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María Victoria Blanco: la resistencia del Salto de Tequendama

La cofundadora de la casa Museo Tequendama pudo sostener la Casa Museo y la granja El Porvenir gracias a las donaciones, sus propios ingresos y su devoción por estos lugares, que se convirtieron en su proyecto de vida.

Laura Camila Arévalo Domínguez
06 de diciembre de 2020 - 02:00 a. m.
María Victoria Blanco y su esposo, Carlos Alberto Cuervo, dirigen y preservan la Casa Museo Tequendama y la granja El Porvenir desde 1994.
María Victoria Blanco y su esposo, Carlos Alberto Cuervo, dirigen y preservan la Casa Museo Tequendama y la granja El Porvenir desde 1994.
Foto: Gustavo Torrijos
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Hace muchos años, más de veinte, María Victoria Blanco recibió una llamada. Eran las cuatro de la tarde de un sábado lleno de ocupaciones, así que se fastidió por el sonido. ¿Aló? ¿Quién habla? Aló, cómo está, estoy buscando a María Victoria Blanco. Con ella habla. Ah, ¿cómo está?, yo soy Roberto Arias Pérez. Ayyy, señor, yo estoy muy ocupada para estas bromas ¿sí?, hasta luego. Y tiró el teléfono. Dos minutos después volvió a sonar el timbre. ¿Aló? María Victoria, se lo digo en serio, soy Roberto Arias Pérez y quiero hablar con usted.

El cofundador y socio de Colsubsidio, quien falleció el 15 de abril de 2018, la llamó para ofrecerle la casa que está junto al Salto de Tequendama, la que ahora se llama Casa Museo Tequendama, y queda junto a la granja ecológica El Porvenir, dos proyectos que desde hace 26 años dirige junto a su esposo, Carlos Alberto Cuervo. Esta pareja de veterinarios está convencida de que lo que hacen va mucho más allá de cumplir con una función o un trabajo. “Este no es nuestro empleo, es nuestra vida”, agrega Blanco.

El fin de semana en el que Bogotá ensayó lo que serían varios meses de cuarentena, Blanco y su esposo se fueron a atender algunos asuntos pendientes desde su casa. Desde ese momento no pudieron regresar hasta que por fin, en octubre, lograron retomar. Al principio, como todos, pensaron que serían pocos días, que tal vez estarían lejos durante un par de semanas. “Cada vez que el presidente anunciaba que el encierro se alargaba, yo me iba del planeta y volvía. Era casi que tortuoso porque de eso dependían muchas cosas: el sostenimiento de las familias que trabajan con nosotros, el de la casa, las deudas, el sostenimiento de los animales, etc. Sufrí cada aplazamiento”, cuenta Blanco, para quien no existe la improvisación. Cuando le anunciaron que sus planes cambiarían, no solo se asustó: la incomodidad que le produjo que todo lo que había previsto se fuera al suelo la llevó, de nuevo, a pensar en los siguientes pasos para el nuevo tiempo.

Lo primero que hicieron fue calmarse. Blanco y su esposo también, en algún momento, quedaron paralizados por el miedo a lo que venía, que no era claro. Nadie tenía las respuestas o, más bien, las fechas de los últimos días de esta crisis que a cada ser humano golpeó distinto. Después de la pausa por la incertidumbre, pasaron al café en frente de la chimenea de su casa, la que por mucho tiempo les ha ambientado las emociones de cada etapa.

“Pedimos ayuda y las personas respondieron. Eso fue precioso porque jamás pensamos que tantos fuesen a apoyarnos, así que nos angustiaban las deudas, pero para lo fundamental tuvimos dinero”. Blanco también confiesa la angustia que le producía saber que no podrían sostenerse con una sola fase de ayudas, sino que necesitarían muchas manos durante mucho tiempo para sobrevivir a la crisis.

