¿Cómo se dirige un diario? Los autores del “Monde des Journaux” lo saben, por haber observado lo que pasa en las grandes redacciones parisienses. Pero antes de ver lo que ellos han apuntado en sus cuadernos de notas, me parece prudente oír las confesiones de un escritor que conoce el asunto por experiencia.
Me refiero a M. León Bailby, que del “Intransigeant” modestísimo de hace quince años, ha hecho un periódico de la tarde que puede competir, en tirada, en influencia y en prestigio con otros tres o cuatro más importantes de la mañana. Nacionalista y conservador en política, este hombre es revolucionario y cosmopolita en el periodismo.
Así, al pensar en edificar el palacio en que ahora se hallan los servicios y los talleres de su popularísimo cotidiano, comenzó por hacerse un estudio detenido de lo que, en el mismo terreno, existe en el extranjero.
Eso, en París, parece un lujo inútil. Los lectores y los anunciantes están acostumbrados a ver las redacciones instaladas en casas viejas que fueron hechas para cualquier cosa, menos para abrigar una imprenta y una colmena de repórteres.
No diré que exista aún, como en España, la mesa redonda en la que todos trabajan juntos, a hora fija, entre bromas y tazas de café. No. Los que escriben están bien alojados por lo general. Los que administran también. Y el director, por su parte, tiene casi siempre un despacho suntuoso. Pero todo eso está mal agenciado desde el punto de vista técnico; con su magnífico alcázar de hierro y cristales en pleno centro, Bailby se ha mostrado, pues, como el precursor de su gremio.
Otros hablan ya, no de imitarlo, pues nadie confiesa sus imitaciones, sino de superarlo. Él, muy tranquilo, muy satisfecho de su obra material y de su obra espiritual, seguro de que tanto los políticos cual los intelectuales estiman su modernismo, confiesa que lo único que lo preocupa es el miedo de perder algún día su contacto íntimo con la opinión.
—Todo el secreto del éxito —dice—, está en ese contacto. Ahora, nos hallamos en una época de cultura refinada, en que el público necesita que los hombres más eminentes en las letras, en el arte, en la ciencia, le expongan día por día sus ideas. Esto ha creado el admirable renacimiento de la crónica que se nota en todas partes.
Luego no se puede decir que uno dirige un movimiento; ni tampoco que uno se somete a él; entre un diario y la opinión, existe un cambio continuo de impresiones, de consultas, de sugestiones. A veces, ante ciertos ofuscamientos de la masa, hay que tener el valor de gritar la verdad, aun a riesgo de disgustar.
De lo que se trata es de llegar a inspirar al público con una confianza suficiente para que nos escuche en los casos graves, con la convicción de que el móvil que nos guía es siempre desinteresado y noble. Yo de lo que me siento más orgulloso es de poder declarar en alta voz, sin temor de ser desmentido, que jamás he engañado a mi público.
Hay en el mundo una ansia de veracidad. La gente no quiere ya que la adulen. Lo que pide es que le hable con voz sincera. Eso, en todos los órdenes de cosas, literatura y política, arte y economía, finanzas y ciencias. Hay una ansia de saber. Por eso, un número de un diario bien hecho es ahora algo así como un magazine y una revista en comprimidos.
En términos generales, puede decirse que estas palabras contienen el programa de todos los directores de diarios parisienses que no son aspirantes a ministros o apóstoles de partidos extremos. Un León Daudet, adalid de las quimeras monárquicas, lo mismo un Cachín, campeón de las utopías comunistas, pueden no dársele la menor importancia a lo que, en sus respectivas gacetas, no entra dentro de la norma de sus predicaciones.
Los de este temple no son, en realidad, periodistas. Son misioneros. El papel en el que imprimen sus artículos, es un panfleto. Sus lectores no buscan allí más que ecos de lucha en pro de un ideal determinado. Así, no son los directores de tal especie los que hoy nos interesan, sino los otros, los que, aun militando dentro de uno de los grandes partidos que gobiernan, saben no hacer de su diario un órgano de sus pasiones o sus intereses, para no quitarle su universalidad amplia, generosa y ecuánime de eco de todos los rumores, de espejo de todos los espectáculos, de consejero para todos los conflictos, de tribunal para todas las causas, de vulgarizador de todas las enseñanzas, de revelador de todas las bellezas, de barrera contra todas las injusticias.
Un gran periódico de información es tal vez el organismo más complicado y más delicado que existe hoy en el mundo. Los que se hallan al frente de uno de esos organismos, lo saben por experiencia. Para ellos no existe nada más que su trabajo. En todas partes en donde los vemos intimamente a alguno de ellos y sé hasta qué punto la responsabilidad periodística, la actividad periodística, la curiosidad periodística, la ansiedad periodística, es una fiebre perpetua.
¡Ah, mi pobre y gran amigo Cortejarena, cómo me acuerdo de los días en que, en medio de una fiesta, en una cena íntima, en el teatro, en cualquier parte, de pronto, me hablaba al oído, para comunicarme alguna idea que acaba de serle sugerida por las circunstancias y que era indispensable aprovechar para el diario!
Bien puede decirse que aquel maestro de nuestro oficio, no vivía sino para “La Razón”, a la que le consagraba todos sus entusiasmos, todas sus inquietudes, todas sus fuerzas, todas sus ilusiones, toda su noble existencia, en fin, y toda su admirable inteligencia.
