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Los dos impostores (Cuentos de sábado en la tarde)

En las vacaciones de fin de año viajé a Estados Unidos para visitar a un amigo. Antes del viaje organicé un itinerario porque necesitaba ganar tiempo y ahorrar dinero.

Juan Sebastián Padilla Suárez - @jspadillas
05 de junio de 2021 - 08:15 p. m.
"Este no es un taller, es mi casa, pero también me sirve de taller. Hace un mes vi en la estación del metro una publicidad del museo sobre una exposición de arte abstracto, el fondo de esa publicidad era una pintura de Fanny Sanín".
"Este no es un taller, es mi casa, pero también me sirve de taller. Hace un mes vi en la estación del metro una publicidad del museo sobre una exposición de arte abstracto, el fondo de esa publicidad era una pintura de Fanny Sanín".
Foto: Pixabay

En las vacaciones de fin de año viajé a Estados Unidos para visitar a un amigo. Antes del viaje organicé un itinerario porque necesitaba ganar tiempo y ahorrar dinero. Aunque Manuel vive en Georgetown, Nueva Jersey, arreglamos encontrarnos en Nueva York, pues ambos compartíamos el sueño de visitar sus bares literarios y evocar la mítica generación perdida. Llegué un martes en la mañana, a las ocho o a las nueve, no sé. Le dije a Manuel que era temprano y que no estaba agotado; le propuse, entonces, que aprovecháramos para hacer el recorrido. Visitamos el Chumley’s, metedero preferido por Faulkner y Dos Passos; luego, en la calle 18, entramos al Old Town Bar, donde alguna vez Fitzgerald, tragando un alcohol pendenciero, desafió a los puños a Hemingway; también conocimos el Pete´s Tavern, donde O’ Henry conspiraba la trama de sus cuentos. Al final de la tarde, cansados y escasos ya de dinero, llegamos al Central Park; caminamos unas calles y entramos a un Starbucks.

Yo pedí un latte; Manuel un café descafeinado, o un café a la naranja, o un café ciruela, no recuerdo. Desde que Manuel vive en Estados Unidos se volvió pedante para tomar café. En Colombia lo tomaba de termo callejero. Ahora no, ahora pide una taza de café y exige que se lo traigan en un plato redondo y pequeño, y cuando le sirven riega un poco en el plato; no sé qué es lo que mira, pero si no le gusta pide cambiar el café. Luego lo huele y toma un sorbo y hace una mueca rarísima, como si hiciera gárgaras. Quedé con la impresión de que a los colombianos que residen en Estados Unidos se les alarga el cuello.

Hablamos de las impresiones que quedaron después de recorrer los bares. Manuel hablaba sin emoción, se refería a las anécdotas que nos contaron como algo distante y tedioso. Yo, por el contrario, lo hice con emoción. Me sentí ridículo. Hubo un silencio prolongado, supongo que Manuel y yo convenimos callar porque sabíamos que nuestras preferencias habían cambiado y tal vez era mejor así. Para distraerme y apurar el tiempo empecé a mirar las otras mesas. Me extrañaba —o lamentaba— ver el afán que todos tenían por engullirse lo que tomaban o comían para salir rápido y continuar con la fatiga del día. Iba a retomar la conversación con Manuel, iba a hablarle de su novia (una tejana de goce liberal), quería preguntarle cómo la conoció. Estaba debatiéndome en la pereza de hablarle, cuando entraron al café unas personas que, aunque quise, no fui capaz de ignorar.

Eran tres hombres y una mujer. Se sentaron en una mesa cerca a la nuestra. Los tres tipos tenían una apariencia elegantemente grotesca; la mujer, un poco más sensata, estaba vestida con modestia. Uno de los tipos pronunciaba la v como la f, y sonaba tan estúpido que Manuel y yo nos reíamos mientras disimulábamos señalando el televisor. Otro de los tipos no paraba de decir empero: ¿qué van a pedir?, tengo hambre, empero voy a comer poco; la exposición de Lecy O’Chencil estuvo genial, empero ha perdido brillo. El tercer tipo casi no hablaba. La señora parecía una momia, una momia con gafas oscuras. Esa gente nos generó tanta curiosidad que dejé para después lo de su novia. Fingíamos buscar algo en la guía de la ciudad para escuchar lo que hablaban.

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Empezaron a tener una discusión un tanto discreta, haciendo esfuerzos por bajar la voz. Hablaban de la última exposición de arte abstracto en el Museo de Arte Moderno de Nueva York y de la suplantación de unas pinturas. Supimos que la momia era Fanny Sanín, y que precisamente fue ella la víctima. No se trató, entonces, de una suplantación de pinturas sino de la pintora. Manuel sí sabía de Fanny Sanín; yo era la primera vez que escuchaba de ella. No copiaré con detalle la conversación, no era memorable.

