El Magazín Cultural

“Luchar contra la dominación blanca, y también contra la negra”

Esta semana Sudáfrica celebra cien años del nacimiento de Nelson Mandela, el primer presidente negro de la nación.

SORAYDA PEGUERO ISAAC
20 de julio de 2018 - 03:00 a. m.
Mandela estaba dispuesto a alcanzar su anhelo, aunque en el camino pudiera dejarse la vida y fuera necesario poner Sudáfrica del revés. / AFP
Mandela estaba dispuesto a alcanzar su anhelo, aunque en el camino pudiera dejarse la vida y fuera necesario poner Sudáfrica del revés. / AFP

Se llamaba Rolihlahla. En la lengua de la tribu xhosa, Rolihlahla significa “arrancar una rama de un árbol”. El primer día de clase, la señorita Mdingane les cambió el nombre a todos sus alumnos. Era una vieja costumbre. Los blancos decían que no sabían pronunciar los extraños nombres que los negros les ponían a sus hijos. Los blancos mandaban. Al pequeño Rolihlahla, personaje de siete años que vestía unos pantalones de su papá, cortados a la altura de las rodillas y atados a la cintura con una cuerda, la señorita Mdingane le dijo: “A partir de hoy te llamarás Nelson”.

El padre de Nelson Mandela ostentaba un título de jefe por derecho de sangre. Tenía tierras, un rebaño, cuatro esposas y más de una docena de hijos. Aunque las autoridades oficiales menospreciaban su cargo, contaba con el respeto de su gente y prestaba sus servicios de consejero a importantes jefes de la tribu xhosa. Todo marchaba bien, hasta que una confrontación con un comisario acabó con todos sus privilegios. Sin título ni propiedades, los Mandela tuvieron que abandonar Mvezo, la aldea en la que nació Nelson Mandela el 18 de julio de 1918. Cuando la familia partió rumbo a Qunu —el pueblo de la madre— el pequeño Nelson tenía pocos meses de nacido.

Nelson Mandela disfrutaba de los placeres sencillos que le ofrecía Qunu: comía miel silvestre, bebía leche directamente de la ubre de las vacas, nadaba en las límpidas aguas de los arroyos, jugaba a la guerra con sus amigos y moldeaba animales con arcilla húmeda. El comisario y el tendero del pueblo eran los únicos blancos que había visto de cerca: “Me parecían grandiosos como dioses, y era consciente de que había que tratarlos con una mezcla de miedo y respeto”.

A los nueve años recibiría el primer golpe de su vida: su padre murió mientras fumaba. Tras la pérdida, el jefe del pueblo thembu quiso hacerse cargo de él. Lo acogería en su casa y lo educaría como a uno de sus hijos. Era una oportunidad única para Mandela y, al mismo tiempo, era como si lo arrancaran del tronco que lo sostenía. Su madre era el centro de su universo, y Qunu, el lugar de las horas más felices de su infancia: “Qunu era el mundo que conocía, y lo amaba con ese amor incondicional con que el niño ama su primer hogar”.

Su nuevo hogar estaba en Mqhekezweni, la capital provisional de Thembulandia. Durante las reuniones que se celebraban en la casa de su tutor, Mandela empezó a coquetear con la política, a codearse con líderes de la región y a interesarse por la historia africana. Él mismo estaba llamado a seguir los pasos de su padre. Estaba siendo educado para convertirse en consejero del rey thembu. Durante aquellas reuniones aprendió que “la democracia significaba que todo hombre tenía derecho a ser oído, que las decisiones se tomaban conjuntamente, como pueblo, y que una minoría no podía verse aplastada por la mayoría”.

Tenía 16 años cuando ingresó como interno en el Instituto Clarkebury, uno de los más exclusivos de la región. A los 19 se trasladó a Healdtown, una escuela que acogía a más de un millón de estudiantes. A los 21, su tutor le compró su primer traje y lo matriculó en la universidad de Fort Hare. Mandela se había convertido en un joven ejemplar. Practicaba deporte —tenis, fútbol, carrera de fondo, boxeo—, estudiaba política, inglés, antropología, derecho romano y administración nativa. Era ambicioso, sumamente disciplinado y, sobre todo, obediente. Se mostraba dispuesto a cumplir con lo que se esperaba de él, pero no a cualquier precio. Cuando regresó a su casa, durante unas vacaciones de la universidad, su tutor lo esperó con la noticia de que había arreglado dos matrimonios: uno para él y otro para su hijo mayor. Los muchachos, conmocionados con la novedad, permanecieron en silencio. “He asistido a la escuela y la universidad durante años, he tenido una serie de líos amorosos —pensaba Mandela—. Yo soy un romántico, y no estoy dispuesto a que nadie, ni siquiera el regente, decida quién ha de ser mi esposa”.