Y lo mismo puede decirse de don Torenato Luca de Tena. Antes de lanzarse a las luchas de la prensa, habría podido, con los millones heredados de sus padres, con su nombre, con sus gustos artísticos, ser un aristócrata de los que saborean las mieles del mundo, sin probar sus hieles.
Ahora, con su fama, podría ser ministro, ser embajador, ser lo que en la política se le antojase. Siempre ha preferido, sin embargo, no ser más que director de ese su “A.B.C.”, que no lo deja ni comer a su gusto, ni disponer de sí mismo un día entero, pero que es su vida, su amor, su ternura, su entusiasmo, su orgullo.
Yo me explico muy bien tales pasiones. Hay una embriaguez inconsciente en el hecho de saber que somos nosotros los que, cada día, podemos inclinar la opinión de una gran parte del país, hacia las ideas que nos parecen justas y bellas. Pero en su libro intitulado “Le Monde des Journaux”, Billy y Piot no consideran el asunto desde este punto de vista. Desdeñando lo que palpita de pasión en el alma de los directores, se contentan con mostrárselos en el ejercicio de sus funciones. Los hay, según parece, de tres especies: los visibles, los invisibles y los intermitentes.
—Los visibles —dicen nuestros autores—, están siempre presentes, entre sus redactores; si se espera una noticia importante, bajan a la imprenta con sus secretarios, se colocan al lado del teléfono, dan indicaciones para la confección del número, trabajan, en suma, como los más modestos de sus subordinados. Los invisibles prefieren no entenderse más que con sus jefes de servicio y muy a menudo, un colaborador que lleva muchos meses trabajando en la casa, no lo conoce siquiera...
Adrien Hebrard, el ilustre director del “Temps”, era de los primeros: entraba en la sala de la redacción en que se reunían para charlar, sus colaboradores, y siempre les decía, como dándoles una consigna: “Ya sabéis que es necesario ser aburridos, señores y huir del ingenio”.
En cuanto a los intermitentes, son los que desaparecen a veces tres meses de su despacho, luego vuelven, trabajan, se meten en todo, están allí día y noche, leen los manuscritos y señalan con lápiz azul las faltas de gramática, se interesan hasta por las gacetillas, tienen cinco o seis ideas por hora, lo mueven todo y luego desaparecen de nuevo por algunas semanas.
Y todos ellos, visibles, invisibles o intermitentes, a pesar de ser personajes de importancia, son casi desconocidos para el público. Fuera de algunos que son, al mismo tiempo, polemistas, como Gustavo Terry, y de otros que son populares como Coty, la mayoría permanece anónima. Entre los millones de lectores del “Matin”, son contadísimos los que conocen el nombre de Buneau Varilla o de Jean Sapene; ignoran asimismo a Letellier y a F. J. Bouthon; a Jean Dupuy se le conoce porque su padre fue ministro, no porque jamás aparezca su firma en su “Petit Parisien”.
Entre los que citan en estas últimas líneas Billy y Piot, hay uno que lejos de ignorar lo que significa, como importancia, la dirección de un gran diario, tiene fama, entre colegas, de creerse uno de los hombres más poderosos del mundo. Este es el que, oyendo un día hablar de las grandezas de la corte de Inglaterra, exclamó, golpeando los brazos de su butaca directorial:
-“Ce fauteuil vaut trois trónes”... (Esta silla vale tres tronos)
La frase es popular entre periodistas. Y aunque todos sonrían al repetirla, no hay duda de que algo de verdad contiene. Un hombre como Lord Northchif, sentado en un sillón del “Times”, tenía derecho a decirse que su capricho podía ser más trascendental que el de cualquier monarca de Europa. Pero, afortunadamente, para llegar a tales situaciones, es preciso ser incapaz del menor capricho.
No hay idea, en efecto, de la voluntad, de la tenacidad, de la fuerza moral, del dominio de sí mismo, que un hombre cuya voy puede influir en la opinión pública, necesita para conservar su clarividencia. Solicitado por los más opuestos extremismos, ha menester de no perder nunca de vista el fiel de la balanza, para no arriesgar su prestigio. Porque los trabajos de veinte años que se requieren para consolidar la influencia de un periódico, una simple locura puede anularlos.
Hay ejemplos de caídas célebres, que, vistas a través del tiempo, parecen inexplicables. Por eso, el buen director, es el que no improvisa, el que no tiene ímpetus, el que jamás pierde de vista al público, el que sigue las evoluciones del gusto, el que inspira confianza, el que, huyendo de estrecheces de criterio, abre sus páginas a todas las ideas, a todas las novedades, a todas las generosidades.
En ese sentido, Bailby tiene razón: el diario debe ser, en nuestra época, un magazine y una revista en comprimidos. En cuanto al director, el propio Bailby explicando su sistema, lo define al decir:
“El secreto del éxito está en el contacto íntimo con la opinión... La gente tiene ansia de veracidad... Yo me siento orgulloso de asegurar que jamás he engañado a mis lectores... Estamos en una era de cultura refinada...”
El que así habla merece el puesto que ocupa entre los apóstoles espirituales de nuestra época...