Se resfriaron los sapos: lunes. Te voy a prestar Se resfriaron los sapos, de Marcela Velásquez, para que lo leas. Es el libro con el que se ganó el Premio Barco de Vapor el año pasado. ¿En el 2015? Sí, ¿la conoces? No, pero qué preciosidad de título. Apenas lo lea, te lo devuelvo. Vale, cuídalo que es el único ejemplar que hay entre las montañas. ¿Sí?, ¿por qué? Porque no se ha publicado, el lanzamiento fue el 26 de abril, en la Filbo. (Vea acá nuestro especial de Feria del Libro de Bogotá)
El día en que conocí a Marcela Velásquez, el cielo se tiñó de rojo porque sentía envidia del color de su cabello. Estábamos en las alturas de un edificio del centro de Medellín descubriendo la vida y otras cosas más. Ese día supe que Marcela se crió en un pueblito del nordeste antioqueño llamado Yolombó, que allí vivió hasta sus 16 años, que de allí vienen (casi) todas sus historias y que a allí, pertenecen (casi) todos sus dolores. Ese día supe que guarda en los bolsillos mil relatos sin contar; que tiene un ramillete de flores grabado en el hombro izquierdo; que ha viajado mucho; que adora el mango maduro; que le gusta un libro de Nell Leyshon titulado Del color de la leche; que ama a Junín; que de pequeña le encantaba treparse a los árboles para robar naranjas, guayabas y limones; que estudió Bibliotecología en la Universidad de Antioquia y que hizo una maestría en Literatura Infantil en la Universidad de Castilla-La Mancha; que ha trabajado como profesora, como promotora de lectura, como coordinadora de muchos proyectos enfocados siempre a la cultura; que en 2012 fue ganadora de la Beca de Creación en Literatura Infantil de la Alcaldía de Medellín, con la obra ¡Mira lo que trajo el mar!; que los anaqueles de su biblioteca guardan decenas de libros para niños; que monta en bus; que en su bolso siempre hay con qué escribir, para que los bosquejos de las historias que se asoman, no se pierdan en su olvido; que prefiere el lápiz y el papel al teclado de un computador; y que desde hace cinco abriles, sus suspiros tienen nombre: Fabio.
Se resfriaron los sapos: miércoles. Mirá el libro, gracias por mostrármelo. ¿Sí te lo alcanzaste a leer? Sí, me lo leí esta tarde. ¿Te gustó? Mucho. Me senté a llorar con el final. ¿Verdad? Sí. ¿Vos no te lo has leído? No todo, lo estaba leyendo cuando te lo presté. Ah, bueno, yo lloré porque ya sabemos que soy una sentimental de aquí a Pekín, ¿sabes?, éste –con el libro entre las manos– es uno de esos libros infantiles que todos los adultos deberíamos leer.
El día en que conocí a Marcela Velásquez, el tiempo se fue volando con un bichito que torpe le daba vueltas a las botellas de cerveza que había sobre la mesa. Ese día nos encontramos para hablar sobre un premio que navega a vapor. Marcela, ¿trabajaste mucho en la creación de la novela? En el 2014 me presenté a este mismo concurso, quedé finalista pero no gané. En ese momento aproveché para acercarme a los jurados y preguntarles cómo podría mejorar mi trabajo. Me vine para la casa y empecé a trabajar en los personajes, en los diálogos, la pulí, se la di a unos amigos para que la leyeran. La volví a pulir. Y el año pasado la envié otra vez a concursar. Cuando me llamaron a decirme que era finalista, no le conté a nadie. Me fui para la premiación (a Bogotá) con Fabio (su novio). Mientras empezaba todo, los cinco finalistas nos sentamos a conversar: ¿Y tu historia de qué trata? , preguntaba alguno, y al que le tocaba el turno respondía. Y cada que yo escuchaba la voz de alguien contar su novela, pensaba: Ay, tan bonita, no, esa va a ganar, y así con todas. Total que cuando llamaron al ganador, no me di cuenta de que había sido yo. Todos me hacían señas para que fuera a recibir el premio. No entendía nada. No había preparado un discurso. Nada. Dije algunas palabras hasta que mencioné a mi papá… cuando lo mencioné a él, no fui capaz de seguir, a él está dedicado el libro –y mientras me lo contaba, los ojos se le convirtieron en dos espejos de agua que no se soltaron en lágrimas–. ¿De dónde sacaste la historia? Un día cualquiera estaba con mi mamá y mi novio almorzando en Marinilla y les dije: Se me ocurrió la historia de una niña a la que se le muere el papá y le manda las cositas amarradas con globos hasta el cielo –hubo silencio–, creo que a esa edad yo hubiera hecho algo parecido ante la pérdida de un ser querido. ¿Y el título? La gente me dice: “¿Sapos resfriados? No, los sapos no se resfrían, ellos son del agua”. Y yo les respondo: precisamente, ahí está la clave –ella dice la clave, yo, digo la magia–, es la historia del derrumbe de una mina, contada por un niño de 15 años que piensa que su hermana menor está loca porque siempre que empieza a llover, se preocupa por los sapos que viven en el estanque que hay afuera de su casa, convencida de que se van a resfriar. ¿Por qué el tema de la minería? A mí no me gusta el tema de la minería, pero crecí en un pueblo minero, donde cada vez que había un derrumbe, las actividades se paralizaban, todo el mundo se iba a los socavones a ayudar. Hay personas que no pueden elegir qué hacer en la vida, simplemente les toca y a muchos amigos míos les tocó ser mineros. ¿El premio qué significa? Yo siempre he pensado que uno aprende a escribir, escribiendo y leyendo, entonces ¿qué significa? Disciplina, yo leo y escribo todos los días… Y la conversación se hizo más larga, hablamos de la literatura infantil en el siglo XV, de libros, de la vida, de la muerte, de la familia, y así, el tiempo se nos fue volando con un bichito que torpe le daba vueltas a las botellas de cerveza que había sobre la mesa.
Se resfriaron los sapos: viernes. Marcela estaba en medio de un montón de niños que no dejaban de alegrarse por su visita. Uno de ellos se tomó la palabra: ¿A qué le tenía miedo usted, cuando era niña? Y ella respondió: ¿A qué le tenía miedo yo cuando era niña? A la muerte de mis padres. Miró al niño, me miró a mí, miró a los otros niños y se detuvo en el tiempo: ¿Ustedes se imaginan? ¡Qué susto! ¡Qué susto que a uno se le mueran los papás!, ¿no? La nostalgia se tomó algunos segundos. Los niños no sabían que Marcela todavía no se acostumbra a que su papá la mire desde el cielo.