Establecidos en 1790 para quemar los libros de influencia inglesa de las colonias. Primer bombero: Benjamin Franklin.
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REGLAMENTO
- Responder de inmediato a la alarma
- Iniciar el fuego rápidamente
- Quemarlo todo
- Regresar inmediatamente al cuartel y redactar un informe
- Permanecer alerta ante otras posibles alarmas
(Fahrenheit 451, Ray Bradbury)
No es coincidencia ni un hecho al azar que Bradbury haya escrito en esta distopía que el primer bombero encargado de quemar libros desde 1790 fuera Benjamin Franklin. Franklin: el mismo que, en la vida real, fundó la primera biblioteca pública de Filadelfia, el primer cuerpo de bomberos de la ciudad y la Universidad de Pensilvania.
La manipulación histórica tiene su justificación en esa quema de libros, en la legitimidad de la censura. Entonces la reputación de Franklin se tergiversa y se adapta para darle autoridad a una práctica opresiva que, en la realidad, contrasta con sus verdaderas contribuciones.
Fahrenheit 451, de Ray Bradbury, nos abre las puertas a un mundo en el que los libros solo sirven como entretenimiento para los ojos que se jactan de alzarlos en llamas, un mundo donde de las mangueras ya no sale el líquido frío que apaga incendios, sino que se transforma en fuego que provoca que los libros —aunque no tengan piernas— intenten huir para refugiarse en alguna estantería. En ese mundo, condenado al olvido, incluso la historia ya escrita puede cambiar.
Entre 2024 y 2025, Estados Unidos registró cerca de 6.870 casos de prohibición de libros, afectando a más de 2.600 creadores, incluidos autores, ilustradores y traductores, según el informe más reciente de PEN America.
Los materiales más afectados abordan temas relacionados con identidad racial, género, sexualidad, historia y desigualdad social. Entre los títulos censurados se encuentran obras como Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez, La casa de los espíritus de Isabel Allende, además de Fahrenheit 451 de Ray Bradbury y novelas de Stephen King. También se documentaron vetos de manuales escolares y libros de ciencias por referencias a movimientos sociales o educación sexual. Estas restricciones, además de limitar la diversidad de lectura, generan autocensura en docentes y bibliotecarios, afectan la participación estudiantil y elevan los costos legales para los distritos. ¿Qué significa este fenómeno para la libertad de pensamiento en el mundo actual?
Estados Unidos: el sueño americano que se corrige con tachones
El lenguaje, por fortuna, nunca permanece fijo: cambia junto a quienes lo usamos. Cada palabra que surge —venga de la mente de un niño o de una ocurrencia en el mundo adulto— nos enseña cómo piensa una sociedad, cómo se nombra a sí misma. Los conceptos también son producto de la experiencia común.
La actual deriva de Estados Unidos hacia la idea de “hacerse grande de nuevo” (Make America Great Again) muestra cómo, en torno a este “proyecto”, se generan expresiones y categorías que naturalizan ciertas formas de pensar el mundo, incluso cuando estas se sustentan en la censura o en la nostalgia de alcanzar una identidad homogénea.
Prohibición cotidiana
Comencemos explicando el término de la prohibición cotidiana. No hay hogueras ni listas negras, ni mangueras o manuales para destruir. Hay circulares, comités de padres y formularios en los colegios para retirar un libro “por revisión” o para elegir otro título “menos polémico”. Es exclusión disfrazada de procedimiento. Y lo cotidiano de la prohibición reside en su apariencia de normalidad, de modo que el miedo se integra en los hábitos pedagógicos hasta volverse algo natural.
Lo que antes podíamos reconocer como la censura evidente, hoy se confunde con la gestión educativa o la “protección” infantil. Pero el efecto es el mismo: reduce el horizonte de lectura, uniforma el pensamiento (y, peor aún, la imaginación), elimina la conversación. La prohibición cotidiana, en el fondo, es la burocratización del miedo.
Según datos de PEN America, entre 2024 y 2025 se registraron más de 4.000 casos de libros retirados o restringidos en bibliotecas y escuelas de Estados Unidos. Los títulos incluyen protagonistas afroamericanos, latinos, queer o mujeres que piensan su sexualidad y su historia. También, aquellos que retratan la marginalidad, las distopías o las críticas implícitas hacia el “nuevo orden mundial” que se desmorona con los días. No se castiga el contenido en sí, sino la mirada que lo produce: una mirada que no encaja con el ideal de nación homogénea y blanca.
“Si hubo algo que las minorías conquistaron en el siglo XX fue la cultura”
David Mayorga es escritor, ensayista, profesor y magíster en Estudios Avanzados en Literatura Española e Hispanoamericana, de la Universidad de Barcelona, y en Escrituras Creativas, de la Universidad Nacional de Colombia. Para él, esa consigna de “hacer a Estados Unidos grande de nuevo” no alude más que a un imaginario de país de la primera mitad del siglo XX, uno de carácter clasista y racista.
