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Mario Vargas Llosa: la importancia de Francia en su vida y obra literaria

Con moltivo de la muerte del escritor peruano, fragmento de “Un bárbaro en París: Textos sobre la cultura francesa” (2023). En Colombia con el sello editorial Alfaguara.

Carlos Granés * / Especial para El Espectador

15 de abril de 2025 - 04:00 p. m.
El escritor y premio Nobel de Literatura 2010, Mario Vargas Llosa (1936-2025), durante la ceremonia de su ingreso en la Academia Francesa, en París, el 9 de febrero de 2023. El autor de novelas como "Conversación en La Catedral", fue el primero en formar parte de la institución fundada en 1635 por el cardenal Richelieu sin escribir originalmente en francés. “En Francia me empecé a sentir un escritor peruano”, dijo Vargas Llosa.
Foto: EFE - TERESA SUAREZ
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Una pasión francesa

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Hubo un tiempo, no hace tanto, en el que cualquier latinoamericano con ambiciones literarias o artísticas soñaba con París. El paso por aquella ciudad era algo más que un rito de iniciación o una experiencia educativa. Representaba la posibilidad de entrar en contacto con las fuentes vivas de la cultura más excitante, innovadora y revolucionaria de la modernidad occidental. Significaba vivir en un lugar donde el pensamiento y las artes tenían importancia e impacto en la sociedad, se valoraban, daban prestigio; significaba hacer parte de algo más grande, de una comunidad de artistas que estaban revolucionando la forma y las ideas que ordenaban el mundo. Nada extraño que muchos aspirantes a creadores, entre ellos Mario Vargas Llosa, albergaran la certeza de que jamás llegarían a convertirse en verdaderos escritores o pintores si no vivían en París.

Enemistados políticamente con Estados Unidos, por lo general desdeñosos de su cultura, los latinoamericanos de los siglos XIX y XX miraron siempre a Francia. El positivismo de Augusto Comte inoculó sueños de progreso y desarrollo en todo el continente, contrarrestados luego por el decadentismo de Verlaine y Rimbaud que sedujo a los poetas modernistas. La vanguardia de los años veinte trepidó con los versos de Apollinaire, Mallarmé y Cendrars, y los renovadores de la novela hallaron en el surrealismo de Breton la clave para entender la manera en que la superstición, la magia y el mito contaminaban la vida cotidiana de los latinoamericanos. Finalmente llegarían Vargas Llosa y sus compañeros del boom, imantados por el existencialismo de Camus, Sartre y Simone de Beauvoir, y por el clima insurreccional y vibrante de la capital francesa.

Todos buscaron esas figuras tutelares que deambulaban por las calles o que se sentaban a escribir, pintar o conspirar con su séquito en algún café de la ciudad. Todos soñaron con ser parte de esas cofradías que estaban determinando el rumbo de la cultura universal y estrechar lazos con los mitos vivos que habían leído o admirado en sus países de origen. Cuando Octavio Paz dijo que París era la capital cultural de América Latina, no exageraba en absoluto. No sólo porque el ambiente de la ciudad resultaba estimulante para la creación, sino porque allá, gracias al encuentro con creadores de todo el continente, los artistas y escritores descubrían que eran algo más que peruanos, colombianos, argentinos o mexicanos: eran latinoamericanos. Para ganar consciencia de ese hecho obvio e inadvertido, debían salir de sus países y pasar una temporada en el extranjero, siempre, ojalá, en el añorado y deslumbrante París.

