Marcelo Bielsa: Sólo para locos
Recordaba, quizás, las vetustas tribunas de su viejo estadio de Newell’s y las calles adyacentes, donde jugaba a la pelota y un día la Policía lo detuvo por las reiteradas quejas de algún vecino. Él, Marcelo Bielsa, le dijo que sí, que bueno, que se iba con él a la comisaría, pero que le diera dos minutos para patear un córner primero.
Fernando Araújo Vélez
Lo vieron llorar y agarrarse a trompadas contra una de las paredes de un vestuario cuando Argentina quedó eliminada en primera ronda del Mundial de Japón y Corea, por allá en el 2002, y lo vieron luego desaparecer del mundo, perderse en su casa de campo, y lo vieron después decir en una conferencia de prensa que le habían renovado el contrato como técnico de Argentina luego de su fracaso, y que eso, eso era un honor. Lo vieron tiempo antes, mucho antes, subirse en su viejo Peugeot y recorrer casi todo su país, pueblo a pueblo, para armar en cada lugar una camada de jugadores que fueran entrenados como él quería, y lo vieron llenar cuadernos y cuadernos con apuntes y flechas que sólo él entendía, y lo vieron feliz cuando uno de aquellos muchachos, Darío Franco, llegó a primera división, y cuando unos meses más tarde debutó con la camiseta de la selección.
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Lo vieron llorar y agarrarse a trompadas contra una de las paredes de un vestuario cuando Argentina quedó eliminada en primera ronda del Mundial de Japón y Corea, por allá en el 2002, y lo vieron luego desaparecer del mundo, perderse en su casa de campo, y lo vieron después decir en una conferencia de prensa que le habían renovado el contrato como técnico de Argentina luego de su fracaso, y que eso, eso era un honor. Lo vieron tiempo antes, mucho antes, subirse en su viejo Peugeot y recorrer casi todo su país, pueblo a pueblo, para armar en cada lugar una camada de jugadores que fueran entrenados como él quería, y lo vieron llenar cuadernos y cuadernos con apuntes y flechas que sólo él entendía, y lo vieron feliz cuando uno de aquellos muchachos, Darío Franco, llegó a primera división, y cuando unos meses más tarde debutó con la camiseta de la selección.
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Lo vieron caminando por el borde de mil canchas, en mil estados diferentes, y lo vieron en hombros de un puñado de fanáticos de Newell´s All Boys gritando “Vamos Niuls, carajo”, mientras daba la vuelta olímpica como campeón del equipo en el que nació, y que luego, muy luego, le pondría su nombre a su estadio. Lo vieron armar sus maletas y llegar en el 2007 a la sede de la Asociación Nacional Chilena de Fútbol, en Santiago de Chile, para empezar a transformar al fútbol chileno desde sus raíces, y lo vieron una y mil veces desaparecer por la boca del túnel para evaporarse al final de los partidos, sobre todo si los partidos terminaban en victoria, porque la gloria y la celebración debían ser de los jugadores, de los futbolistas, no de él ni con él, y lo vieron en la Copa del Mundo del 2010 con su eterno buzo de entrenador, sufriendo y pateando botellas cada vez que su Chile salía al campo.
Lo vieron al borde de un ataque cardíaco. Lo vieron pálido, respirando como si no hubiera más oxígeno en el mundo, con las manos temblorosas, a punto de desvanecerse, cuando aquel Chile estuvo a punto de sacar de la Copa de Sudáfrica a España, y lo vieron luego en múltiples salas de prensa por toda Europa explicar con voz pausada y sin mirar a sus interlocutores por qué había tomado una decisión, y por qué no, y admitir sus equivocaciones. Lo vieron horas y horas responderle a un periodista sobre los fundamentos del fútbol y de su fútbol, y lo vieron unos años más tarde en un video que recorrió el mundo en el que aparecía en el vestuario del Lille agradeciéndoles a sus futbolistas por el esfuerzo, por la lealtad, por esos valores viejos que se han ido acabando, muy a pesar de que acababan de perder una final más.
Lo vieron ofrecerle excusas, pasado un tiempo, a uno de sus antiguos jugadores, Hernán Crespo, por haberlo puesto a jugar un partido cuando consideraba que no estaba preparado para asumir la responsabilidad que el momento entrañaba. Lo vieron irse de un equipo casi que a los portazos porque algún alto directivo incumplió su palabra. Lo vieron renunciar una y otra vez a clubes donde era amado, Bilbao, Lille, Newell`s, por imposiciones de última hora, y lo vieron, desencajado y cuesta abajo en su rodada, como en el tango, cuando le ganaron algún partido por alguna trampa, por mínima que fuera. Lo vieron, incluso, pidiéndole a su equipo que se dejara hacer un gol cuando consideraba que había sacado ventaja con una argucia. Lo vieron bromear con un reportero que le preguntó si tenía claro cuántos pasos daba en cada una de sus caminatas mientras dirigía. “Son trece”, le dijo. Lo vieron loco y “Sólo para locos”, como El lobo estepario, de Hermann Hesse.
Lo vieron a través de miles de testimonios de jugadores que alguna vez fueron dirigidos por él, agradecerle a José Luis Chilavert por no haberle echado al plantel encima, en su paso por Vélez Sarsfield, cuando obtuvo uno de sus pocos campeonatos, y lo vieron, unos meses más tarde, insultarse en un aeropuerto con José Luis Calderón, un delantero de Estudiantes de la Plata y de Independiente de Avellaneda que lo increpó porque no lo ponía de titular. Lo vieron hacer un cambio, y a los dos minutos, sacar al futbolista que hizo entrar a la cancha. Lo vieron hecho dibujo animado en una serie española, mientras entrenaba al Bilbao, respondiéndole a un periodista, también hecho muñeco, que el fútbol se había iniciado en los tiempos de las primeras cavernas, cuando el hombre descubrió que la vida debía ir más allá de las obligaciones de la caza y la protección.
Lo vieron repasando videos durante 16 horas al día por años y años, y lo vieron sentarse al lado de un editor indicándole toma a toma cuáles debía dejar y cuáles, sacar, y más tarde, lo vieron escribirle instrucciones en una carta al destinatario del video para que lo observara mil veces, se lo aprendiera de memoria y copiara lo que él decía. Lo vieron entrenar por zonas, por países y por continentes, y armar así, según los lugares donde vivían sus elegidos, un entrenamiento a larga distancia en épocas en las que no había internet. Lo vieron errar y caer y levantarse, y ver baloncesto y béisbol, hockey y fútbol americano, y anotar en sus hojas movimientos y estrategias de otros juegos, porque en últimas, en el fondo, su gran filosofía siempre fue hacer caso omiso de lo que existía antes de él, sin plegarse a instrucciones, axiomas, dogmas o frases manidas.
Lo vieron hablando de usted, siempre de usted, por respeto, por timidez, por distancia. Lo vieron esbozar una leve sonrisa una semana atrás, cuando el Leeds United que llevaba 16 años en segunda división subió de su mano a la primera, atacando siempre, siendo protagonista del fútbol, de la vida, como él lo ha repetido una y mil veces, con once o 23 tipos distintos, porque de la suma de los distintos se enriquece el todo. Y lo vieron observando las tribunas vacías. Lamentando las tribunas vacías. Recordando, quizás, las vetustas tribunas de su viejo estadio de Newell’s y las calles adyacentes, donde jugaba a la pelota y un día la Policía lo detuvo por las reiteradas quejas de algún vecino. Él, Marcelo Bielsa, le dijo que sí, que bueno, que se iba con él a la comisaría, pero que le diera dos minutos para patear un córner primero.