En ese regreso imaginario, dice, se justifican las nuevas formas de censura. No sorprende entonces que los títulos vetados incluyan protagonistas LGBTIQ+, textos sobre derechos civiles afroamericanos y obras latinoamericanas. “Si hubo algo que las minorías conquistaron en el siglo XX para ampliar su representación, fue precisamente la cultura”, afirma.
Lo que ocurre con Estados Unidos, dice, es parte de una tendencia global: un giro hacia posiciones conservadoras que se alimentan de las grandes cajas de resonancia contemporáneas —como los medios de comunicación y las redes sociales—, espacios que uniformizan el discurso público. Esa homogeneización también se extiende a los modelos de vida.
Menciona, por ejemplo, el resurgir de un tipo de feminidad blanca y doméstica, promovida en redes como un ideal de plenitud: mujeres jóvenes que predican el retorno al hogar, a la maternidad y al cuidado, como si se tratara de una promesa de felicidad. “Es una ideología racista, clasista y machista”, señala, “pero lo interesante es que, al atacar la diversidad, las minorías responden: se organizan, se politizan y generan nuevas formas de crítica y expresión”.
La historia, recuerda, demuestra que los regímenes autoritarios se desmoronan por la necesidad de reafirmación de esas minorías. Cita el caso de Hungría, donde las marchas del orgullo gay abrieron fisuras en el poder de Viktor Orbán.
Ese mismo principio parece reproducirse ahora en el terreno cultural estadounidense. “Lo irónico”, dice, “es que en los años setenta, bajo una política de ‘buen vecino’, Estados Unidos financió traducciones y publicaciones de autores latinoamericanos para fortalecer vínculos culturales. García Márquez fue uno de los beneficiados. Y ahora prohíben Cien años de soledad, el mismo libro que ayudaron a difundir”.
La paradoja es que el país que promovió el boom latinoamericano hoy censura las obras que expandieron su sensibilidad. En su momento, Cien años de soledad fue un espejo para América Latina, Asia o Europa del Este. Los lectores vieron reflejada la transición de sus propias sociedades rurales hacia la modernidad. Además, la influencia de William Faulkner —quien retrató los estados sureños y el peso del patriarcado estadounidense— en García Márquez reforzó ese puente cultural entre ambas orillas. Prohibirlo, dice Mayorga, es traicionar la historia cultural del país: “es como cortarse un brazo antes de ir a una competencia de billar. Absurdo”.
Algo similar ocurre con El amor en los tiempos del cólera, cuya exclusión podría deberse al desafío del canon romántico conservador. En la lectura moralista de ciertos sectores, el amor solo puede existir dentro del matrimonio heterosexual, bajo una estructura familiar rígida y blanca. No hay deseo, no hay placer. No hay obsesiones, no hay lujuria. Si hay, se castiga. “Los conservadores no soportan que el amor se salga del molde”, explica, “no toleran el deseo, la ambigüedad; apelan a una idea de pureza que pertenece a los años treinta, a esa América que se creía elegida por Dios”.
Esa “América dorada” —masculina, religiosa y patriarcal— se construyó sobre la ilusión del triunfo militar y económico de posguerra. Pero desde los sesenta, los libros comenzaron a fracturar esa imagen: Matar a un ruiseñor expuso las grietas del racismo. Toni Morrison habló de lo doloroso de la esclavitud, y las autoras feministas desmontaron los mitos del hogar. La reacción actual parece un intento por borrar esas conquistas para nada pequeñas, como si censurar la literatura pudiera revertir el curso de la historia.
Aun así, la censura nunca actúa sola. En estados como Florida o Tennessee, las leyes que restringen contenidos educativos le apuestan a restaurar una identidad nacional homogénea. Pero, como recuerda Mayorga, “la naturaleza humana siempre busca lo prohibido”. La curiosidad, sobre todo entre jóvenes, transforma el veto en deseo. Lo demostró Argentina, donde la prohibición de autoras por parte de Milei generó lecturas públicas y reimpresiones masivas. Prohibir, paradójicamente, da visibilidad. Un efecto conocido como Streisand.
Tal vez por eso, la llamada “prohibición cotidiana” no sea solo una política de control, sino un reflejo de la vida norteamericana en sí. Porque cada libro censurado no es más que un intento por reducir la complejidad del mundo a una sola versión. Pero la escritura —afortunadamente— siempre se escapa. Se moldea. Se reinventa.
Escribimos libros para conservar memorias, para imaginar mundos posibles, incluso cuando esos mundos que vendrán —así, en plural— nos confrontan con lo que somos; para recordar de dónde venimos, entender hacia dónde queremos ir (y hacia dónde no). No escribimos por el ego de ser leídos, sino porque somos incapaces de encerrar todo en un espacio paradójicamente tan vasto como nuestra mente.
Lo escribió Bohumil Hrabal en Una soledad demasiado ruidosa: “Los libros me han enseñado, y de ellos he aprendido, que el cielo no es humano en absoluto y que un hombre que piensa tampoco lo es, no porque no quiera sino porque va en contra del sentido común”. De ahí que la resistencia cultural no dependa solo de los artistas, sino del lector que, al abrir un libro prohibido, desafíe la burocracia del fuego.