Como pocos personajes en la historia de la ciencia, Newton disfrutó en la última etapa de su vida de una amplia admiración y respeto de sus contemporáneos. En 1727, fue sepultado en la abadía de Westminster, de Londres; un honor que no había tenido hasta entonces ningún hombre de ciencia. Su merecida reputación no tiene relación alguna con sus predicciones astrológicas ni con su fascinación por las ciencias ocultas. El pronóstico newtoniano del fin de los tiempos en el siglo XXI no fue el resultado de deducciones matemáticas como las que encontramos en su gran obra Principios matemáticos de filosofía natural, y tampoco se sustentó en elegantes experimentos como los que hizo en el campo de la óptica. Su poco difundida predicción fue el fruto de su obsesivo estudio de textos sagrados.
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En 1936, John Maynard Keynes adquirió en una subasta una colección de manuscritos inéditos de Newton que, para sorpresa del mundo académico, contenía una nutrida colección de anotaciones sobre textos sagrados, magia y alquimia.
La imagen que acompaña esta entrega de El teatro de la historia es un fragmento de las notas secretas de Newton, en el cual vemos su versión de la piedra filosofal, el más codiciado objeto de los alquimistas, una substancia capaz de transformar metales en oro y ser elixir de la eterna juventud. En el dibujo son evidentes el lenguaje y los símbolos de la tradición hermética. En el centro vemos una estrella de siete puntas con las palabras “Prima Materia”; a su alrededor se aprecian siete estrellas análogas que evocan un cosmos en el cual los cinco planetas conocidos, el Sol y la Luna se relacionan con los humores de la tradición hipocrática y con los siete colores del arcoíris.
Estos documentos, donados por Keynes a la Universidad de Cambridge, evidenciaron que los intereses intelectuales de Newton no se limitaron al campo de la física y permitieron descubrir una mente aún más compleja y misteriosa. En Cambridge, Newton tuvo un laboratorio completo de alquimia donde pasaba días enteros entre libros y experimentos, y sabemos que su biblioteca atesoraba una robusta colección de textos de teología, magia y alquimia, los cuales estudió con obsesión. La explicación de estos intereses del padre de la física clásica solía justificarse como pasatiempos esotéricos, pero sin relación con sus labores genuinamente científicas. Esta es una versión del doctor Jekyll y Mr. Hyde, donde el gran experimentalista y matemático en su laboratorio de alquimia se transformaba en un delirante hechicero, lo cual no tiene ningún sentido y hoy sabemos que su interés por la magia y sus convicciones religiosas hicieron parte de sus teorías físicas sobre la mecánica celeste.
Sin duda, Newton fue un personaje complejo, pero hasta donde sabemos no sufrió trastorno de bipolaridad. El autor de los Principios matemáticos de filosofía natural y La óptica, el presidente de la Real Sociedad de Londres, el alquimista y el apasionado lector de textos sagrados fue la misma persona; una mente de insaciable curiosidad, un hombre de su tiempo inmerso en la vibrante vida intelectual de la Europa del siglo XVII.
Muy pronto, en el siglo XVIII se generalizó la idea de la ciencia newtoniana como el modelo de la nueva racionalidad de la cual hoy nos sentimos herederos. Pero Newton no se vio como el creador de una nueva forma de pensar, sino más bien como un elegido para reinterpretar una sabiduría muy antigua. Anhelaba la recuperación de una religión original y una filosofía natural pura que podría encontrarse en textos sagrados y antiguos y, por supuesto, en la naturaleza. La muy citada afirmación de Newton: “Pude ver más lejos porque estaba sobre los hombros de gigantes” nos invita a pensar en autores como Descartes, Galileo o Kepler; pero muy posiblemente él tenía en mente otro tipo gigantes, como Hermes Trismegistus, Pitágoras, Epicuro, Zoroastro, Orfeo y los evangelistas que revelaron la palabra de Dios.
En la época de Newton ganó credibilidad una visión corpuscular de la materia que defendieron autores como René Descartes, que promulgaba que todos los fenómenos naturales eran explicables en términos mecánicos. Para sorpresa e incomodidad de algunos, Newton nunca aceptó los principios de la filosofía mecánica cartesiana y, por el contrario, creyó necesaria la existencia de fuerzas ocultas como la gravedad. “Este hermosísimo sistema de planetas y cometas no puede derivar de causas meramente mecánicas”, escribió el pensador inglés. La realidad de fuerzas intangibles fue esencial para los magos y, por eso mismo, generó críticas de algunos de sus contemporáneos. Leibniz, por ejemplo, diría que “la gravedad, o cualquier otro de los principios ocultos de Newton, son conceptos escolásticos, cualidades ocultas o el efecto de un milagro”.
En el Renacimiento fue común la idea de que el estudio de la naturaleza nos conduce al conocimiento de Dios. Con una particular concepción teológica de la realidad, Newton no fue la excepción. Sobre las ideas de espacio y tiempo explicó: “Aquellos antiguos que entendieron la filosofía mística de manera correcta enseñaron que un espíritu infinito prevalece en todo el espacio, contiene y le da vida al universo, y dicho espíritu era su numen, de acuerdo con el poeta que cita el apóstol, en él vivimos, nos movemos y existimos”. Para Newton, entonces, existe un espíritu infinito y omnipresente que le da vida al universo, en el cual la materia se mueve siguiendo leyes matemáticas: “Él siempre permanece y está presente en todas partes, y existiendo siempre y en todas partes constituye el espacio temporal (…) Dios existe necesariamente y por la misma necesidad él está siempre en todas partes”. Esta idea de omnipresencia divina tiene una estrecha relación con las nociones de tiempo y espacio absolutos, esenciales en la física clásica. A diferencia de Descartes y su filosofía mecánica, en la cual el universo funciona como una grandiosa máquina sin lugar para intervención divina, para Newton la presencia y permanente acción de Dios en el universo es una condición necesaria del orden. Según él, ni los hombres ni las bestias podrían ser el resultado de “la mezcla fortuita de átomos”.
Sus reflexiones teológicas lo llevaron a una forma particular de anticatolicismo y a convicciones peligrosas para su tiempo, como su radical posición antitrinitaria y sus objeciones a la divinidad de Cristo. La hostilidad contra el catolicismo era parte de la vida de Cambridge en tiempos de Newton, pero sus ideas sobre la naturaleza humana de Jesús resultan contrarias a la esencia misma del cristianismo. La defensa pública de estas ideas, al igual que su cercanía a la filosofía oculta de los magos, pudo haber dificultado su célebre carrera pública.
Su reputación y la idea de Newton como padre de la física moderna es un merecido reconocimiento a su genial obra, pero su imagen algo idealizada fue posible porque él y sus herederos mantuvieron en secreto facetas de su vida que podrían contrariar a los defensores de la filosofía newtoniana como pilar de la modernidad científica.