En una de las paredes del Museo Nacional hay una serie de cuadros con la cara de Simón Bolívar: Juan Cárdenas, artista colombiano, lo pintó en su etapa de adolescente, de adulto y hasta con las arrugas de su vejez. Detrás de esa figura hay ceremonias visibles de las que se desprenden preguntas que, al parecer, son banales: ¿cuánto tiempo se habrá gastado en vestirse para cada ocasión? ¿Cómo elegía su ropa y cómo la cuidaba? ¿Para qué se vestía? Esos detalles que reflejan los cuadros que registraron cada época de su vida hablan de una probable ceremonia, pero ¿para qué?
Hay quienes creen que ciertos hábitos que parecen inútiles forman a un ser humano y lo disciplinan. Creen que a través de esa secuencia de acciones y de esa adecuación del cerebro hay resultados distintos. Y están convencidos de que los rituales importan. Y de que a medida que los años pasan, las máquinas, en teoría, nos hacen la vida más práctica, pero lo que parece estar pasando es que estamos despreciando ciertas rutinas que nos regalaban sentido. Y, al parecer, nuestros antepasados tuvieron certezas por las que lucharon y nosotros, más bien, lo que tenemos son programaciones. Mejor dicho, un cerebro programado. Y por eso es que tal vez ellos murieron convencidos de algo y nosotros vivimos buscando convencernos de cosas que repetimos, pero que tal vez no creemos o ¿por qué es que estamos pidiendo otra constitución? Pero estas son todas reflexiones personales nacidas de la experiencia al ver “Primera y última: dos cartas para Colombia”, una muestra que se colgó hace pocos días y habla sobre las constituciones de 1821 y 1991.
La obra de Juan Cárdenas fue incluida en esta exposición para dar cuenta de la sociedad de la época. El pintor, que se formó en Estados Unidos y regresó a Colombia para comenzar a trabajar de caricaturista en periódicos como El Tiempo y La República, ha centrado su obra en la figura humana, sobre todo en su figura, que ha presentado con una serie de variaciones.
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“A ella se une el espacio como receptáculo de la figura humana; un espacio, generalmente el del taller del artista, poblado de cuadros y muebles que, de manera evidente, está organizado en composiciones abstractas, muchas veces ortogonales, como si fuesen cuadros de Mondrian. Fuera de su estudio, Cárdenas también ha hecho cuadros de paisajes campestres y urbanos. En los primeros hay toques impresionistas y alusiones surrealistas (figuras como apariciones). En los segundos, el orden arquitectónico vuelve a destacar su interés por el arte abstracto geométrico. Sin embargo, toda su producción está especialmente relacionada con el arte del pasado”, escribió Germán Rubiano Caballero en la Gran enciclopedia de Colombia, del Círculo de Lectores, tomo de biografías.
“Bolívar fue un personaje excepcional; no lo digo yo, lo dice todo la gente que lo conoció. De tanto en tanto aparece un detractor, pero suele ser gente que no ha aportado nada en su vida. Lástima que murió unos nueve años antes del invento de la fotografía. Pero si acaso hubiera alcanzado a ser fotografiado, la cámara lo hubiera captado viejo y demacrado, un poquito antes de su muerte. Uno hubiera querido verlo en sus mejores momentos, en la flor de su juventud, pero lamentablemente no fue posible”, dice Cárdenas, quien tuvo que recurrir a la pintura y a los artistas autodidactas y “sin una formación académica” para reconstruir el rostro del Libertador. Según el pintor, su trabajo fue un poco el de un artista forense.
En la muestra hay una secuencia de Simón Bolívar: de joven, de civil, de viejo, en fondo dorado, etc. ¿Por qué pintar a estos personajes como él o Nariño en distintos roles y etapas de sus vidas? ¿Cómo hizo esas variaciones, investigaciones para pintar esos rasgos?
Fue una tarea muy difícil. A veces pienso que fue una locura. He buscado rasgos anatómicos recurrentes en las diferentes versiones, asumiendo que si se repiten en varios retratos es porque existieron en el personaje. Todos estos detalles los comparo con fotografías anatómicas de caras parecidas para corregir lo que el artista hizo y lo que debió ser la realidad. Desde luego, he acudido a descripciones verbales que a veces son subjetivas, como el comentario del general O’Leary de que Bolívar tenía una boca chiquita. ¿Qué tan chiquita es “chiquita”? Y ¿qué tan alta es una frente alta? Cualquier detalle anatómico puede cambiar por completo una cara. Y cuanto más retrocede uno en el tiempo, menos información hay y más difícil es la reconstrucción. De Bolívar joven hay cantidades de versiones, casi todas inventadas. A Bolívar le gustaba hacerse retratar pero, por ejemplo, de Nariño prácticamente no hay información salvo unas cuatro imágenes, ninguna muy confiable, ni siquiera las de Espinosa, que lo conoció.
También están los paisajes, la sociedad de ese momento reunida en lo que eran nuestras ciudades: en los cuadros se ve cómo usted se imagina esos momentos y esas gentes, pero ¿qué piensa de ellos? ¿Qué quiso reflejar allí y para qué?
