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Los perfiles de Londoño: una furia plástica

Política hasta la médula, nunca panfletaria, Doris Salcedo crea obras que tienen la solemnidad de un acto litúrgico, la concisión del símbolo y la belleza de un teorema.

Julio César Londoño

29 de noviembre de 2025 - 06:08 p. m.
Doris Salcedo al recibir una medalla en la ceremonia de premiación del 35 Praemium Imperiale en Tokyo, Japan, en noviembre de 2024. EFE/EPA/FRANCK ROBICHON
Foto: EFE - FRANCK ROBICHON
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Hacer un perfil sobre Doris Salcedo no es fácil por dos razones: su obras pueden ser tan bellas como Palimpsesto, un desierto que llora, o tan crípticas como una mesa con una pata entablillada (quizá una metáfora de un hospital pobre), o como las 240 sillas que colgó en la fachada del Palacio de Justicia en un aniversario de la infausta toma, o como la inmensa sábana con la que amortajó la Plaza de Bolívar en octubre de 2016, luego del plebiscito por la paz. La otra razón es ella misma, su carácter. Doris es muy celosa de su vida privada. No suelta un dato íntimo ni a tiros. Solo después de joderle la vida y acosarla literalmente, me confió que tiene serios problemas de visión, una degeneración macular que le fue diagnosticada a los 30 años, hecho que ha influido de manera decisiva en su método de trabajo.

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«Jorge Luis Borges decía –escribe Doris– que cuando alguien tiene destino de artista, todo lo que la vida le da es un don, y para él la ceguera fue eso, un don. Yo decidí seguir ese consejo y transformar mi obra a partir de mi falta de visión. Por lo tanto mi dificultad, casi imposibilidad de trabajar mi obra yo sola, esa dificultad se convirtió en mi método de trabajo y la volvió una obra colectiva». Esta puede ser una de las razones por las cuales trabaja con grandes equipos. Y por las dimensiones de algunas de sus obras también, claro.

Así, pues, me limitaré a listar algunos datos de su currículo profesional, mis comentarios, críticas tomadas de la red y declaraciones de la artista del chat que sostuve con ella en los meses de junio y julio de este año (2025). El perfil propiamente dicho se los quedo debiendo.

Nació en Bogotá en 1958, en plena Violencia, en la sempiterna violencia colombiana, aunque el hecho que la marcó hondamente fue la toma del Palacio de Justicia en 1985. Creció en una familia de clase media: su padre era comerciante y su madre modista.

Estudió artes plásticas en la Universidad Jorge Tadeo Lozano de Bogotá, donde empezó a interesarse por la dimensión social y política del arte.

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A principios de los años 80 realizo una maestría en Escultura en la Universidad de Nueva York y descubrió a Joseph Beuys y al arte conceptual, que reforzarán su idea del arte como acción política y poética.

Entre 1987 y 1988 dirigió la Escuela de Artes Plásticas en Cali y más tarde dictó clases en la Universidad Nacional de Colombia. Formó a sus alumnos en el convencimiento de que el arte es también pedagogía cívica.

A finales de los 80 y en los 90 realiza las primeras obras basadas en la memoria social y trabaja con muebles y prendas (mesas, armarios, camisas, zapatos). Ya se percibe el rasgo que la acompañará: transformar objetos comunes en monumentos silenciosos al dolor colectivo. Siente que el panfleto y las obras de arte políticas son demasiado obvias y decide su estética: convertirá el panfleto en obras sutiles, poéticas y muy potentes.

En los 90 se casó con el sociólogo y notable escritor Azriel Bibliowicz.

Entre el 2000 y el 2010 obtiene reconocimiento internacional. En 2007 abre una grieta de 167 metros en la Tate Modern Gallery de Londres para protestar contra el racismo. Conocida como La grieta, se ha convertido en un ícono de las obras plásticas de duelo público.

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En el 2016 participa de manera activa en el proceso de paz y lidera una acción pública, Sumando ausencias, en la Plaza de Bolívar, con 7.000 nombres de víctimas del conflictos escritos con ceniza en telas blancas por decenas de personas voluntarias, y Doris se convierte en un referente moral y ciudadano de la plástica mundial.

En el 2018 presenta Fragmentos, espacio de arte y memoria. Embaldosó un gran salón con placas del acero resultante de fundir las armas entregadas por las Farc. Este trabajo lo realizó con un grupo de mujeres víctimas de violencia sexual.

Hoy trabaja en su taller en Bogotá. Insiste en que su obra es colectiva, no individual, y mantiene un perfil reservado: habla poco de su vida personal. Sus obsesiones son la memoria de las víctimas y el rol del arte en la sociedad.