Dijeron que las pinturas expuestas en el Museo de Arte Moderno no eran de la momia. Sucedió que alguien, con mucha astucia, consiguió colarse en la última exposición y presentó unos cuadros como si fueran de ella. El sujeto se hizo pasar por su representante artístico. Las pinturas tuvieron éxito y el museo recibió varias ofertas de compra. Su representante, su verdadero representante, se enteró por boca de terceros y dio aviso a la momia. La cosa parecía harto extraña porque, según oímos de ella, sus pinturas son demasiado abstractas para que alguien sea tan ocurrente de querer comprarlas.

El hecho de que alguien pueda piratear a un artista en una exposición me pareció admirable. Le dije a Manuel que teníamos que ir al museo y ver si las pinturas de la momia, bueno, no de la momia, del suplantador de la momia, aún estaban expuestas. Manuel asintió y me dijo que a lo mejor las pinturas del suplantador eran mejores. Antes de pararnos de la mesa Manuel sospechó que tal vez las pinturas ya no estaban expuestas, por tratarse de una suplantación y de un posible escándalo público. Le dije que la única manera de averiguarlo era yendo al museo, y salimos.

Llegamos y conseguimos entrar. Le preguntamos a una guía (en un inglés muy torpe) por la exposición de Fanny Sanín. Amablemente nos llevó hasta la sala de cuadros. Nos paramos frente a una pintura. Manuel y yo hicimos un largo silencio. El silencio fue más incómodo que el del café. Yo no hablaba porque no tenía nada para decir; supongo que a Manuel le pasaba lo mismo. Me asustaba más cuando escuchaba las opiniones de otros visitantes que se paraban frente a los cuadros y decían “estos colores me perturban”, o “la verticalidad de este trazo es violenta”, o “la producción detrás de estas líneas es abrumadora”, o “puedo sentir la melancolía de las formas y los colores”. Después de varios minutos seguía sin saber qué decir. No entiendo nada, Manuel, dije. El arte no es para entender, Juan, me corrigió. La respuesta de Manuel me hizo saber que tampoco tenía nada para decir porque no entendía. Pero son unos cuadros muy raros, le dije. Manuel sugirió ver otra pintura, y nos paramos frente a otra. Esta no, dijo, mejor esta otra. Esta tampoco, dije, mejor la de allá que se ve más fácil. Retirémonos un poco, sugirió Manuel, tal vez alejándonos unos pasos podamos verla bien. Pasaron varios minutos y no conseguimos decir algo. Finalmente nos aburrimos y salimos de la sala.

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Era evidente que, hasta ese momento, la suplantación de la momia no era pública. Las pinturas seguían allí y no se escuchaban rumores. Antes de salir, para asegurarnos, preguntamos por cuántos días estaría la exposición; la guía (la misma que nos llevó hasta la sala) nos respondió que estaría por ocho días más. Por alguna extraña razón, aquel asunto, el de la suplantación de los cuadros, me generó mucha inquietud. Quién putas se atreve a suplantar la autoría de unas pinturas como estas, le dije a Manuel; si se descubre quién lo hizo se va a llevar un desprestigio del carajo; lo de la suplantación, como delito, es lo de menos. Sí, aceptó Manuel, y qué desprestigio, ¿quién es tan pendejo para suplantar a Fanny Sanín? Salimos del museo decididos a volver al café y hablar con la momia y los tipos. Cuando llegamos, ya no estaban. Mierda, dije. Mierda, repitió Manuel. Queríamos hablar con ellos para averiguar si sabían algo del impostor; no nos importaba confesar que habíamos sido unos indiscretos.

¿Qué hacemos?, preguntó Manuel. No sé, le dije, se me ocurre que volvamos al museo y nos hagamos pasar por unos compradores interesados. Usted no tiene cara de comprador de pinturas, me dijo Manuel. Pero sé mentir, le dije, y muy bien, pongo el corazón en la mano cuando miento. Por supuesto, no podíamos volver al museo como íbamos vestidos. Ese día fuimos a la casa de Manuel y al otro viajamos para ir al museo.

Buscamos al curador del museo y hablamos con él, por suerte hablaba español. Le dijimos que éramos compradores de pinturas abstractas, que teníamos un mercado de coleccionistas y que había clientes que sin duda estarían interesados en comprar las pinturas de Fanny Sanín. Además, dijo Manuel, nos gustaría que las pinturas de Fanny Sanín quedaran en Colombia. Ah, ¿son colombianos?, preguntó el curador. Sí, somos colombianos, le respondí. Deben sentirse orgullosos de tener en su país una pintora del talento de Fanny Sanín, dijo el curador. Manuel y yo apretamos los labios y nos miramos sin saber qué responder. Así es, dijo Manuel, como resignado. ¿Cree que pueda darnos el contacto del representante de la artista para convenir directamente con él?, le pregunté al curador. Tenemos otras pinturas expuestas en la sala de arte abstracto, por si están interesados, respondió vacilante. Hemos pensado volver a Nueva York, dijo Manuel, sin duda visitaremos el museo y podremos hablar. Bien, dijo el curador, entonces acompáñenme a la oficina. Fuimos y de una libreta de apuntes arrancó una hoja pequeña. Este es, nos dijo entregándonos el papel, se llama Sergio Jaramillo.

