Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.

"Los elogios de la tribu", o las vísceras de la literatura

Hugo Chaparro Valderrama se internó en su más reciente novela, “Los elogios de la tribu”, en las entrañas del mundo de la literatura, a través de la vida y muerte de un escritor llamado Ricardo Torres, y de las trampas que se van creando alrededor de su nombre y su obra.

Fernando Araújo Vélez

31 de marzo de 2020 - 02:36 p. m.
Hugo Chaparro Valderrama, autor de "Los elogios de la tribu", una obra para la posteridad, como su personaje principal, Ricardo Torres. / Cortesía
PUBLICIDAD

Era la historia de un poeta que seguía escribiendo, muy a pesar de que hubiera muerto muchos, muchos años atrás. Escribía, y escribía cada vez mejor, según los críticos literarios y los académicos que iban a cuanto congreso hubiera, rapándose las invitaciones y conspirando contra los posibles invitados. Escribía como si hubiera empezado a escribir antes de nacer. Su nombre, Ricardo Torres, volaba de país en país, de continente en continente, y sus letras se volvían a imprimir, y sus derechos de autor se multiplicaban por diez, por cien, por mil, dejándole millonarias ganancias a la viuda, que invertía parte de ese dinero en seguir publicando y en seguirles pagando a quienes escribían en nombre de Ricardo Torres, y a quienes lo elogiaban desde sus columnas en periódicos y revistas, y a quienes disertaban sobre su obra, y a quienes lo traducían y lo reeditaban, y a quienes le daban premios póstumos, y a quienes coleccionaban sus libros

Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO

¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar

Aquella era la realidad. La verdad sobre las obras de Ricardo Torres, que pocos se atrevían a constatar, y que desnudaba un entramado del cual era cómplice prácticamente todo el sistema de la intelectualidad, desde el primer escalón hasta el último, y cuyo único objetivo era usufructuar los textos de Torres para obtener más y más dinero. En el fondo, aquellas prácticas habían comenzado a tomarse la literatura desde varios años antes. Con el tiempo, se habían ido perfeccionado. Torres era uno más en la cadena. Un producto para vender, que además, muerto como estaba, era más redituable aún. “Tal vez, a pesar de él mismo o, quizás, como le habría gustado -dice uno de los personajes de la novela que cuenta su historia, ’Los elogios de la tribu’, de Hugo Chaparro Valderrama-, Torres se había convertido en otra de sus ficciones: un autor que parecía inventado, aunque sus libros nos demuestren de lo contrario”.

Como lo había sugerido alguna vez en uno de sus libros, La sombra de la memoria, Torres era ficción y era realidad, era mentira y verdad, un hombre creíble y un ser inverosímil. Por eso escribió que “mientras el lector descubra en las páginas de un libro que todo es posible y mientras considere lo fantástico como un sueño no del todo inverosímil, su forma de ver el mundo será más rica y diversa. Entonces comprenderá que no hay diferencia alguna entre ficción y realidad”. Por eso jugó a ser persona y personaje al mismo tiempo, escondiéndose del uno para darle luz al otro o viceversa, escribiendo y escribiéndose bajo la sombra de otros nombres. Por eso, también, en medio de los avatares de la vida, de las ironías, y sin que lo hubiera presupuestado, acabó por ser un poeta que aún hacía versos después de su muerte, un escritor que pudo haber existido, o que simplemente fue la obra cumbre de otro escritor.

Read more!

A su lado, antes y después de muerto, estaba su viuda, la señora Laura Carrizo, una mujer que se había ido formando entre viejos libros, y que al lado de Torres empezó a imaginar. Una mujer que también era ficción y era realidad, y que por momentos parecía sacada de las vidas de tantas y tantas viudas, y por momentos, de la imaginación de Torres, y que terminó aislada de la realidad. “De la señora Carrizo se han dicho cosas terribles y casi todas son ciertas”, decía en un aparte de la novela de Chaparro uno de sus personajes, de apellido Padrón. Laura Carrizo era la dueña de los derechos de autor de las obras de Torres, y era la dueña del dinero, tenía el poder y manejaba a los múltiples académicos y demás que hacían parte de la farsa. Ella los había buscado y los había encontrado. Ella les pagaba para que el mito siguiera viviendo, para que Ricardo Torres siguiera escribiendo sus versos y ensayos y los publicara después de muerto.   

Read more!

Era la historia de dos investigadoras que se hacían llamar Grondet y Tosoratti, contratadas por un coleccionista de objetos de Torres, Hernán Suárez Vallejo, para encontrar a la viuda Carrizo, y de paso, desenredar la madeja de sus oscuros manejos. Torres, les dijo entre tantas cosas, había escrito en su autobiografía, “que nadie sabe si la escribió el mismo Torres o la señora Carrizo acomodando las cosas para borrar los detalles de una vida misteriosa”, que había leído la historia de un escritor sin fortuna que viajaba hacia el futuro “tratando de averiguar si alguien recuerda su obra o si vivió nada más para que fuera olvidado”, hasta que el diablo se lo llevaba y compraba su alma “a cambio de transportarlo, cien años después, a una sala de lectura en el Museo Británico, donde el escritor comprueba que existe un diccionario en el que está mencionado, pero no como había pensado (…)”   

Porque el escritor había creído, como tantos y tantos escritores, que sería inmortal, en mayúsculas, y que le dedicarían cientos de miles de páginas, pero apenas era un hombre “haciendo lo que se puede por escribir un buen verso”. Apenas era un hombre, nada más que un hombre rodeado de recuerdos, enfermo de vanidad y de envidia. Un hombre eternamente angustiado. La historia estaba por encima de él. La historia y la literatura y los miles de años de cuentos, y los escritores durante esos miles de años, los inmortales y los millones que pasaron al ostracismo, cómo él. Los millones que se creyeron dioses mientras vivían, y que escribían convencidos de que la posteridad los iba a recordar. Apenas era un hombre que se ilusionaba con algo más que una mención, y que por eso se desilusionaba con esa sola mención en aquella sola enciclopedia perdida. Y pensaba, seguro pensaba que de haberlo sabido, habría hecho otro trato con el diablo. 

Ricardo Torres no fue aquel casi anónimo poeta. Todo lo contrario. Sus cuentos y versos hicieron parte de infinidad de antologías, y su pasado, su vida, se fueron volviendo leyenda, pero tanta leyenda, tantas historias que parecían cuentos, y tantos cuentos que parecían realidad, lo fueron llevando a una especie de condena que era, fue, el aniquilamiento de su autenticidad. O de su originalidad. Después de su muerte, nadie pudo volver a saber a ciencia cierta qué era de él y qué no, qué era propio, y más grave aún, nadie pudo dilucidar si lo que había vivido era cierto o era un invento, pues en aras del comercio, hasta sus notas a pie de página habían sido feriadas. Torres era por momentos un cazador de escenas, un garabato, un borrador de poeta, y en ocasiones, un pulcro escritor. Era, a la vez, pulsión y refinamiento, pasión y pulcritud, un remedo de escritor, y un escritor digno de estar al lado de los clásicos.

Por Fernando Araújo Vélez

Conoce más

Temas recomendados:

Ver todas las noticias
Read more!
Read more!
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.