Nelson Mandela llegó a Johannesburgo en 1941 huyendo de un matrimonio obligado. Durante su primera noche en la ciudad más grande de Sudáfrica, él y su hermano adoptivo durmieron en el suelo, en el área de servicio de la casa de una familia blanca. Abandonar los estudios no era la falta más grave que habían cometido; desafiar la autoridad del padre y eludir la tradición del pueblo xhosa podía acarrearles grandes dolores de cabeza. Sin el apoyo moral y económico del jefe de la familia, no les quedaba más remedio que recurrir a las mentiras para justificar su huida y procurarse un empleo en la ciudad.

La mayor ambición de Nelson Mandela era convertirse en abogado. Se lo comentó a Garlick Mbekeni, un primo suyo que se dedicaba a la venta ambulante en Johannesburgo. Su primo le propuso visitar el despacho de un hombre importante, dueño de una agencia inmobiliaria y miembro del Congreso Nacional Africano (CNA). Su nombre era Walter Sisulu. Ninguno de los dos, ni Sisulu ni Mandela, podía imaginar el impacto que tendría ese primer encuentro en la vida de ambos y, a una escala mayor, en la historia de su país. Ninguno de los dos podía sospechar que unos años más tarde, en 1964, serían condenados a cadena perpetua por oponerse a las políticas raciales discriminatorias del gobierno sudafricano.

Desde 1948 y hasta 1992, el Gobierno del Partido Nacional estableció un sistema de segregación racial conocido como apartheid. “Hoy día Sudáfrica vuelve a ser nuestra, Dios permita que sea nuestra siempre”, dijo el primer ministro sudafricano Daniel Malan, en su primer discurso. Cuando decía: “Sudáfrica vuelve a ser nuestra”, Malan se refería al 21 % de la población, hablaba sólo de los ciudadanos blancos. El resto de la población, 68 % negra y 11 % mestiza, debía conformarse con los parques para negros, barrios para negros, playas para negros, aviones para negros, puertas de acceso para negros, ambulancias para negros, escuelas para negros, autobuses para negros. Todo de calidad inferior. Para completar la oferta: votar era un derecho que los negros tenían prohibido.

Nelson Mandela tenía aspiraciones de altísimos vuelos: “Durante toda mi vida me he dedicado a esta lucha por el pueblo africano. He luchado contra la dominación blanca, pero también contra la dominación negra. He anhelado el ideal de una sociedad libre y democrática, en la que todas las personas puedan vivir juntas, en armonía y con igualdad de oportunidades”. Mandela estaba dispuesto a alcanzar su anhelo, aunque en el camino pudiera dejarse la vida y fuera necesario poner Sudáfrica del revés. Impulsaría la desobediencia civil contra el apartheid, sería señalado como un peligro público, perseguido y puesto tras las rejas durante 27 años. Después se convertiría en el primer presidente negro de Sudáfrica. Pero antes debía crearse una reputación a la altura de su nombre. Para la gente del pueblo xhosa, Rolihlahla también quiere decir “revoltoso”.

Los trabajadores negros del sur de África cantaban una canción que iba marcando el paso al tren de vapor que los llevaba hasta las minas de oro de Johannesburgo. La canción se llama Shoshozola, una palabra de origen zulú que significa “abrirse paso”, “avanzar”.

Mientras trabajaban en la cantera de cal de la prisión de Robben Island, Nelson Mandela y sus compañeros solían cantar esta canción. El 24 de junio de 1995, en el estadio Ellis Park de Johannesburgo, las voces de los hombres, las mujeres y los niños negros se sumaron a las voces de los hombres, las mujeres y los niños blancos. Después de 50 años de odio racial, Nelson Mandela sonreía como no lo había hecho en mucho tiempo. Lo había conseguido. Sudáfrica cantaba la misma canción: Shoshozola.

Por SORAYDA PEGUERO ISAAC

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