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Los cuentos de Humberto de La Calle Lombana sobre Séfora Bedoya Guachucal

Fragmento de “Muertes y muertecitas”, relatos de ficción publicados por Ediciones B. Según el exvicepresidente colombiano, es “una colección de muertes absurdas e inverosímiles, basada en hechos de la vida real”.

Humberto de La Calle Lombana * / Especial para El Espectador

17 de febrero de 2025 - 11:00 a. m.
El excongresista Humberto de La Calle Lombana ha publicado libros de no ficción como "Revelaciones al final de una guerra" (Debate, 2019) y "Memorias dispersas" (Debate, 2021). También, la novela "La inverosímil muerte de Hércules Pretorius" (Ediciones B, 2023).
Foto: EFE - Mauricio Dueñas Castañeda
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El fatal encuentro de Séfora y la lora

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Esta historia imaginaria ha tomado elementos de la realidad, en particular el recuento de la muerte de Séfora Bedoya Guachucal. Sus tempestades interiores no fueron conocidas por el autor. No obstante, en memoria de Séfora y, por respeto a su tragedia y a la de su familia, todos los nombres, lugares e indicios han sido encubiertos con una pátina de ficción.

Capitulito 1

Eran los confines de la ciudad. Luego de las casitas de ladrillo a la vista (por falta de plata, no porque se vieran más chic; esto vino después) había un vasto herbazal de pastos silvestres. Un verdor que prestaba a la vista y la imaginación de estos chiquillos el servicio del remoto y apenas conjeturado mar. Chiquillos que desfloraban sus días con una parsimonia que, a veces, los convertía en agobiantes secuencias amodorradas, rebeladas contra la camisa de fuerza de las clásicas veinticuatro horas. Esos días sonaban como la mosca mansita embobada por el sol de las dos de la tarde, que, en su enorme desgano, ni siquiera zapoteaba los restos del dulce de leche y apenas se movía unos centímetros para escapar del manotazo, también perezoso, que alguno de los comensales le aplicaba sin éxito.

Y como venas misteriosas, largos socavones traspasaban el paraje. Las llamaban cuevas, aunque en verdad no lo eran, porque las hendiduras fueron hechas a cielo abierto, salvo por la enramada natural que proporcionaban las chilcas y los helechos, además de uno que otro geranio. Cuevas así bautizadas para ensanchar el misterio. Se decía que habían sido construidas por los liberales poco antes de ser derrotados por los godos al mando de Mascachochas, precisamente en el espinazo de la ciudad inverosímil agarrada con las manos crispadas al filo ominoso de la geología. La derrota, con algo de fortuna, terminó con un tratado. La llamada batalla de la esponsión se libró en esos andurriales. Pero no valió el tratado. La ciudad de todos modos selló sus puertas por dentro y con doble llave y nunca dejó de ser realmente un convento de doscientas mil, trescientas mil almas (almas, no personas), dirigido por la férula del periódico local, el arzobispo y una autoridad civil enmudecida.

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Cuando empezaban las vacaciones escolares, ya las cuevas eran marañas casi infranqueables. Los chiquillos entonces sacaban los machetes domésticos y desmatonaban durante quince, veinte días, con la alucinación inflamada de ser parte de las huestes revoltosas.

Como el barrio estaba poblado por refugiados de la Violencia, o mejor, de las violencias, porque allí coexistían desplazados de Anserma, del Norte del Valle, del Quindío, de Manzanares, de Santa Rosa, en fin, de los fatídicos cuatro puntos de la rosa de los vientos, a ninguno de estos niños le interesaba si Mascachochas era el godo y Braulio Henao el liberal. Podía ser al revés. Lo importante era desbrozar las cuevas y llegar a la más lejana, esta sí cueva de verdad, más oscura que la mirada a las cinco de la mañana por el hueco negro de la teta de una vaca negra a la entrada de un negro túnel. Cada que se filtraba un rayito, los niños se estremecían al ver centenas de murciélagos durmiendo boca abajo, prendidos de sus garras, cagando toda la noche.