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Mario Vargas Llosa vivió ese síndrome con un fervor inigualable. La atracción que ejerció Francia en él empezó en la infancia, continuó en su juventud, se consolidó en la madurez y sigue vigente hasta el día de hoy, al punto de que siempre le dio más importancia a ser incluido en la Biblioteca de la Pléiade, el panteón de la literatura francesa, que a ganarse el Premio Nobel. Esos autores, que descansan a salvo del tiempo y del olvido en esa colección, fueron sus primeras pasiones literarias. Se inició de niño con Julio Verne y Alejandro Dumas, luego con las ficciones de Victor Hugo y después con las de Gustave Flaubert; y de todas ellas extrajo lecciones invaluables: el furor de la aventura con la saga de D’Artagnan, las ambiciones descomunales y la sensibilidad romántica en Los miserables, el realismo literario gracias a Madame Bovary.

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Con Victor Hugo descubrió el apetito insaciable y la curiosidad universal que impulsaban a ciertos creadores a escribir novelas totales. Porque nadie como el francés se había propuesto refundar por completo el mundo en todos sus detalles, con un nivel de complejidad y verosimilitud que competía con la realidad real. El novelista desplazaba a Dios, cometía un deicidio porque su talento y amplitud de miras le permitía convencer al lector de que ese universo de palabras, surgido de su imaginación, era más tangible y palpable que cuanto existía por fuera del libro, en la realidad que yacía bajo sus pies. Victor Hugo sembró esa misma ambición en Vargas Llosa, la de convertirse en un creador de novelas totales que instituían mundos donde se recreaban las pasiones, las mentalidades, los tipos humanos; sus anhelos, luchas, frustraciones y tragedias. Ciertos elementos del romanticismo francés, empezando por el idealismo, la rebeldía o la permanente inconformidad con el mundo, llegaron a él a través de Victor Hugo, pero el estilo que elegiría para contar sus propias historias no lo aprendería de él, sino de Gustave Flaubert.

En 1959, recién instalado en París, el aspirante a novelista compró una copia de Madame Bovary en la edición de Clásicos Garnier, y ahí, como él mismo dijo en el ensayo que años después dedicó a la novela, La orgía perpetua, empezó su historia. Además de quedar hechizado por el poder de persuasión de Madame Bovary (y eternamente enamorado de Emma), Vargas Llosa también descubrió el tipo de escritor que quería ser, realista, un experto en fingir la realidad, no la fantasía. Y no sólo eso. Las páginas de Madame Bovary le revelaron una lección decisiva de técnica narrativa. Flaubert se había dado cuenta de algo fundamental, y es que el personaje más importante de una novela, aquel a quien el escritor debía prestar más atención, era el narrador que contaba la historia. Ésa había sido la aportación de Flaubert al arte de la ficción; con ese hallazgo había marcado una frontera que daba inicio a la novela moderna.

Habiendo asimilado ese precepto, y después de leer las innovadoras novelas de Faulkner, Vargas Llosa entraría de lleno a explorar los problemas técnicos de la novela —el punto de vista del narrador, el manejo del tiempo y del espacio— hasta dominarlos con maestría. Además de todo esto, Flaubert —o más bien Emma— le había revelado un rasgo de la naturaleza humana: la insatisfacción con la vida tal como es, que invitaba a buscar refugio en la ficción y a aferrarse a los deseos y ambiciones como motor del cambio. Porque eso era Emma Bovary, una eterna insatisfecha que no se conformaba con la mediocridad de su vida, que deseaba más pasión, más experiencias, más estímulos, y que acababa exponiéndose al infortunio con tal de acercar su vida pequeña al fulgor existencial que brillaba en las novelas.

La insatisfacción flaubertiana encajó muy bien con un elemento literario que Vargas Llosa había descubierto en otro autor francés, la transgresión. El deseo de ir más allá de los límites sociales y de las convenciones en busca de más intensidad vital lo había expuesto con gran precisión Georges Bataille. Sus libros le mostraron a Vargas Llosa que la creatividad humana se nutría de ese amasijo de instintos y pulsiones irracionales. Ahí se incuban las obsesiones o demonios que carburan la imaginación de un novelista. La lectura de Bataille le había revelado que el escritor tenía control sobre la forma en que escribía —la técnica, los recursos, la estructura—, pero no sobre las obsesiones que se convertían en temas literarios. Nada de eso era consciente. Emanaba de zonas oscuras y se manifestaba a través de demonios literarios que el escritor exorcizaba en sus novelas. El repudio al autoritarismo o el fanatismo, por ejemplo, temas que una y otra vez, con distintos rostros, han aparecido en sus obras, son algunos de los demonios más característicos de Vargas Llosa.

