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¿En qué momento se dio cuenta de su pasión por contar historias?
Nunca supe qué hacer con mi vida, y creo que todavía no estoy seguro. Estudié derecho por descarte, porque soy pésimo con los números y era una carrera con muchas salidas. Además, casi toda mi familia lo estudió, aunque casi ninguno se ha dedicado a ello. Cuando entendí que eso no era lo mío, me pregunté: “¿Qué hago ahora con mi vida?”. Ahí me di cuenta de que siempre me había gustado acercarme a la gente, escuchar sus historias. Me considero una persona curiosa y siempre he intentado ver la vida con asombro. En una conversación con mis padres me dijeron: “Pero si tú estás todo el día contando historias, ¿por qué no te dedicas a eso, como el resto de la familia?”. Nunca me había fijado en eso. “Me voy a morir de hambre”, pensé, pero mi abuelo me habló de un máster en “El País” que era práctico, así que no tenía que estudiar, y ahí empecé a ver historias por todos lados. Mi forma de ver las cosas cambió y entendí que eso que había estado haciendo toda mi vida también lo podía plasmar por escrito.
¿Cree que un buen narrador nace o se hace?
Uno puede nacer con un talento, pero sin disciplina no se llega lejos. Sabía que no se me daba mal contar historias, pero entendí que la única manera de mejorar era haciéndolo. Con el tiempo he ido identificando errores, aprendiendo de ellos, observando a otras personas y mejorando. No creo que alguien nazca y simplemente diga: “Soy un genio”. Todo el mundo necesita entrenar aquello que le gusta. Y si algo realmente le apasiona, es mucho más fácil que se le dé bien.
¿Qué pasa por su cabeza cuando va a acercarse a una persona que está pasando por una situación difícil?
Toda mi vida he sufrido de lo que llamo una enfermedad: la timidez. Aunque no lo parezca, soy muy tímido. Sin embargo, lo que ha provocado esta enfermedad es que he aprendido a escuchar más que a hablar. Cuando me acerco a alguien, lo hago sin juzgar, sin segundas intenciones. Mi único objetivo es escuchar. Por eso simplemente le pregunto: “¿Qué tal su día?” o “¿qué tal su vida?”. Y cuando esa persona ve que, quizá por primera vez, alguien tiene un interés genuino en su historia, empieza a desenvolverse y a contar sus debilidades, sus sueños, sus fortalezas... Lo que sea. No siento que sea un tema ni de carisma ni de talento, sino que, finalmente, alguien le ha prestado atención. Soy partidario de que todo el mundo tiene una historia. A veces, cuando estoy buscando perfiles, me dicen: “Tengo aquí una señora con siete dedos y 18 brazos”, y eso no es lo que estoy buscando. El secreto está en convertir las historias ordinarias en extraordinarias. Son los famosos tréboles de tres hojas: la gente siempre busca el de cuatro, pero la verdad es que cada persona tiene una historia, y cuanto más cotidiana, más fácil es que otros se identifiquen con ella.
Ha dicho que le interesa entrevistar a “gente jodida, pero feliz”. ¿Por qué?
Creo que estas personas son ejemplos para la sociedad. A veces uno lo tiene todo, y aun así se queja todo el día. Cuanto más dinero tienes, más quieres. Cuantos más privilegios acumulas, más buscas. En cambio estas personas me han dado grandes lecciones porque, en general, solo necesitan a la gente que las rodea y las quiere. Nada más. Todos podemos aprender de ellas, porque son quienes realmente valen la pena. Mi intención es mostrarle a la sociedad que la felicidad no depende de lo material y que hay mucho que aprender de la actitud de estos personajes a los que, normalmente, nadie les presta atención.
¿Cómo maneja el balance entre el humor y la seriedad de su contenido?
Siempre intento que ante la tragedia haya también humor, porque es la única manera de seguir vivos y de tramitar las situaciones dolorosas. Lo que se ve en mi Instagram o TikTok son formatos cortos, porque esa es la dinámica de las redes sociales hoy en día: contenidos efímeros, rápidos, que la gente consume en muy poco tiempo. Pero, en realidad, a mí me gustan los formatos largos: las crónicas, los reportajes, las historias en las que el público pueda conectar con emociones. Sin embargo, en videos de un minuto eso es muy difícil. Sé que las plataformas priorizan esos contenidos, así que trato de mantener un equilibrio. Por un lado están las crónicas y, por el otro, los videos de expresiones típicas colombianas, entrevistas callejeras o dichos populares. Y a esos siempre intento añadirles un poco de humor y mostrar el origen o el ángulo divertido de algunas tradiciones. En realidad, ese tipo de contenido me ayuda a mantenerme vigente en redes, porque sé que las crónicas requieren más tiempo y no todo el mundo lo tiene. Cada vez las redes exigen más velocidad, y esa es la realidad.
De nuestra realidad o normalidad, ¿qué cree que usted sí ve, pero nosotros, los colombianos, no?
Creo que el problema es que damos las cosas por hecho. Por ejemplo, cuando publiqué el video sobre ocho formas de saludar había comentarios que decían: “¿Pero esto no lo dicen en Ecuador?” o “¿esto no lo dicen en España?”. No, esto lo dicen en Colombia, pero eso la gente no lo piensa. Y no solo es el lenguaje. Hay muchas otras cosas que los colombianos no valoran o incluso desprecian, como la changua. No puede ser que la changua genere tanta polémica. Entonces, me he puesto del lado correcto de la historia, y en unos años la gente lo agradecerá. Y los paisajes… A veces mis amigos me dicen: “¿Por qué no vamos este año a Asia?”. ¿A Asia a qué? En Colombia tienes todos los paisajes en un solo país. ¿Quieres desierto? La Guajira. ¿Selva? El Amazonas. ¿Ciudad? Bogotá o Medellín. ¿Playa? La costa. Es un país lleno de riquezas que muchas veces los propios colombianos dan por hecho.
Finalmente, ¿le teme a la alopecia?
Es una presión genética de la que me cuesta desprenderme… pero mi pelo también ha tenido dificultades para desprenderse de mí. Así que, por ahora, aprovecharé el que tengo, y si algún día me quedo calvo, releeré esta entrevista. Lo que pasa es que he criticado tanto a mi tío y a mi abuelo por su calvicie, que si me pasa será una verdadera lección de karma.