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Bueno. Eso de las batallas no importa. El doctor Orozco decía que Mascachochas era un hijoputa porque, ya firmado el tratado, la esponsión, se sentó con Braulio Henao, su rival, a fumar un cigarro santandereano en una piedra de maní, y le preguntó:

—Oíste vos, ¿cuántos hombres tenías en filas?

—Mil trescientos —dijo Braulio.

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—No me jodas. ¿Solo mil trescientos? De haber sabido, me hubiera tomado el pueblo.

Henao le replicó:

—Bájese de esa nube. Éramos mil trescientos antioqueños de pelo en pecho y remolino en culo, dispuestos a morir.

—No me impresiona, Henao. Usted lo dice porque amaba a su tropa. Yo tenía cuatro mil putos negros, cuya vida me valía verga. Los podía sacrificar a todos.

Por eso mismo, a los pequeños en vacaciones no les importaba para nada la leyenda detrás de la leyenda y quizás de otra leyenda, y así en un juego de espejos (porque la verdad no se conoce nunca, ni interesa).

Los chiquitos buscaban afanosamente otra verdad. La que sí importaba.

—Es que oí a mi tía decir que las mujeres tenían un roto y que por ahí salían los niños.

—¡Qué va, hombre! Qué roto ni qué pan caliente. Ese es el ombligo. Los niños los hacen en otra parte y los papás los reciben.

—¿En otra parte? ¿Y cómo llegan, si no saben caminar? Será mejor preguntarle al cura de la ermita de Jesús Nazareno. Él nos puede explicar.

—Qué va, hombre. Si le preguntamos nos manda pa’l carajo, nos pone una penitencia, nos dirá que esos no son temas de niños y que, si volvemos con ese cuentico, les contará a nuestros padres.

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Casi siempre, a las cinco de la tarde, pasa una muchachita que le lleva el portacomidas a su padre, que es celador de la bomba Los Libertadores. Viene de una casita al lado de la cueva del Ángel. Por un caminito. Lo mejor, pensó uno de los chicos, es cogerla y empelotarla. Y miramos si lo del hueco es verdad. Dicho y hecho.

Séfora, del susto, regó la sobremesa y se puso toda temblorosa.

—No tiemble, mamita. No le vamos a hacer nada. Es apenas para ver el hueco —le dijo uno de los pelafustanes.

Mientras uno la agarraba de las piernas, el otro la apercuelló y comenzó a levantarle la batica.

—Déjese bajar los calzones y la soltamos ahí mismo.

Cuando se oyó un ruido en la maleza, los chicos salieron corriendo. Séfora, aterrada, no sabía cuál era su angustia principal: si el fallido abuso o la explicación que le debía dar a su padre sobre la pérdida de la aguapanela con leche. Pero contarle el atropello, jamás. Él diría que era su culpa.

“Quién sabe, muérgana, qué les estaría mostrando a esos culicagados. ¿Cuántas veces le he dicho que cada rato usted se deja ver los calzones? Servirá pa puta”, diría.

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Todo esto se quedó ahí, hibernando, en algún remoto paraje de su cerebro. Pero hibernación no era quietud. Como las amebas, las angustias mezcladas de aquella tarde siguieron trabajando por años. Carcomían y carcomían. Hacían daño, pero Séfora, entretenida en el vestido rosado de la muñeca, flotaba sobre el oleaje. A veces sí aparecía un fulgor malévolo, un recuerdo insidioso. ¿Cuál hueco? ¿Y los niños salen por ahí? ¿Tendrá que ver con esa cosquillita que siento cuando me deslizo en el barandal? El gusanillo. El fantasma del placer.

