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Los lugares que fundaron Macondo

La casa del telegrafista, la de sus abuelos y la estación del tren de Aracataca son algunos de los lugares que persisten en el tiempo y sobrevivieron a la peste del olvido en la obra literaria de Gabriel García Márquez.

Andrés Osorio Guillott

04 de febrero de 2019 - 09:00 p. m.
La casa museo Gabriel García Márquez fue reconstruida a finales de 1990. / Archivo fotográfico
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El camino a Aracataca está plagado de cultivos de plátano. Las personas que vi recogiendo la cosecha y montándolas en una motocicleta que estaba siendo acechada por el óxido del tiempo y de las condiciones climatológicas me hacían pensar en ese pasado en el que la bonanza bananera había prometido prosperidad para el Magdalena y terminó dejando la desolación de la muerte y la incertidumbre de un acontecimiento que permaneció oculto en la inusitada niebla que cubre misterios e incógnitas en la árida región del Caribe.

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Aracataca es un pueblo pequeño, con una población cercana a los 40.000 habitantes. Sus casas son diminutas pero sus calles resguardan el universo de Macondo. Sus habitantes son herederos de un relato mágico y fundacional. Todos recuerdan aquella masacre de la bonanza bananera que implicó la participación de la United Fruit Company. Las fachadas de las edificaciones son de color amarillo, igual que la Biblioteca Pública Gabriel García Márquez y que la Biblioteca Remedios La Bella. Miro atentamente las paredes, los arbustos que se anteponen a estas edificaciones y veo en ellos flores amarillas, y espero que de la pintura o de los pétalos de esas diminutas flores surja el aleteo de las mariposas amarillas que presagiaban los caminos de Mauricio Babilonia.

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Las altas temperaturas han pretendido derretir los recuerdos de quienes habitan Aracataca, aunque todos reconocen que sus calles, sus esquinas y los rostros de Gabriel García Márquez que se asoman entre murales, avisos y esculturas son migajas de aquel universo inacabable e imperecedero que empezó por conocer el hielo.

Se escuchaba el cantar de las aves. Quizá el canto de los juglares vallenatos que alguna vez se escuchó en el patio de la casa de los abuelos de García Márquez. En medio de los árboles y con una presencia que podía resultar imperceptible si no era por su canto, recordé que varios años atrás fue José Arcadio Buendía quien construyó jaulas para los canarios, petirrojos, azulejos y turpiales que se turnaban el aire cálido de Macondo, pintándolo de aquellos colores primarios que escudaban la aldea de los rayos del sol que agolpaban equitativamente cada pulgada del territorio.

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El recorrido de la casa de Nicolás Márquez a la estación del tren de Aracataca fue, también, otra forma, por no decir que la mejor, de leer a García Márquez. Por un momento, caminar se convirtió en la metáfora de la lectura, en una acción que descubre, que explora los lugares que se hicieron mitos y que traslada la concepción del tiempo y el espacio a un nuevo universo. El sendero recorrido convocaba a un instante soportado por un libro que era narrado en el mismo trasegar.

En la casa de Nicolás Márquez y Tranquilina Iguarán, sus abuelos, García Márquez obtuvo sus primeras vivencias de escritor. Allí, en la morada de un coronel liberal en la que las ocho habitaciones que conforman la casa representan una remembranza transformada en un personaje, en una epifanía y en un nuevo sortilegio, fue donde el escritor colombiano concibió la peste del insomnio, el retorno de los gitanos y el relato de aquel duelo a muerte entre José Arcadio Buendía y Prudencio Aguilar, un acontecimiento que traería la plaga de las angustias, esos pequeños animales que se devoraron el baúl de la memoria y las pesquisas de una muerte que defendía el honor.

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“Lo que dicen es cierto. Ese tren cargó miles de muertos luego de salir de Ciénaga. Allá dejaron tres o cuatro muertos para hacer creer que no había pasado nada”, nos contó un hombre que estaba sentado en una de las bancas grisáceas de la estación del tren mientras se escondía bajo la sombra de la estación. Nosotros esperábamos a que aquella máquina pasara ante nuestros ojos y burlara nuestra curiosidad. A lo lejos se escuchó su alarido. Las barreras impidieron el paso y aquel monstruo de carga que levantaba polvo y que turnaba sus 150 vagones entre carbón y vacíos de la historia, pasó frente a nosotros. Alrededor de cuatro minutos duró la imagen de un tren que recorrió la barbarie de la Masacre de las Bananeras y que al alba de hoy sigue pasando por los rieles que antaño fueron fuego.

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La casa del telegrafista Gabriel Eligio Márquez, padre del escritor, es un símbolo de la nostalgia, de los indicios de un amor contrariado, de las cartas que nunca llegaron. Desde sus espacios húmedos también se narra al coronel Aureliano Buendía, a Mauricio Babilonia y sus inseparables mariposas amarillas.

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Al salir de la Biblioteca Pública Gabriel García Márquez, varios niños, con su maleta al hombro y su curiosidad asomada en sus ojos de colores inocentes, sostenían varios macondos, esa planta de hojas simples y anillos oscuros que cargaban consigo el símbolo de una generación que decidió emprender un nuevo peregrinaje hacia la refundación de aquella aldea que empezó a constituirse con “veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.

Por Andrés Osorio Guillott

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