El Magazín Cultural

Los estruendos del 21 de noviembre

Presentamos una crónica en la que se narran los momentos más tensos que se vivieron en la marcha del pasado 21 de noviembre en Bogotá. A pesar de la violencia que se desató en la mayoría de las esquinas del centro histórico, las cacerolas de las familias se impusieron y salvaron una manifestación que permanece vigente.

Laura Camila Arévalo Domíngez- @lauracamilaad / Andrés Osorio Guillott- @Ala_carachasAOG
24 de noviembre de 2019 - 04:35 p. m.
Los bogotanos sacaron sus cacerolas para rechazar la violencia y salvar las manifestaciones.  / Archivo El Espectador
Los bogotanos sacaron sus cacerolas para rechazar la violencia y salvar las manifestaciones. / Archivo El Espectador

Todos corrieron: los que pidieron calma y los que se reventaron por desatar el caos, los que bloquearon a los que pretendieron romper las calles y los que finalmente lo consiguieron. Todos gritaron: los que exigieron la renuncia del presidente y los que a una voz sacamos con fuerza un ¡SIN VIOLENCIA!; los que insultaron al Esmad y los que, en medio del desespero por los gases, suplicaron por agua con bicarbonato o vinagre.

No todos querían salir de ahí: los que veníamos marchando quedamos cercados por los ladrillos y el estruendo de las aturdidoras, que nos llenaron de pavor por el sonido tan similar al de las bombas. Pero hubo algunos que quisieron regresar, que intentaron animar a los demás para romper algún otro vidrio o tirar otro ladrillo. Nosotros buscamos una salida y cuando creímos que por fin habíamos salido, de cualquier esquina salió el grito ¡Corraaaaaan!, y, efectivamente, corrimos. Fuimos parte de una estampida que fue dispersada por humo blanco. Nos sentimos cercados y el pánico se desató cuando nos dimos cuenta de que desde ambos lados querían eliminarse. Nosotros en el medio.

Nuestro grupo comenzó a marchar en la 45 con séptima. Ese momento, repleto de gente tranquila, cantando reclamos, pero nunca insultos, fue pacífico y esperanzador. ¿Cómo no llenarse de expectativa si hacia el horizonte no se veía el final de ese río de personas? ¿Cómo no emocionarse si hacia atrás tampoco se podía determinar el límite en el que se iniciaba la valentía de un pueblo despierto? “¡Es que somos muuuuchos!”, dijo una de las que fue con nosotros, y sí, nos permitimos el optimismo, y nos contagiamos de la gente que aplaudía, y aplaudimos.

El momento llegó. América Latina llevaba varias semanas gritando. El eco de todo el clamor aterrizó en Colombia ese jueves 21 de noviembre. El gobierno de Iván Duque logró que hasta sus votantes se sintieran cansados de tantos desaciertos. Todos estuvimos en las calles. Caminamos hacia el centro de la ciudad con varios estudiantes que llevaron con orgullo sus pancartas cuestionando los intereses de la actual administración. En el camino nos encontramos con redoblantes, arengas, con el lado romántico de esas ansias de revolución que sonaron a carnaval.

No faltaba nada, pero para alimentar la utopía, salió el sol, que convirtió a Bogotá en la más linda pintura rodeada de cerros que florecieron, que nos sonrieron. Con ese sol, además de imponentes, las montañas se vieron vigilantes, cómplices.

Desde lejos vislumbramos una humareda que nos anticipó una tarde convulsa. El aire dejó de oler a claveles. El aire comenzó a oler a pólvora.
 

Una conocida nos dijo en el camino que no logró entrar a la Plaza de Bolívar porque la cantidad de gente lo impidió. Eso fue emocionante. Una ciudadanía activa es el sueño de todos los que anhelamos ver un país que le da prioridad a su pueblo. Nuestro objetivo estuvo cerca.

A dos cuadras de la plaza, la humareda se levantó y el estruendo se hizo mayor. La gente empezó a correr. Nosotros mojamos nuestras pañoletas y bufandas con agua y bicarbonato para hacerle frente a los gases lacrimógenos. La gente se aglutinó y el llamado Escuadrón Móvil Anti-Disturbios nos acorraló en la famosa esquina donde se le rinde homenaje a la memoria de Jorge Eliécer Gaitán.

Invertimos tiempo en tratar de convencer a los capuchos de calmarse, de pensar en si lo que hacían servía, de que se salvaran y por ahí derecho nos salvaran a nosotros de más gases o aturdidoras. Fue inútil. Nuestros argumentos no fueron convincentes, más bien contribuimos a que se exacerbara la rabia: en un segundo quedamos embotellados en un tumulto de personas que se estaban ahogando. Que, empujando y sin poderse mover, gritaron: “¡No empujen!”, que, con la desesperación en la garganta pidieron calma, y mirando hacia los techos, dejaron de ver cámaras de televisión para imaginarse armas.