En todos los países europeos como Italia, Francia, España, sus artistas han dejado un testimonio gráfico extraordinario de su gente y de su historia. Un ejemplo es Louis Boilly, con sus cuadros de la época de la Revolución francesa y la vida urbana e íntima de los parisinos. Es un documento satírico, conmovedor e invaluable. En Colombia tuvimos al costumbrista Torres Méndez, a quien admiro mucho, y otros pocos, pero no tuvieron el alcance documental de los europeos. Nunca produjimos un Goya que nos dejara un testimonio visual de la gesta libertadora como Los desastres de la guerra, con el que relató la invasión de Napoleón a España. Las pocas reconstrucciones que he hecho pueden ser criticables: no fui testigo presencial de la época que he pintado, pero son cuadros de tipo arqueológico y fueron hechos con todo el rigor documental posible: los personajes con los que he poblado mis cuadros existieron; no son inventos míos. En fin, será la posteridad la que decida qué hacer con ellos.
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Qué será lo que significa ser colombiano. Para qué los derechos y los deberes. Quiénes los escribieron y para qué. Por qué cambiaron y en qué momentos se escribieron esos acuerdos. Qué estaba pasando. Qué es una nación. Todas estas preguntas o reflexiones son las que esta muestra pretende suscitar en sus visitantes, que se encontrarán con una exposición dividida en ejes temáticos: “La guerra de las gentes”, que da cuenta de los más de diez años de guerras independentistas, el desgaste de las personas, el deterioro del tejido social y de la economía, contexto en medio del cual se desarrolló el proyecto de la Constitución. “De la unión a la Constitución” narra cómo los patriotas se reunieron en Cúcuta, entre mayo y octubre de 1821, para acordar una Constitución en la que se pactaron acuerdos en los territorios recién liberados, que aún no eran la totalidad de los que formarían la primera República de Colombia. “Los prohombres” presenta, por medio de retratos, esos personajes que hicieron parte de las batallas, especialmente los que encabezaron la gesta independentista y la constituyente. “La utopía de la república pacífica” tiene como pieza principal la imagen del telón del Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo elaborado a partir de la obra Plaza de Bolívar, de Juan Cárdenas, donde se representa el desigual tejido social que se propuso para la nueva nación, siguiendo el imaginario de aquella época republicana. La república municipal, las regiones y sus ejércitos tuvieron una gran injerencia en los procesos de independencia y en este segmento se recuerda su papel en la vida republicana, lo cual se evidencia en los escudos de armas de ciudades que componen esta sección. “Los colombianos y los no colombianos” presenta cómo, en 1821, ser ciudadano colombiano era un privilegio reservado para unos pocos: las mujeres, los esclavos y los sirvientes, entre otros actores sociales, estaban por fuera de esta noción.
La Constitución de 1991 se aborda desde la narrativa de dos de las nuevas salas del Museo: Memoria y Nación y Hacer Sociedad, cuyo fundamento son los preceptos básicos de esta carta.
Actualmente, solo hay que recorrer unos pocos metros para ser testigo de las formas, los colores y hasta los olores de la desigualdad en cada una de las ciudades de Colombia. La pobreza está separada por barrios, por fronteras que, en teoría, son invisibles. Es posible que una persona que no tenga acceso a educación, salud y hasta comida, camine unas cuantas cuadras y compruebe que no solo hay ciudadanos que sí pueden acceder a esos derechos mínimos, sino que se permiten la opulencia. Que si en su barrio hay poca iluminación en las calles, hay otras zonas de la ciudad en donde no solamente hay mucha luz, sino fuentes de agua decorativas y vegetación de sobra para adornar las entradas de las casas o unidades residenciales. Las fronteras, entonces, resultan no ser tan invisibles y, entonces, la reflexión podría partir desde allí: si las desigualdades sociales resultan tan evidentes hoy, ¿cómo se sentirían las que vivían los colombianos de 1821? Comenzando por aclarar que los que podían cobijarse bajo ese rótulo eran muy pocos: los que tenían propiedades, color de piel claro y barba. Las mujeres, los sirvientes ni mucho menos los esclavos tenían derecho a llamarse colombianos, así que solo era gente que sobrevivía en condiciones precarias y creía en el mismo Dios y las mismas posibilidades de redención de los que sí podían votar y hasta eran elegidos para gobernar.
La Constitución de 1821 se firmó en una iglesia y se basó en leyes divinas y católicas para diseñar unos acuerdos en donde los mandatos eran más bien dogmas y había una moral establecida.
En 1991 se firmó una carta para todos los colombianos, y ese “para todos” es literal: los derechos, las garantías y los acuerdos se basaron en la libertad y la inclusión de cada ser humano nacido en esta tierra. El principal objetivo de esta muestra es, entonces, la reflexión sobre el conocimiento y la apropiación de esta Constitución, que si fuese más que un papel sagrado al que nos referimos con solemnidad tendría menos sugerencias de cambios o modificaciones. ¿Cómo sería Colombia si la carta del 1991 se cumpliese a cabalidad? “Claro que hemos evolucionado como sociedad. Es fácil comprobarlo si nos damos cuenta de que en 1821 para ser considerado colombiano había que tener plata en la cuenta, ser católico, estar casado, etc. En la de 1991 se habla de libertad e igualdad. El problema es que los colombianos no hemos interiorizado esa Constitución, no la hemos hecho valer. Por eso esta muestra es tan relevante en este tiempo”, afirma Juliana Restrepo, directora del Museo Nacional.