El surrealismo, la vanguardia en la que Bataille militó durante un tiempo, también excitó el interés del escritor peruano por la literatura maldita y el erotismo. Los malabares poéticos de Breton y sus secuaces nunca le interesaron, pero sí ese fuego recóndito con el que avivaron la imaginación erótica. Siempre sensible a la plástica, en las obras que exploran el misterio de la sexualidad, ojalá con elementos oníricos y fantasiosos, Vargas Llosa ha encontrado una fuente de intriga y placer estético. La saga literaria de Don Rigoberto, cuyos personajes viven rodeados de libros y de arte, expuestos a deleitables placeres y a peligrosas transgresiones, debe mucho a las novelas eróticas, la mayoría francesas —Sade, Viollet-le-Duc, el mismo Bataille—, que Vargas Llosa devoró en su juventud; y también a la locura pasional, a ese amor loco que Breton y los surrealistas divinizaron y exaltaron en su poesía y en sus manifiestos.

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Todos estos autores le mostraron a Vargas Llosa cómo escribir, pero no cómo ser escritor o cómo presentarse en la vida pública como intelectual. Quien ejerció de guía en ese campo fue su gran ídolo de juventud, Jean-Paul Sartre, un autor que leyó y siguió y admiró con tanto fervor que sus compañeros de generación terminaron apodándolo «el sartrecillo valiente». La influencia sartreana no llegó a tener mucho peso en sus novelas, pero sí en su labor como escritor de ensayos políticos y columnas de opinión. Porque al igual que Sartre, que no se conformó con ser un profesor alejado de los grandes acontecimientos de la historia, Vargas Llosa asumió un compromiso típicamente francés, o del intelectual francés, con los asuntos públicos. Siempre atento a los grandes temas y conflictos de su época, desde muy joven buscó espacios en los periódicos donde plasmar sus ideas y tomas de posición frente a las disyuntivas sociales y políticas.

A Sartre lo siguió fielmente hasta 1964, cuando el existencialista dio a entender, en un reportaje de Le Monde, que la literatura era una actividad superflua, casi inmoral, en países donde morían niños de hambre. Fue un golpe duro para Vargas Llosa. Su gran mentor, el mandarín de la vida cultural e intelectual de Occidente, lo estaba exhortando a que dejara su vocación literaria y se dedicara a labores sociales. Mientras hubiera niños desnutridos, un país como Perú no podía, o no merecía, tener una buena literatura: era lo que estaba diciendo. No fue ésa la única decepción que se llevó Vargas Llosa. La manera en que Sartre apoyó siempre el comunismo, incluso estando al tanto de los horrores del estalinismo, proyectó sobre él una sombra de duda. ¿Debían callarse los crímenes terribles, el despotismo, el terror ideológico, sólo para no dar armas al enemigo? Consciente de todas las atrocidades del comunismo real, Sartre dijo que sí, porque nadie podía escapar de la historia y en la historia siempre había que elegir. Y entre el horror del comunismo y el horror del capitalismo escogía el primero.

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La legitimación de los crímenes ideológicos del comunismo alejó a Vargas Llosa de Sartre y lo acercó a Camus. Las ideas antitotalitarias del autor de El extranjero, su defensa de la verdad y su abominación del terror y del crimen político, terminaron por persuadirlo. Habiendo empezado dándole la razón a Sartre, había acabado dándosela a Camus. El tránsito ideológico del socialismo que abrazó en su juventud al liberalismo que defendería en su madurez también lo hizo con ayuda de los intelectuales franceses. Camus fue el primero en sembrar dudas sobre el compromiso ciego con una causa; luego, Raymond Aron le mostraría los errores de juicio a los que conduce una mente narcotizada por la ideología; finalmente, con Jean-François Revel emprendería una férrea defensa de la libertad y del liberalismo en Europa y América Latina.

