Desde sus inicios, la industria del cine ha estado obsesionada con retratar la guerra y tratar de que el público pueda apreciar las experiencias de las trincheras para llegar siempre a una misma conclusión: los conflictos son espantosos y la humanidad debería evitarlos. La oferta de películas bélicas ya se ha hecho inagotable, y la participación de estas en la temporada de premios es absolutamente ineludible. Siempre hay una.
Pensemos en la década pasada nada más: 1917, Dunkirk, American Sniper y Hacksaw Ridge, por nombrar algunas, colmaron las nominaciones en las principales categorías. El problema con todos estos títulos es que, para los grupos más exigentes de espectadores, y para quienes no gustan de este género, parecen no querer sorprender al público más. Su comodidad es notoria.
Siempre habrá una que otra innovación en cuanto a lo técnico, por supuesto. Con la premiada 1917, el director Sam Mendes nos hizo experimentar la guerra con un memorable y asfixiante plano secuencia que compone la película entera. Sin embargo, la historia perseguía los mismos valores de nobleza, heroísmo y valentía que sus semejantes a través de, eso sí, muy entretenidas escenas de acción.
Incluso la ahora aclamada All Quiet on the Western Front, que nos ubica desde la posición de los derrotados durante la Primera Guerra Mundial, es incapaz de hilar los sucesos sin usar la vieja y cómoda fórmula de la acción. Esto sin mencionar que es un remake. Además de un par de detalles que retratan el sinsentido de la guerra y que muestran la caída libre desde ese patriotismo venenoso de los soldados hacia la frustración de los mismos; acá vuelven a ser los tanques, el lodo, los escapes, las amistades que surgen en el frente y las reflexiones que llegan al matar al primer enemigo en un mano a mano, los protagonistas de la película. De nuevo. Ahora, ¿podría contarse el dolor de una guerra sin recurrir a las escenas de acción como se hace siempre?
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Cuando surge una película como Los espíritus de la isla no hay otra forma de reaccionar que con ovaciones para esta, su elenco y todo su equipo. Sin mostrar una sola escena de acción o disparos, la obra del director Martin McDonagh ilustra cuidadosamente todos los ejes de la Guerra Civil irlandesa: los protagonistas del conflicto, las víctimas y sus horrorosas consecuencias.
Es notable el trabajo de McDonagh para construir cada alegoría sobre la guerra, aunque también pueda leerse como una película que habla del dolor de una simple ruptura con un amigo, del desmoronamiento de una amistad de un día para otro, mientras examina el desespero y la soledad del ser humano, en particular entre los hombres adultos. Por eso, antes de hablar de las alegorías a la guerra, me gustaría rescatar brevemente el comentario de alguien que vio la película desde esta última lectura.
“En el mismo día que vi la película mi novio me dijo que no me amaba más. Simplemente me dijo que seguía siendo feliz, pero que yo ya no era parte de esa felicidad. ‘¿Pero ayer me amabas?’, pregunté. La incomprensión, la negación, la angustia, el desespero y la resignación. Empiezas a preguntarte quién eres. Todas las emociones por las que pasé fueron bellamente representadas en la película con gran precisión. Me voló la cabeza”, escribió la espectadora.
Banshees sin duda funciona como historia sin conocer todo su trasfondo. Durante días, estuve reflexionando sobre ese dolor que siente su protagonista al romper con su amigo, viéndolo como un dolor propio, pero fue cuando leí más sobre la guerra irlandesa, tiempo en el que se desarrolla la película, que logré apreciar todos los subtítulos de esta historia.
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La premisa es sencilla, pero emocionante: Pádraic Súlleabháin (Colin Farrell) se encuentra con que su amigo de toda la vida, Colm Doherty (Brendan Gleeson), ya no quiere ser su amigo, de un día para otro. Pádraic no había hecho nada, solo lo dejaron de querer. Es una situación por la que muchos hemos pasado. Pero no solo eso: Colm le advierte a Pádraic, quien intenta reparar la relación varias veces en medio de su desesperación, que se quitará un dedo de su mano cada vez que se le acerque y le hable. Para Colm, la amistad con Pádraic parece ser un impedimento para sus deseos de dejar un importante legado en el mundo como violinista.
Pero la de Pádraic y Colm no es una ruptura cualquiera, sino la propia partición de la isla de Irlanda contada a través de una historia muy personal. Nuestro primer hombre representa al Estado Libre Irlandés, una entidad que surgió en 1922 y que aceptó las condiciones del Tratado Anglo-Irlandés, con el que se permitía la creación de un Estado separado de Irlanda, pero todavía dentro del imperio británico. Para ponerlo en perspectiva, su estatus era equivalente al de Canadá. Del otro lado está Colm, quien retrata a las fuerzas republicanas que estaban contra el tratado. Estas fuerzas decían que aceptar dicho tratado, y continuar dependiendo del Reino Unido de alguna forma, era una traición a los valores que buscaban una Irlanda soberana. Por eso amenazaron con asaltar la nación. Una advertencia tan cruda como la que hizo Colm cuando dijo que iba a quitarse sus propios dedos, aunque esto le significara no tocar el violín, que era su más grande pasión.
La ruptura se da, además, el 1° de abril de 1923, según vemos en una escena, por lo que Pádraic se lo toma al principio como una broma de inocentes. En este punto de la historia quedaban solo dos meses por delante para que termine la guerra civil. Esa fecha es importante porque fue cuando se introdujeron los controles en la frontera irlandesa. Se podría decir que acá fue cuando se erigió la “frontera dura”, la verdadera ruptura irlandesa.
El guardia de policía Pedar Kearney (Gary Lydon) ilustra nada más y nada menos que al imperio británico, que como autoridad policial en la isla ejerce su poder golpeando a los locales, entre ellos a su hijo, Dominic, y a Pádraic. Dominic, por otro lado, señala la inocencia perdida y la desilusión de la generación joven y el impacto de la guerra en esta. Mientras que Siobhán, la hermana de Pádraic, refleja el éxodo de la población agobiada por la violencia que se vivía en la isla. Finalmente, aunque no será el último paralelo, la burra Jenny, el personaje más puro de la película, demuestra cómo los inocentes sufrieron las brutales consecuencias de la guerra e inevitablemente son víctimas de la conducta de otros, en este caso de Pádraic, su dueño.
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Todo el guion resulta exquisito, pero es quizás el cierre lo más memorable. Hay una última conversación entre Pádraic y Colm que pronostica que, si bien vivirán un período en paz como buenos vecinos, quedará un enorme resentimiento entre ambos por las pérdidas que han sufrido tras su pelea. Esa es la historia de Irlanda.
Colm se pronuncia sobre el sonido de los disparos que se escuchaban a lo lejos, pero que nunca vimos: “No he escuchado el sonido de los rifles que vienen del continente en un día o dos. Pienso que están llegando a su fin”, dice. Y Pádraic responde: “Estoy seguro de que empezarán de nuevo pronto, ¿tú no? Algunas cosas no pueden olvidarse”, contesta. El daño en esta amistad parece irreversible. Al final llegamos a la misma conclusión: la guerra nos quita toda la inocencia. Fue, sin embargo, una fórmula muy diferente. Fue toda una sorpresa esta narración, en tiempos en los que se respetan excesivamente las fórmulas y hay poco espacio para la originalidad.