Nos contactamos con el tal Sergio; le dije que éramos unos compradores interesados en los cuadros de Fanny Sanín, y que estábamos dispuestos a pagar los dólares que fueran. También hablaba español, aunque no supe descifrar su acento, pero noté que se esforzaba por hablar despacio. Acordamos vernos ese mismo día a las tres de la tarde en su taller. Nos tardamos en encontrar la dirección, pero llegamos. Le dije a Manuel que esa casucha no parecía el taller de un pintor, que más bien parecía una cueva. No es un pintor, dijo Manuel, es un impostor que falsea pinturas. Bueno, le dije, pero en todo caso pintó unos cuadros que hoy tienen detrás a muchos compradores. Sí, aceptó Manuel, incluso a nosotros. Antes de tocar la puerta hablamos sobre cómo acorralar al tipo para que revelara todo. Manuel sugirió varias opciones: decirle que éramos compradores y queríamos hablar con Fanny Sanín para convenir directamente con ella la compra de las pinturas; decirle que éramos fervorosos admiradores de la momia y que queríamos conocerla; o decirle que éramos curadores de un museo y queríamos coordinar con ella una exposición. Le dije a Manuel que todas eran absurdas. Por nada del mundo me haría pasar por un admirador de la momia, le dije, me sentiría ridículo. ¿Y la idea de la exposición?, preguntó Manuel torciendo los ojos. No, le respondí, es más absurda aún, porque nos puede salir al paso diciéndonos que para esos asuntos está él porque es su representante. Mire, le dije, tengo una idea más simple: enfrentarlo directamente; o sea, decirle que ya sabemos todo, que hablamos con la momia y su auténtico representante, y que nos contaron que ella jamás había pintado esos cuadros. Bueno, ¿y si la cosa se complica?, me preguntó Manuel. Le pegamos, le respondí. Manuel se rió mientras tocaba la puerta.

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La puerta se abrió, pero no veíamos a nadie. Dimos un paso y saludamos. Nadie nos respondió. ¿Quién nos abrió?, preguntó Manuel levantando las manos. No sé, no sé, le respondí. Cuando giré para cerrar la puerta vi una cuerda atada a la chapa, la cuerda estaba enrollada en puntillas pegadas la pared y se deslizaba hacia el fondo de un corredor. Sigamos la cuerda, le dije a Manuel. La seguimos y nos llevó hasta el taller, o lo que creíamos que era un taller. Allí estaba Sergio, el pintor, o el farsante, o el representante, o el astuto, como quieran. Nos saludó levantando la cabeza y soltando un silbido. Supe entonces que era colombiano. Y supongo que también se enteró que nosotros lo éramos. Entonces qué, nos dijo, cómo van. Manuel y yo nos miramos, sin responderle. El tipo estaba sentado en una mesa sucia y llena de papeles. Estoy repleto de trabajo, vean, vean, dijo empuñando los papeles desordenados; tengo muchas ofertas. Me acerqué al tipo y le clavé la mirada, intentando intimidarlo. Antes de hablarle nos ofreció sentarnos en un sofá. El sofá estaba roto y sucio, y olía a orines de perro, o de gato, tal vez. Él se puso al frente de nosotros, recostado en un armario. Cuéntenme, señores, hablemos de negocios, dijo el tipo con cierta sobradés.

Para no sentirme inferior me paré del sofá y me senté en la mesa (en realidad me paré porque olía horrible). Señor, le dije, sabemos que usted no es pintor, sabemos que se hizo pasar por el representante artístico de Fanny Sanín y envió esas pinturas al Museo de Arte Moderno para que fueran expuestas. El tipo se asustó y me pidió, casi rogando, que no alzara la voz. Después se abalanzó sobre la mesa y cogió todos los papeles que tenía regados. Miré de reojo a Manuel con aire de victoria. Cuánto quieren, nos preguntó. 20 millones de pesos, dijo Manuel. No, no queremos nada, dije, como regañando a Manuel. Estoy recibiendo mucho dinero, nos dijo el tipo, mirándonos con ojos saltones; les puedo dar unos millones y dejar el asunto hasta aquí; a ustedes como compradores les iría muy bien, harían buen negocio. O les puedo dar pinturas, sin ningún precio, y ustedes las venden, nadie va a sospechar que las pinturas no son de esa señora, todos los que me han comprado dicen “este cuadro es digno de Fanny Sanín”. Dejamos que el impostor siguiera desbaratándose de nervios. Luego lo interrumpí diciéndole que no se molestara más en convencernos, que estábamos allí con otra intención, y que además no éramos compradores. Queremos saber cómo lo hizo, queremos saber por qué lo hizo, le dije. ¿Le dirán a la policía?, preguntó en tono retador. No, le respondió Manuel parándose del sofá, si hubiésemos querido denunciarlo ya estaría aquí la policía. Tiene que aprovechar y vender lo que pueda, le dije. Le conté el episodio del café, le conté que habíamos escuchado la conversación de la momia con los tres hombres. Ella planea demandar, le dije, están esperando que la exposición acabe para no perjudicar al museo. El tipo se mostró agradecido y más tranquilo, y aceptó revelar todo.

