No hará falta que el lector me recuerde que esto no sólo es posible, sino que de seguro ya ocurre con más frecuencia de la que nos gustaría imaginar. Es innegable que hay algo que nos inquieta de la situación, que nos hace incómodos, algo que evita que exclamemos simplemente: “y si nadie sale lastimado, ¡déjenlos!” La pregunta que me hago -y debo confesar que es difícil- es: ¿qué es exactamente lo que nos molesta de esta situación? ¿Por qué percibimos que hay algo profundamente erróneo en permitir incluso este uso “inocuo” de una imagen? Y estas preguntas, claro que generan unas de mayor calibre, más generales: ¿tengo derecho a cualquier imagen que yo pueda generar? ¿Si no estoy vulnerando los derechos de una persona específica, estoy cometiendo una falta? Cómo negar que en el asunto hay algo que nos deja ya no sólo inquietos sino atónitos. Siempre me ha asombrado cómo podemos intuir que hay algo erróneo en una situación sin ser capaces de especificar a todas luces en dónde está el error. La filosofía es la única herramienta, por imperfecta que sea, que tenemos para afrontar este tipo de preguntas. No se espere de ella respuestas operativas, códigos inmediatos. Lo único pensable con los nuevos problemas que nuestras formas de vida presentan inesperadamente es comenzar a tender un tejido de conceptos sobre ellos que nos ayuden a abrir la dura nuez, una labor lenta que implica una enorme tarea colaborativa ya no sólo de filósofos, sino de todas las disciplinas.
Intentaré dar una respuesta a algunas de las preguntas que he planteado. Se trata de una parcial y que posiblemente no deje el asunto resuelto del todo, y ciertamente no para todo el mundo. Debo confesar que no siento que quede cerrado para mí mismo. Pero a menudo un camino de herradura es mejor que el matorral impenetrable cuando se trata de los temas contemporáneos que nos aquejan. Y este es uno con el cual tenemos que empezar a trazar un camino, porque como se ve en las primeras líneas de este texto, ya no sólo hablamos de una suposición.
Supongamos por un momento que alguien inventa un juego digital en el que puedo decapitar a personas de una nacionalidad específica. El juego, ha de decirse, tiene lugar en una pantalla; los nacionales -colombianos demos por caso- no saldrán heridos, nadie verá sangre real derramada y no hay ni imagen ni mención de personas o rostros reales. Que el mismo pueda generar violencia real, algo altamente posible, no es esencial al punto que quiero hacer: en el juego mismo nadie sale lastimado.
La sola suposición ya me ganará la indignación de algunos lectores. Pero la alta sensibilidad que genera el ejemplo es justamente el punto que quiero hacer. Así no salgan personas lastimadas, así no haya un solo herido, ¿no habría una ola de indignación por parte de los colombianos? ¿No pondríamos el grito en el cielo como se hace cuando un dignatario extranjero insulta al país, caso en el cual tampoco nadie sale herido?
Se dirá: pero acá hay un grupo afectado, un grupo específico… los colombianos. Los colombianos han sido insultados. Los problemas complejos a menudo demandan movidas abstractas, la implementación de formas de pensar que no son usuales. El que no sabe hacer tales movidas, o que las desprecia en pos de que es “una persona muy práctica” no tiene las claves para pensar los problemas complejos que nos quejan. Suba de nivel, estimado lector, el grupo que es objeto de la ofensa. Ya no es algo tan grande como las personas de un país o de una identidad nacional, sino un grupo más extenso. Suponga por un momento que son los niños, o los humanos en general. Esto lo tenemos vivo y presente: ¿cuántos videojuegos no consisten en matar a otros humanos? La pregunta entonces es por qué nos indigna con un grupo tan amplio como los colombianos y no con uno ligeramente más amplio como los humanos. Cuando fui estudiante de derecho se me enseñó que el ofendido en un asesinato era la sociedad como un todo. ¿Si el grupo es muy amplio se pierden los derechos? ¿Ya no hay un vocero o un doliente y como tal no importa? ¿Nadie hablará en nombre de la especie humana?
Esto es justamente el caso con la imagen de un niño “genérico” que unos usan para complacencia sexual. Todo tiene que ver con la noción de “derecho humano”. Y justamente allí reside la genialidad de esa noción inventada por los filósofos del siglo XVIII: que protege a un grupo independientemente de que sus condiciones de identidad sean muy amplias. Bajo esta noción, es tan grave el feminicidio como el homicidio o el infanticidio: se trata de la pérdida evitable de una vida humana, todas al mismo nivel de valor. Hemos objetado válidamente a esta visión con base en la idea de que deja por fuera a otros grupos que creemos deben tener derechos, a los grupos minoritarios, a las personas no humanas como son los animales. Pero esto no significa que en el camino de regreso, en esa crítica, la mejor idea sea desproteger al grupo amplio de los humanos. El uso de una imagen de un humano menor de edad para complacencia sexual debería ser igual de indignante que una para decapitar nacionales. Hoy nos cuesta trabajo verlo: nos gusta pensar que sólo los grupos vulnerables y específicos deben ser objeto de derechos. Nos dolerían quizá mucho más imágenes de mascotas asesinadas en Gaza que las que en efecto hemos recibido de niños muertos.
Sé que se trata de un argumento “humanista” y como tal tiene las limitaciones del mismo movimiento que cito: si uno no cree que los humanos tengan ciertos derechos como grupo, no hay mucho que se pueda alegar. Pero se trata, claro, de sólo una idea con la que podremos empezar a explorar el problema.