Capitulito 2

Aún no caía la tarde. No del todo. A Séfora le llamó la atención que uno de los muchachos tenía ahí la linterna. En el bolsillo de su pantalón de baño. Seguramente, pensó, la guardaba en ese sitio por si anochecía al salir de la quebrada donde, en medio de la risa y el jolgorio, tomaban un baño. Muy práctico, pero se le va a dañar. ¿Ahí? ¿Qué quiere decir ahí? Séfora prefirió desviar la vista. Pero en la madrugada se despertó sudando. La camisa de la piyama estaba empapada. Durante el sueño, la vieja ameba de la cueva del Ángel abrió su membrana y el recuerdo comenzó un proceso de invasión. Se montó en las pequeñas hormonas que ya circulaban por su sangre. Pero era apenas un territorio ignoto. Séfora no sabía muy bien si esto tenía algo que ver con la otra noche, cuando también se despertó y oyó gemir a su padre mientras el camastro rechinaba. Su madre decía, cuidado que la niña se da cuenta. El padre bufaba. Séfora pensó que su padre agonizaba. Pero no quedaba del todo convencida. Pronto, su madre dijo, ya, ya. Como si fuera una pequeña muerte, Séfora la imaginó derrengada en la oscuridad. Alguna rara enfermedad, pensó Séfora. Pero sabía que era mentira. Porque la inquietud en el hueco le mostraba que ese misterio no se explicaba solo con la lectura de un vademécum. Y que cuando se deslizaba en el pasamanos, la culpa no era del pasamanos. Era ahí, ahí, un gusanillo en el punto, donde sentía un cierto desasosiego inexplicable. Y, también, indefinible.

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Luego del baño, se fueron donde Fernando, el carpintero, a tomar algo. Los hombres desafiaban la prohibición impartida en casa y pedían una cervecita, amigo. Las muchachas solo gaseosa. Pero, entre tanto, bailoteaban en el fondo de la carpintería, donde había un pequeño rellano con varias sillas de mimbre destartaladas. Bailoteaban era un decir. Más bien hacían pequeñas contorsiones rítmicas siguiendo con sus curvas la melodía. Sin cambiar de sitio. Y sin parejo al frente. Era como una especie de ímpetu místico. Un nirvana. Si se adelantara el reloj varias décadas, podría corresponder a una traba de marihuana o al efecto del éxtasis. Pero a la tercera cerveza, alguno de los muchachos vencía la timidez y se incorporaba suavemente en el corrillo de las danzantes. Era en ese momento cuando Fernando, el carpintero, con la mira puesta en sus ganancias, en el PyG (si es que la tienducha desprolija podía calificar para una sigla de tanta alcurnia), cambiaba la música por un bolerito. Pero no bolero de tambora y guacharaca, sino algo suave, como Los Panchos o Alfredo Sadel. Bésame tú a mí, bésame igual que mi boca te besó, dame el frenesí que mi locura te dio. Era el momento obligado para escoger pareja y, aprovechando las curvas del favor, deslizar la mano abierta en la espalda y apretar a profundidad, con los riñones, de modo que, al final de cada oscilación, el falo podía rozar, por un instante, la zona geográfica de la anatomía donde, quizás, debía estar el hueco. O por ahí cerca.

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Séfora sintió un cosquilleo en el estómago, pensó en la imagen de su padre enfurecido, pero no se resistió a la invitación a bailar… y apretar.

En la noche, la comezón de las tres de la mañana apareció con mayor vehemencia. Pero se tensaba, quedaba inmóvil mientras pasaba el turbión, sin atreverse a acercar siquiera su mano al territorio marlboro. Y el gusanillo ahí, dándole y dándole.

* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Humberto De La Calle Lombana(Manzanares, Caldas, 14 de julio de 1946): Es un abogado con experiencia en asuntos públicos, derecho constitucional y reflexión política. En su condición de ministro de Gobierno, actuó a nombre del Gobierno de Colombia en la Asam blea Constitucional que expidió la Constitución de 1991. Como embajador ante la OEA presidió las deliberaciones que condujeron a la aproba ción de la Carta Democrática Interamericana. Fue jefe de la delegación del Gobierno para la fir ma del Acuerdo Final.

Por Humberto de La Calle Lombana * / Especial para El Espectador

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