Eran más de dos décadas de trabajo las que querían salvar. En 1994, cuando llegaron a la zona en la que ahora está la reserva, estaban recién salidos de la universidad. Su búsqueda por un espacio en el que pudieran desarrollar un proyecto agropecuario los cruzó con la riqueza de los bosques y la variedad de animales silvestres de la que ahora es la granja ecológica El Porvenir, que tiene 14 hectáreas de zona de conservación, producción y educación. Sobre ella y por ella el trabajo comenzó después de que se anunciara el Decreto 1743, que reglamentaba la educación ambiental para todos los niveles de educación formal. Esto coincidió con la cultura ciudadana de la que comenzó a hablar Antanas Mockus, una razón más que decidieron escuchar para fortalecer su proyecto.

En 2008, la casa que fue construida en 1923 por el Estado y fue pensaba como una estación de tren, comenzó a renacer. La llamada de Roberto Arias surtió efecto y la pareja de esposos compró la casa, que gracias al interés del embajador de Francia, Pierre Jean Vandoorne, se comenzó a restaurar en 2010.

El expresidente Ernesto Samper* también tuvo que ver con los proyectos de Blanco y Cuervo. Los dos se decidieron a enviarle una carta, en su tiempo como jefe de Estado, para decirle que él tenía mucho que ver con el Salto de Tequendama: sus antepasados, los Samper Brush, fueron los primeros en lograr la generación de energía eléctrica a partir del río Bogotá. Le dijeron que él tenía una deuda con el Salto y que lo necesitaban para recuperarlo. Al otro día, la señora Blanco recibió una llamada en la que el expresidente pasó al teléfono y le dijo: “¿Que yo le debo qué? ¡Venga mañana y me cuenta!”, y así comenzaron una alianza que contribuyó a los avances de la casa y sus alrededores.

La llamada de Roberto Arias Pérez* y el contacto con el embajador Pierre Jean Vandoorne fueron casuales. Ni Blanco ni su esposo los buscaron, así que pedir donaciones fue una tarea casi desconocida que hicieron hasta donde la paciencia y el bolsillo aguantaron. Después de tantas ayudas desinteresadas, volvieron a la chimenea para madurar la idea sobre la venta de árboles que sembrarían en el bosque de la cuarentena. La gente, como era de esperarse, volvió a responder. Esta iniciativa terminó de sostenerlos hasta octubre. La Casa Museo Tequendama hace parte del patrimonio cultural de Colombia. Podría estar vacía y su entrada seguiría siendo una oportunidad infinita para descubrir otro tesoro arquitectónico del pasado; pero no lo está: adentro hay exposiciones acomodadas en muebles acordes con la estructura. Todo ha sido recolectado con el paso del tiempo, lento, paso a paso. Con los recorridos, que además son liderados por los campesinos de la zona, buscan sensibilizar a las personas que ven el río sucio, pero después escalan la montaña y se encuentran con nacimientos de agua limpia y animales silvestres.

María Victoria Blanco y Carlos Alberto Cuervo, los guardianes del Salto de Tequendama, los vigilantes y aliados de esta imponente cascada, sus montañas, el río y los animales que lo habitan, siempre tienen que sacar de sus propios recursos para tapar el rojo a final de mes. Sacar un préstamo, dicen, es muy gracioso en este país: “Los bancos te prestan si demuestras que tienes tanta plata que no necesitas el préstamo”, así que terminan sacándolos a nombre propio y pagando lo que hace falta con el dinero para sus gastos personales, su casa o sus momentos de ocio. Blanco, que tiene 55 años, repite que la casa y la reserva, finalmente, no son trabajo, son su vida.

* Las anécdotas aquí contadas fueron recopiladas en el libro Biografía del Salto de Tequendama

Laura Camila Arévalo Domínguez

Por Laura Camila Arévalo Domínguez

Periodista en el Magazín Cultural de El Espectador desde 2018 y editora de la sección desde 2023. Autora de "El refugio de los tocados", el pódcast de literatura de este periódico.@lauracamilaadlarevalo@elespectador.com

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