Doris Salcedo ha expuesto su obra como artista invitada en las grandes galerías de los cinco continentes y obtenido premios tan destacados la beca de la John Simon Guggenheim Memorial Foundation en 1995, el Premio Velázquez de Artes Plásticas en 2010, el Hiroshima Art Prize en 2014, el Nasher Prize de Escultura en 2015 y el Premio de Arte Nomura en 2019.

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Palimpsesto

Si estuviera en mis manos salvar dos obras de arte de un cataclismo universal, elegiría la estela de Hamurabi, ese monolito de piedra negra de la Sala Richelieu del Louvre, el primer código de derecho de la humanidad. Tallada hacia 1760 a. C., es el primer intento de la humanidad para superar la bárbara justicia de «ojo por ojo y diente por diente».

La segunda obra que salvaría del cataclismo es Palimpsesto de Doris Salcedo. Presentada en 2017 en el Palacio de Cristal de Madrid, está hecha con dos materiales eternos, piedra, agua.

Es un homenaje a los migrantes que mueren ahogados en el Mediterráneo tratando de llegar a Europa. Es un pavimento formado por losas de piedra clara, pulida con esmero, que se ofrece como un lienzo solemne. La piedra, en su dureza y permanencia, evoca la memoria, la tumba sin cuerpo y el espacio ritual en el que se inscriben los nombres de los náufragos.

Pero la escritura no está grabada en la materia; se forma con gotas de agua que brotan una por una entre la piedra. A través de diminutos orificios de las losas, un complejo sistema hidráulico —regulado por un engranaje de microtubos y computadores ocultos— hace aflorar gotas que, con la precisión de una impresora láser, dibujan nombres: Jaime, Abdala, Mohamed, Simón… Nombres frágiles, condenados a diluirse en la piedra, como los migrantes en las arenas del mar. Las gotas emergen, tiemblan, se juntan formando letras, se expanden, brillan unos segundos y desaparecen en un ciclo de aparición y fuga que convierte la inscripción en un acto vivo y efímero. Así, la memoria se hace líquida: no fija la ausencia, la recuerda en su fugacidad.

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El mecanismo que sostiene este milagro permanece invisible. Doris ocultó la parafernalia técnica para que la atención del espectador se concentrara en la delicada presencia del agua. Esa ocultación refuerza la paradoja: la sofisticación de la máquina desaparece en favor de la sencillez poética de la imagen.

El lugar elegido, el Palacio de Cristal de Madrid, potencia el efecto. Sus paredes transparentes y la luz que inunda el espacio multiplican los reflejos del agua y los brillos de la piedra húmeda, de modo que la contemplación de los nombres adquiere un carácter casi litúrgico.

En su núcleo, Palimpsesto está hecho solo de piedra, agua y cálculo. Pero de su conjunción brota una fuerza capaz de transformar el espacio en lugar de duelo, memoria y resistencia poética.

Un viejo sueño de los poetas es lograr que las palabras se parezcan a las cosas que ellos cantan. A veces rozan el milagro, como en el poema El viudo, de Neruda:

Daría este viento de mar gigante por tu brusca respiración/ oída en largas noches sin mezcla de olvido/ uniéndose a la atmósfera como el látigo a la piel del caballo./ Qué no daría por oírte orinar, en la oscuridad/ en el fondo de la casa/ como vertiendo una miel delgada, trémula, argentina, obstinada.

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Palimpsesto repite el milagro con una mímesis perfecta. El granito de las losas es la arena del mar. Las gotas de agua son el mar y también lágrimas trémulas, argentinas, de un desierto lloroso. Los nombres de los migrantes duran unos segundos sobre la superficie (Safí, Siyap, Mohammad, HeyamHaytham…) tan poco como el tiempo que ocupan en los noticieros las noticias de los naufragios. Son nombres devorados por la arena y el agua, como ellos. ¿Cómo diablos hizo Doris para calcar el drama con esa elegancia de teorema, con esos materiales tan austeros, con esa puesta en escena que parece copiar punto por punto el drama que representa?

Sobre ella han escrito los más agudos críticos plásticos del mundo. Holland Cotter, por ejemplo, hizo una profunda lectura del trabajo de Doris en The New York Times y destacó la carga política y emocional de sus obras. Cotter señala que «Salcedo no crea arte para el deleite estético», sino como forma de duelo, testimonio y resistencia frente a la violencia y la injusticia social en Colombia y en el mundo.

