“Cuando se sentaban a descansar, los trabajadores de la finca se ponían a hablar. Echaban unos cuentos que se sacaban quién sabe de dónde, pero que a mí me divertían. Yo me hacía la boba, la que no escuchaba, pero ahí estaba bien pendiente. Cualquier día le escuché decir a uno de ellos: ‘Compadre, si ves alguna luz extraña en el horizonte, tienes que decir ¡Ahí va!, pero nunca ¡Ahí viene!, porque efectivamente la luz se te va a acercar y sabrá Dios que querrá ese muerto errante. Yo me reí: ‘Hombe, qué va’, pensé, hasta que un día se me hizo tarde en el pueblo y tuve que regresar en la noche con mi caballo. Vi la tal luz y tuve tiempo hasta pa’ preguntarme qué habría hecho Francisco el Hombre, porque a pesar de que yo no llevaba acordeón, ese podía ser mi enfrentamiento con el diablo, o ¿con la luz? Se me olvidó seguir las recomendaciones del tal cuento, no dije ni ahí viene ni ahí va, a mí solo se me ocurrió espoliar ese caballo para salir disparada. Casi me mato. La luz era de una bicicleta y el diablo tampoco llegó, pero ese cuento se lo eché a Escalona, y de ese cuento hay canción, pero ya yo no tuve cómo recordarla y ahora solo me acuerdo del cuento, y de que colaboré pa’ que se escribieran los vallenatos de Escalona”.
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Rafael Escalona de viejo reveló lo que de pequeño lo impulsó: “El viejo Pedro contaba que la amarilla del cielo, la luna, le contaba las historias, y yo nunca dudé de eso. Después yo decidí decirle que mis historias me las contaban las piedras, y creí que me creyó”. Así se lo confesó a Diego Guerrero en una entrevista publicada en el periódico El Tiempo. Le dijo que los que eran viejos cuando él era niño se contaban los secretos, y que a él esos secretos le interesaban, así que se escondía para escucharlos. Su mamá, que prefería tenerlos a él y a sus hermanos al margen de las conversaciones adultas, lo mandaba a comprar cocadas, pero qué va, si comer nunca iba a ser mejor que escucharle al viejo Pedro sus cuentos mágicos que después resultaban ciertos.
A Escalona, al juglar que se quedó con el título más grande de todos, lo recibió Patillal, Cesar. Ni nació en cuna pobre ni tuvo que luchar para que no lo dejaran cantar: no cantó ni tocó. Él, que se dedicó a componer, solo necesitó de la vida, de la propia, del calor en el que creció, de la tierra en la que se crió y luego extrañó, de la escuela en la que aprendió, y de las mujeres que conoció. La primera que compuso la escribió cuando tenía 15 años, cuando supo qué era sentir una nostalgia que se le manifestó cuando tuvo que perder y extrañar:
“Cómo recordamos al profe Castañeda, si de aquí ninguno quiere que él se vaya. Qué triste quedó el Loperena, qué tristes quedaron sus aulas. Con profundo sentimiento le decimos, el pesar en el que se encuentra el Loperena. Él nos dijo adiós porque se ha ido, le dijimos adiós pero que vuelva, pero que vuelva, pero que vuelva el profe Castañeda. Y cuando ronca el viento frío de la nevada que en horas de estudio llegó al Loperena, ese frío conmueve toda el alma, igual que la ausencia de Castañeda, pero que vuelva, pero que vuelva, pero que vuelva el profe Castañeda”.
Los datos de la vida de Rafael Escalona son bien conocidos: cuando solo fue Rafael Calixto estuvo en Patillal: en ese pueblo que amó con fuerza hizo la primaria y escuchó las primeras historias de la Guerra de los Mil Días, en la que su padre fue un coronel, y supo de los chismes de los amores, de los muertos y los juglares. Ahí supo de Francisco el Hombre y de su enfrentamiento con el diablo. Después tuvo que pasar a Valledupar, ciudad en la que estudió en la escuela Loperena y adoró al profesor Heriberto Castañeda. Ahí, seguramente, comenzó los amores de los que después perdió la cuenta. Escalona amó sin reparos, sin límites. No escatimó en esfuerzos ni canciones para convertirse en el máximo explorador de las distintas pieles que lo pusieron a flotar. Fue la antesala de su amor más celebre, el de la Maye, a la que le compuso canciones que los convirtieron en la pareja más famosa, en un mito.
Del Loperena pasó al liceo Celedón, que tenía ese nombre por el apellido de su tío, el obispo Rafael Celedón Ariza, después inmortalizado por García Márquez en Cien años de soledad, donde las canciones de “el sobrino del obispo” serían parte del “vallenato de 350 páginas” que escribió el nobel, su amigo, su “primo”. Los datos son sencillos, son ubicables, anotables, son pasos, niveles. Los vivió él y el resto. Lo que destacó a Escalona es que para él fueron más que eso: los convirtió en historias y los hizo trascendentes, los agregó al ADN de un país que luego se apropió de sus crónicas bailables. Además de pensar la cotidianidad con acordeones, se fijó más allá y agregó el “diablo al que le llaman tren”, y a Santa Marta, al frío de la Sierra, Manaure, Fundación, y hasta el aire: allá le iba a construir la casa a Adaluz, su hija mayor.
Ni tuvo la voz para la potencia que quería en sus vallenatos, ni supo cómo tocar los instrumentos que le darían vuelo a sus historias. Lo que tuvo Escalona fue la sensibilidad para entender que la vida no podía ser tan insulsa. Tuvo corazón para enamorarse mil veces y reconocer a los más de 20 hijos que tuvo. Daniel Samper Pizano, en una publicación en El Tiempo, contó que alguna vez le preguntaron a Escalona si era cierto que la cuenta de hijos ya había pasado el número 50: “Si cada disparo fuera un muerto, contestó con una sonrisa traviesa, los cementerios estarían repletos”. La agudeza y la rapidez con la que respondió esa pregunta fue la misma que usó para retratar a su Caribe, tan cálido, salado, bailable, tan enviciador.
Escalona se murió en Bogotá, en donde tal vez también “pasó el hambre que se pasa cuando un vallenato sale de su casa”. Tal vez el apetito lo sintió en el estómago, en esa parte que queda entre el pecho y el ombligo en donde también se sienten las demás penas que no se llenan con comida ni con plata. Tal vez ahí siguió añorando la humedad de su Caribe, de su Patillal, del suelo que le sacó letras hasta de un armadillo, de un jerre jerre que se salvó de seis tiros que Escalona se abstuvo “de meterle”.
Escalona, que logró tender un puente más sólido entre Valledupar y la capital, nos puso a llorarlo, y de ñapa a rezarlo, y claro que para él y por él, el traje negro, aunque no gustáramos de él, no fue un esfuerzo para hace diez años decirle adiós al juglar que, generosamente, le dejó testamento a la Maye, sus hijos y el país entero.