Cada uno de nosotros, tratando de reprimir el pánico, que ya se había apoderado de los que estaban al lado, corrió como pudo hacia el Museo del oro. Sin ponernos de acuerdo, llegamos al muro en el que encontramos a más personas que también entendieron que teníamos que salir de ahí: nos dieron la mano y nos ayudaron a que subiéramos. Esta fue la tercera vez en la que logramos escapar de los enfrentamientos. Nuestros pantalones ya tenían barro y nuestros pies ya estaban tensos.

Después llegamos a un parqueadero que resultó ser una trinchera. Las carteleras ya no estaban en lo alto de las marchas. Vimos a la gente correr. Los vidrios se rompieron, las basuras se fueron al piso y nuevamente los ojos se afectaron por los gases lacrimógenos que fueron expulsados por el Esmad varias cuadras atrás. Dos mujeres, al parecer devotas del cristianismo, pidieron con gritos desgarradores paz para Colombia. Pidieron que Dios nos bendijera. Fueron segundos de angustia en los que ellas, al igual que otros transeúntes, quisieron ingresar al parqueadero para resguardarse. Una nueva ola de violencia se desapareció momentáneamente mientras tomamos agua y les sugerimos que nos aceptaran un poco para aliviar el malestar de sus ojos y su nariz.

Caminamos en nombre de la esperanza, y en nombre de ella nos dirigimos a la calle 19 con carrera 7. Todo se salió de control. Varios capuchos rompieron los vidrios de los establecimientos de la zona. Dos policías en moto se acercaron para dispersar a los manifestantes. Uno de ellos logró devolverse y el otro quedó entre las piedras, los puños y las patadas de quienes se olvidaron de que marchábamos por nuestros derechos y por el fin de una violencia. Lo que hicieron fue reproducirla y reafirmar que éramos un pueblo de odios viscerales. Unos salieron corriendo, otros aprovecharon para ver a quién podían robar. Otros rodearon al policía para salvarlo de una muerte que se hacía inminente. Otros abrazaron a quienes no resistieron la imagen y lloraron al ver los límites más siniestros de nuestra naturaleza. Nos resistimos a irnos, pero no hubo otra opción. Las protestas se diluyeron, todo se convirtió en una confrontación interminable que solo dejó más heridos y piedras en el camino.

Al escuchar la palabra ¡Resistencia!, que muchas veces nosotros también gritamos, nos preguntamos qué significaba en ese momento resistir: ¿quedarnos ahí? Si sabíamos que éramos incapaces de lanzar un ladrillo o agredir a un policía. ¿Irnos? Si no queríamos que el miedo nos consumiera y lograran paralizarnos las ganas de gritar fuerte que estábamos cansados, que no queríamos vivir en un país indiferente, que Colombia ya no tenía más sangre para derramar ni más dignidades para aplastar.

Nos dirigimos a la carrera 3. Quienes caminaron detrás de nosotros siguieron lanzando arengas. La noche terminó de caer y las sirenas sonaron cada vez más fuertes. La policía y el Esmad llegaron a disparar con sus famosas balas de caucho. Lanzaron una ráfaga a todos los transeúntes que se fueron detrás de nosotros y que, una vez más, cogieron piedras y rompieron ladrillos para responder a los ataques de las fuerzas del Estado. Nuestros cuerpos se movieron más despacio, los pies prácticamente no se despegaron del suelo.

El ruido que nos dejó aturdidos pocas veces fue de un clamor. Sin embargo, lo que escuchamos al bajar por la calle 26 les devolvió a nuestros corazones el júbilo con el que horas antes buscamos transporte insistentemente para llegar a las marchas por el Paro nacional.

Era un edificio blanco, de más de 10 pisos. Sus habitantes se asomaron a sus ventanas con una olla, una paila, una olleta y una cuchara de palo o un tenedor. El cacerolazo se hizo presente. Nosotros volvimos a creer en nosotros mismos. Pasaron muchos años desde la última vez que escuchamos un cacerolazo. ¿Cuándo olvidamos que esa era una de las manifestaciones más alegres pacíficas y carnavalescas?  Fueron y seguirán siendo esas las notas de varios himnos de indignación, de los “no más”, de los que aún enfrentan al miedo y lo ven a los ojos frunciendo el ceño y haciendo frente a lo que por años aguantamos por cómplices.

Por Laura Camila Arévalo Domíngez- @lauracamilaad / Andrés Osorio Guillott- @Ala_carachasAOG

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar