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Los monasterios cristianos y su legado para las ciencias y las artes

La tradicional idea de la Edad Media como un largo periodo de oscurantismo y esterilidad intelectual cada vez tiene menos sentido. Los monasterios cristianos fueron un ejemplo de la actividad filosófica y artística de un luminoso momento de la historia en el cual la filosofía, el arte, la ciencia y la religión fueron inseparables.

Mauricio Nieto Olarte

17 de febrero de 2025 - 04:07 p. m.
Beatus de Liebana, Scriptorium del monasteario de San Salvador de Tábara en la España musulmana del siglo XI.
Foto: Wikicommons
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Las nociones de “modernidad” o de “renacimiento” tienen sentido en contraposición al oscurantismo medieval. En un acto de auto exaltación, los modernos alimentaron la idea de la Edad Media como un periodo hostil para el conocimiento marcado por la tozudez de la autoridad religiosa. Esta caricatura de cerca de diez siglos de oscurantismo en la historia europea es demasiado simple y ha sido alimentada por falsos supuestos. Para empezar, creer que la ciencia y la religión han sido prácticas independientes y antagónicas supone negar la realidad de la historia del pensamiento occidental, por lo menos, hasta el siglo XIX. Sin excepción, los grandes fundadores del pensamiento científico moderno, Copérnico, Kepler, Galileo, Descartes, Boyle y Newton, entre muchos otros, fueron personas de una profunda espiritualidad y su trabajo en filosofía natural fue inseparable de sus convicciones religiosas. Tanto la defensa racional de la fe como el estudio de la obra del Creador fueron sofisticadas empresas filosóficas que le dieron forma a lo que hoy entendemos como ciencia moderna. La relación entre la fe y el estudio del mundo natural fue y, de cierta manera, sigue siendo compleja.

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Parte de la rica actividad intelectual, artística y artesanal de la Edad Media tuvo lugar en los monasterios cristianos que suelen evocar la idea de espacios cerrados al mundo, detenidos en el tiempo y dedicados a la oración o al ocio. La imagen que acompaña este texto es una temprana representación de un monasterio mozárabe que nos enseña sobre algunas actividades de la vida propia del claustro cristiano. Los arcos de herradura de la fachada del edificio dejan ver la influencia árabe y, en la torre, tres monjes tocan las campanas que sirven de reloj en una comunidad con severas rutinas y tareas que van más allá de la piadosa vida contemplativa. Podemos ver monjes ocupados en diversos oficios, dos de ellos trabajan en la escritura e iluminación de un texto, y otro, al parecer, corta un pergamino. Los monasterios fueron, esencialmente, centros de educación y entrenamiento del clero, y propiciaron el desarrollo de oficios, artes y conocimientos de diversa índole.

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Veamos algo de su historia: en el siglo VI, san Benito (ca. 480-547) estableció un monasterio en Montecassino, al sur de Roma, e instauró reglas y normas que definieron la vida que llevaron los monjes. Las normas, que fueron adoptadas de manera general por la mayoría de los monasterios a lo largo de la Edad Media, incluyeron rutinas diarias que fueron más allá de la contemplación y la oración. La propia subsistencia supuso la realización de múltiples oficios domésticos y mundanos, como la agricultura, la ganadería, la cocina y la elaboración de alimentos como pan, queso, aceite o vino.

Algunos de estos monasterios asumieron responsabilidades sobre el cuidado de enfermos, lo cual permitió un interesante desarrollo de prácticas curativas, el estudio de tratados sobre medicina y el cultivo de plantas medicinales. Las artes, como la música y la pintura, también hicieron parte de la vida monacal, pero tal vez el oficio monástico de mayor importancia en la historia de la cultura occidental fue la lectura y la escritura. No podemos pasar por alto que, para el mundo cristiano, la fuente de toda verdad religiosa proviene de un libro, y su lectura y difusión requiere de personas capaces de leer y escribir en latín y otras lenguas.

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Además, es un mundo en el cual la religión tiene que convivir con el pasado glorioso de la filosofía griega, que fue convirtiéndose en objeto de mayor atención gracias a la proliferación de la obra de pensadores musulmanes y de traducciones árabes de autores griegos.

Así, la mayoría de los monasterios fueron lugares de acopio y preservación de textos, para lo cual se contaba con bibliotecas y talleres llamados scriptoria, salas donde los libros necesitados por la comunidad monástica eran reproducidos por copistas. De no haber sido por este creciente ejército de escribas dedicados a copiar y traducir textos, gran parte del conocimiento antiguo no habría sobrevivido.

Un ejemplo notable de la tradición de traductores en el seno de la Iglesia cristiana fue Gerbert de Aurillac (ca. 946-1003), quien llegó a ser conocido como el papa Silvestre II. Por medio de contratos eclesiásticos y eficientes relaciones diplomáticas, Silvestre II logró adquirir tratados árabes sobre matemáticas y sobre el uso del astrolabio, que hizo traducir al latín. Así mismo, para mediados del siglo X, varios monjes se desplazaron a la península ibérica, entonces bajo el dominio musulmán, para hacer traducciones del árabe al latín de tratados de geometría, astronomía, óptica y medicina. El más importante de estos traductores del árabe al latín fue Gerardo de Cremona (1114-1187), quien viajó de Italia a España en busca del Almagesto, el gran tratado del astrónomo egipcio del siglo I, Claudio Ptolomeo. En Toledo no solo encontró esta obra, sino una activa vida intelectual, por lo cual decidió quedarse para aprender árabe y estudiar una valiosa colección de textos y autores griegos y árabes apenas conocidos en el mundo cristiano. Entre sus numerosas traducciones se destacaron varios de los escritos sobre cosmología y física de Aristóteles (La Física, Sobre el cielo, Sobre generación y corrupción, Meteorología, Lógica y Analíticos posteriores), los Elementos, de Euclides, y la obra matemática de Al-Khuarizmi; numerosos tratados de medicina, incluyendo los de Galeno y Avicena, y muchos otros textos de astronomía, astrología y alquimia.

En los siglos XI y XII, la creciente labor de traducción de tratados antiguos que los árabes habían estudiado y conservado durante siglos hizo que la relación entre filosofía y teología cristiana fuera cada vez más estrecha y compleja. Para finales del siglo XII, el mundo cristiano contó con versiones latinas de buena parte del saber griego y árabe, de la obra de Aristóteles, Euclides, Ptolomeo, de los escritos matemáticos de Al-Khuarizmi (780-850) y de la Óptica de Alházen (965-1040), para mencionar los más destacados.

La copia y la traducción nunca han sido labores puramente pasivas, suponen un interés, una comprensión, una interpretación, y no podemos limitar el papel del escriba religioso a la simple reproducción irreflexiva del dogma o de las ideas de otros. Estos nuevos materiales les dieron contenido a los nacientes programas curriculares de las escuelas de los monasterios y, más adelante, a los de la universidad medieval.

Es oportuno mencionar que existieron monasterios, aunque en menor número, para mujeres, y que allí también tuvieron lugar procesos de educación no muy distintos a los de los varones. Un caso emblemático es el de Hildegarda de Bingen (1098-1179). Madre superiora y fundadora de importantes monasterios femeninos en Alemania, Hildegarda fue una prolífica compositora, poetisa, autora de tratados sobre teología, historia natural y medicina. “Liber simplicis medicine” o “Physica”, una de sus más conocidas obras, fue un tratado sobre las propiedades terapéuticas de plantas, animales y minerales.

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El proceso de difusión del conocimiento antes del arribo de la imprenta moderna nos parece hoy dispendioso, lento e inestable; pero sin la meticulosa labor de los escribas medievales no hubiera sido posible el desarrollo de una compleja tradición filosófica cristiana, ni habría tenido lugar la llamada revolución científica del Renacimiento.

Por Mauricio Nieto Olarte

Mauricio Nieto Olarte es filósofo de la Universidad de los Andes y doctor en Historia de las Ciencias de la Universidad de Londres.
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