Me imagino que ustedes ya saben que soy colombiano, empezó diciendo, y ya vieron también cómo vivo. Este no es un taller, es mi casa, pero también me sirve de taller. Hace un mes vi en la estación del metro una publicidad del museo sobre una exposición de arte abstracto, el fondo de esa publicidad era una pintura de Fanny Sanín. Me quedé mirando la pintura por varios minutos. Cuando el tipo dijo eso me acordé de Manuel y yo parados frente a las pinturas de la momia, sin saber qué decir. Y después de mucho mirarla, continuó, pensé que yo también podía pintar algo así. ¿Usted es pintor?, lo interrumpió Manuel. No, le contestó, soy topógrafo, pero no se necesita ser pintor para hacer esas cosas. Como les decía, mirando la publicidad pensé que yo también podía pintar así. Recordé mis clases de dibujo técnico en el instituto y me pregunté qué tan difícil sería hacer esa recocha de rectángulos. Estoy pasando por unas necesidades económicas muy penosas; mejor digamos que estaba pasando, porque los últimos días han mejorado. Pero cuando pasó lo del metro sí estaba realmente necesitado, unos días podía comer y otros solo tragar saliva. ¿No tiene un trabajo?, le pregunté. Sí, tengo un puesto de periódicos, pero va mal. Vivo en Nueva York hace nueve años. Recién llegué compré el puesto con unos ahorros que traía. Al principio rindió, pero ya en los últimos años desmejoró. Entiendo, le dije, continúe.

Entonces se me ocurrió pintar algunos cuadros e intentar venderlos en el puesto, pero pensé que tal vez podría tener problemas. Pasé varios días planeando qué hacer, y empecé a pintarlos, pinté siete. Después de terminar decidí ir al museo. Algo se me ocurrirá, me dije. Entré en la sala de la exposición y salí convencido de poder plagiar a Fanny Sanín. Fui a la oficina del encargado del museo, pero no estaba. Le pedí a la secretaria su número telefónico; le dije que él siempre me compraba el periódico, y que esa mañana no lo había recogido, por lo que me sentía en la obligación de entregárselo. La secretaria me lo dio. Lo llamé y me hice pasar por su representante, fui muy preciso y algo despectivo para ganar terreno. Le dije que nos parecía una grosería que Fanny no estuviera en una exposición de arte abstracto. Además (y aquí me arriesgué mucho), le dije que en la última participación de ella, el museo había incumplido el contrato por no exponer la cantidad de obras acordadas. El encargado del museo, un poco embolatado, me ofreció disculpas y me dijo que hiciera llegar las obras.

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Envié los siete cuadros al museo, y a las pocas horas ya estaban expuestos. Al otro día empezaron a llegar las ofertas, varios visitantes le pedían al encargado contactarlos con la agencia de la pintora. El encargado me llamó y así fue como empecé a vender los cuadros. Cuando pensé venderlos lo hacía sin saber cuánto podía pedir por ellos. La primera oferta me impresionó, era de 12 mil dólares. Y bueno, todo eso ha pasado hasta ahora, hasta que ustedes llegaron.

Después de escuchar al impostor, miré a Manuel y le pregunté si la momia no era también una impostora por vender esas chorradas. Manuel no dijo nada. Le dijimos al tipo que no se preocupara por nosotros, que no lo delataríamos, pero sí le advertimos que pronto este asunto sería noticia. Nos despedimos y salimos de la casa. Este tipo es un genio, dijo por fin Manuel. Sí, la necesidad justifica el robo, y aguza la inteligencia, le dije.

Por Juan Sebastián Padilla Suárez - @jspadillas

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luz(83863)05 de junio de 2021 - 11:20 p. m.
Da gusto encontrarse con buenos escritores en esta sección. Cuento muy bien escrito que logra llevarlo a uno hasta el final, cosa rara en las propuestas que suelen presentar aquí, de las cuales pocas veces paso del primer párrafo.
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