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El artículo subraya que la obra de Salcedo está anclada en la memoria de las víctimas: desaparecidos, desplazados, torturados. Utiliza materiales humildes como madera, ropa usada, cemento o tierra, y los transforma en instalaciones silenciosas y estremecedoras. Destaca obras como Shibboleth, una grieta larguísima y honda abierta en el suelo de la Tate Modern como símbolo del abismo social entre ricos y pobres.

Salcedo no representa el dolor: lo encarna en el espacio. El arte, en su visión, no debe ofrecer consuelo, sino verdad. Para Cotter, su trabajo es un acto ético: «enfrenta el sufrimiento humano con sobriedad, sin estetizarlo» ni explotarlo. Su lenguaje es austero, pero poético. Su objetivo no es conmover superficialmente, sino convocar una forma de memoria activa.

En suma, Cotter define a Doris Salcedo como una artista cuya obra se mueve entre la política, la escultura y el duelo, con una potencia moral que trasciende las modas del arte contemporáneo.

Suscribo las palabras de Cotter salvo su creencia de que a Doris no le importa lo estético. Si algo hay en las obras de Doris, desde los bellos títulos hasta los últimos detalles de sus obras, es una irrenunciable vocación estética. Sus obras son siempre una protesta furiosa en el fondo y delicada en la forma.

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La paloma y el sudario

El plebiscito sobre el acuerdo de paz realizado el 2 de octubre de 2016 nos tuvo a todos con los pelos de punta. La campaña por el No fue ruin y eficaz.

Pero esto ya es historia. Ahora solo quiero comparar dos obras que apoyaban el acuerdo y que fueron realizadas por los dos más grandes escultores del país: «La paloma de la paz» de Botero fue develada en la Casa de Nariño el 24 de septiembre. Tenía 70 centímetros de altura, era de bronce, estaba pintada de blanco y tenía el pico dorado. «Sumando ausencias», de Doris Salcedo, fue instalada en la Plaza de Bolívar de Bogotá el 11 de octubre, 9 días después del plebiscito. La paloma tuvo cierta resonancia por el peso de su autor, pero como símbolo no nos dijo nada porque ya era una figura gastada. Un cliché.

Doris, en cambio, cubrió la Plaza con una enorme mortaja, una obra colectiva, honda, manual, femenina, estremecida. La Plaza fue literalmente «intervenida». Quirúrgica y síquicamente intervenida. Las negras costuras de los retazos que conformaban la mortaja podían simbolizar «unión», «suturas», «reconstrucción del tejido social» o perforaciones menores que le hacían un contrapunto minucioso y discreto a la gran perforación central de la gran mortaja por donde emergía la estatua de Bolívar.

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El marco era irónico y monumental: el Capitolio, el Palacio Liévano, el Palacio de Justicia, la Catedral. La tinta, la única posible para ese contenido, ceniza. Polvo negro y efímero. Nunca rojo (era una obra de duelo, no de violencia). Sobre cada retazo de la enorme colcha se escribió el nombre de una víctima en una fuente desnuda, sin serifas, de la familia de las paloseco, la fuente preferida por Doris.

«El arte se sitúa en una intersección precisa entre el silencio y la elocuencia. Quizá por esto utilicé ceniza. Como en la vida, los nombres se irán borrando de la tela…», dijo Doris con un dolor apenas atenuado por la ira y el conceptualismo.

Nota al margen. Con una miopía inexplicable en un artista de su talla, Botero desprecia el arte moderno. Si de él dependiera, obligaría a los artistas a observar con sumo rigor los cánones clásicos y quemaría todo asomo de desviación del canon: las instalaciones, las intervenciones, los cuadros abstractos y los performistas. Y hasta su propia obra, que es una suerte de cómic renacentista, es decir, una variante moderna, pero aún figurativa, de una vieja mirada sobre el mundo y las cosas. Botero ignoró la evolución del arte y de los signos. Quizá es por esto mismo que su obra nos parece desconectada de nuestro tiempo. Quizá es por esto que no dejó escuela.

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Doris, en cambio, explora técnicas y materiales, vive atenta a los cambios del mundo y a la rotación de los signos. Estudia, frecuenta las «mecas» del arte del mundo y las últimas veredas del país, habla con las viudas, les pide camisas de los difuntos, las almidona, plancha y dobla con cuidado, las arruma y las ensarta con varillas puntudas. O entablilla la pata de un catre de hospital. O taladra el piso de concreto de la sala de turbinas de la Tate Gallery y abre una grieta larga, honda, simple y dramática para recordarnos la honda fractura de la humanidad.

A veces la traicionan el corazón y la esperanza. Entonces brotan, de la barriga de una mesa patasarriba, lancitas de yerba tierna, como esas plántulas que asoman, tercas y heroicas, entre las grietas del asfalto.

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