sonrisas.
—Es imposible que Emma no eche de menos a tal compañera —dijo el señor Knightley—. No la querríamos todos tanto como la queremos, señor Woodhouse, si pensáramos otra cosa. Pero ella sabe qué ventajoso es este matrimonio para la señorita Taylor; sabe qué aceptable tiene que ser, a la edad de la señorita Taylor, establecerse en una casa propia, y qué importante asegurarse una situación cómoda, así que no puede permitirse sentir tanto dolor como placer. Todos los amigos de la señorita Taylor debemos alegrarnos de verla tan felizmente casada.
—Y se olvida un motivo de alegría para mí —dijo Emma— y muy importante: que ese casamiento lo he hecho yo misma. Yo hice ese casamiento, ya lo sabe, hace cuatro años; y el que haya tenido lugar, y se vea que tenía razón, cuando tanta gente decía que el señor Weston no se volvería a casar nunca, puede consolarme de cualquier cosa.
El señor Knightley la miró y movió la cabeza. Su padre respondió cariñosamente:
—¡Ah, querida mía! Me gustaría que no hicieras casamientos ni predijeras cosas, porque todo lo que dices llega a suceder. Por favor, no vuelvas a hacer casamientos.
—Te prometo no hacer ninguno para mí misma, papá; pero tengo que hacerlo, de veras, para otros. ¡Es lo más divertido del mundo! ¡Y después de tal éxito, ya sabes! Todo el mundo decía que el señor Weston no se volvería a casar nunca. ¡Vaya que no! El señor Weston, que llevaba tanto tiempo viudo, y que parecía tan completamente a gusto sin mujer, tan continuamente ocupado con sus asuntos en la ciudad o con sus amigos aquí, siempre bien recibido dondequiera que fuese, siempre de buen humor; el señor Weston no tenía que quedarse solo ni una sola velada al año, si no le parecía bien. ¡Ah, no! El señor Weston, por supuesto, no se volvería a casar. Algunos incluso hablaban de una promesa a su mujer en el lecho de muerte, y otros de que su hijo y su tío no le dejaban. Se han dicho toda clase de tonterías sobre el tema, pero yo nunca me creí nada de eso. Desde el mismo día (hace unos cuatro años) en que la señorita Taylor y yo nos lo encontramos en Broadway Lane, cuando, porque empezaba a lloviznar, salió disparado y con mucha galantería le pidió prestados dos paraguas al granjero Mitchell para las dos, yo tomé mi decisión sobre el tema. Desde ese momento planeé el casamiento, y después que he encontrado tal éxito en este caso, querido papá, no puedes imaginar que vaya a abandonar lo de hacer casamientos.
—No comprendo a qué llama «éxito» —dijo el señor Knightley—. El éxito supone esfuerzo. Usted ha empleado el tiempo de un modo muy propio y delicado si lleva estos cuatro años esforzándose en este casamiento. ¡Una manera muy digna de emplearse el ánimo de una señorita! Pero si, lo que más bien me imagino yo, solo quiere decir que lo proyectara, que se dijera a sí misma un día de ocio: «Creo que sería muy bueno para la señorita Taylor si el señor Weston se casara con ella», y volvérselo a decir de vez en cuando desde entonces, ¿por qué habla de éxito?, ¿dónde está su mérito?, ¿de qué está orgullosa? Usted hizo una suposición acertada, y eso es todo lo que se puede decir.
—¿Y ha conocido usted el placer y el triunfo de una suposición acertada? Le compadezco. Le creía más listo… porque, puede estar seguro de ello, una suposición acertada nunca es pura suerte. Y en cuanto a mi pobre palabra «éxito», que tanto discute, no sé que me falten tan completamente los títulos para ella. Usted ha trazado dos bonitos cuadros, pero creo que puede haber un tercero, algo entre el que no hace nada y el que lo hace todo. Si yo no hubiera estimulado las visitas del señor Weston aquí, y no le hubiera animado de muchas pequeñas maneras, y no hubiera suavizado muchos asuntillos, quizá no habría llegado esto a nada después de todo. Creo que debe conocer Hartfield lo suficiente como para comprenderlo.
—A un hombre recto y franco como Weston y una mujer razonable y sin afectaciones, como la señorita Taylor, quizá se les puede dejar solos tranquilamente para que arreglen sus asuntos. Es probable quizá que usted se haya hecho más daño a usted misma que bien a ellos, por la interferencia.
—Emma nunca se acuerda de sí misma cuando puede hacer bien a los demás —replicó el señor Woodhouse, entendiendo solo a medias—. Pero, querida mía, te ruego que no hagas casamientos, son una cosa tonta, y le rompen a uno el círculo de familia lamentablemente.
—Solo uno más, papá; solo el señor Elton. ¡Pobre señor Elton! Tú quieres al señor Elton, papá; tengo que buscarle por ahí una mujer. No hay nadie en Highbury que le merezca, y lleva aquí un año entero, y ha arreglado su casa tan cómoda que sería una vergüenza dejarle solo más tiempo… y yo pensaba, cuando les unía las manos hoy, que tenía cara de que le gustaría que le hicieran eso mismo a él. Tengo muy buena opinión del señor Elton, y esa es la única manera de hacerle un favor.
—El señor Elton es un joven muy bien parecido, desde luego, y un joven excelente, y siento gran consideración hacia él. Pero si quieres tener una atención con él, querida mía, invítale a que venga a comer con nosotros algún día. Eso será mucho mejor. Estoy seguro de que el señor Knightley tendrá la bondad de venir a conocerle.
—Con mucho gusto, señor Woodhouse, en cualquier momento —dijo el señor Knightley riendo—, y estoy completamente de acuerdo con usted en que será mucho mejor. Invítele a comer, Emma, y sírvale el mejor pescado y el mejor pollo, pero déjele que se busque él mismo su propia mujer. Puede estar segura, un hombre de veintisiete años sabe cuidarse de sí mismo.
* Jane Austen nació en la rectoría de Steventon, al noreste de Hampshire, el 16 de diciembre de 1775. Séptima hija del reverendo George Austen y de Cassandra Leigh, Jane Austen fue una destacada novelista británica que, gracias a su gran habilidad para retratar a la sociedad en la que vivió, es considerada como uno de los clásicos de la literatura inglesa. Las novelas de Jane Austen son un reflejo de la nobleza rural inglesa de la época; gracias a su ironía e ingenio y a lo atractivo de su narrativa, se mantienen como un referente de la literatura universal. Su obra ha sido adaptada al cine, al teatro y a la televisión en numerosas ocasiones. Durante la década de 1790 escribió los primeros borradores de sus exitosas novelas Sentido y sensibilidad, La abadía de Northanger y Orgullo y prejuicio, inspiradas en el color local de Kent y Bath. Entre 1810 y 1817 verían la luz Emma, Mansfield Park y Persuasión. Austen falleció en 1817 en Winchester.