Tantas deudas con Francia, sus intelectuales y sus artistas serían pagadas con una novela protagonizada por dos franceses, la activista Flora Tristán y el pintor Paul Gauguin. Sus vidas le sirvieron a Vargas Llosa para escribir El Paraíso en la otra esquina, una novela que desentrañaba dos formas de idealismo, la eterna búsqueda de la utopía. Flora soñó con crear una sociedad perfecta; Paul, con encontrar las fuentes primigenias de la creación y de la sexualidad humana purgadas de todo tipo de contaminación occidental. La escritura de esta novela le supuso a Vargas Llosa una inmersión total y gozosa en la obra plástica de Gauguin, en su vida, en la trágica peripecia que lo llevó hasta las islas perdidas de la Polinesia, y rastrear los viajes de Flora por Francia en busca de la clave para armonizar la libertad, la justicia y la igualdad y forjar una sociedad perfecta.

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Una prueba más del amor a Francia de Vargas Llosa son las críticas a todos los acontecimientos políticos y culturales que empañan y desmerecen los momentos más notorios de su historia. Ya lo había dicho en 1967: «Mientras más duros y terribles sean los escritos de un autor contra su país, más intensa será la pasión que lo una a él». Se refería a Perú, claro, pero esa máxima también era aplicable a todos los países en los que se ha sentido en casa, como España y por supuesto Francia. En este caso, sus dardos han ido dirigidos a la pulsión nacionalista que palpita, a veces tímidamente, otras de forma estrepitosa, en la sociedad francesa. Nada ha frustrado más a Vargas Llosa que ver a París, la «capital universal del pensamiento y de las artes», como la llamó, el lugar que imantaba a creadores de todo el mundo porque desde allí sus propuestas estéticas ganaban fuerza, interés y proyección mundial, aquejada por una mentalidad de campanario y tentada a cerrar sus puertas a todo lo que no sea francés.

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Vargas Llosa entró de lleno en los debates sobre la «excepción cultural» que se daban en Francia, defendiendo siempre el libre tránsito de ideas y de propuestas artísticas, literarias, cinematográficas, porque sólo así, recordaba, mediante el contagio y el desafío, la cultura de un país se mantenía viva, en permanente ebullición y cambio, y se protegía contra el inmovilismo que terminaba por esterilizarla. Tampoco se mostró muy entusiasta Vargas Llosa con la penúltima moda intelectual francesa, el deconstruccionismo de Jacques Derrida, que además de renunciar a la buena prosa había convertido los estudios literarios, y en general las humanidades, en un fuego de artificio, desligado de la historia y de los problemas sociales y morales que inquietaban al ser humano.

Los libros de Revel, en cambio, ofrecían todo lo que negaban los del deconstruccionista: claridad, buena prosa y una atención primordial a la realidad y a los hechos, sobre todo a las consecuencias que tanta teorización y tanta abstracción filosófica podía tener en la existencia de las personas de carne y hueso. Revel fue un antídoto para las utopías occidentales y para el instinto revolucionario de los intelectuales franceses. Vargas Llosa encontró en él un apoyo con el cual combatir el tercermundismo y la inclinación de tanto estadounidense y europeo a ver América Latina como el lugar destinado a albergar todos los proyectos políticos fallidos en el resto de Occidente. El interés de Revel por los hechos era un balde de agua fría para el entusiasmo irresponsable de los revolucionarios europeos que pensaban en la belleza de sus consignas y en el bienestar de sus conciencias, pero no en el impacto en las personas que tenían que padecerlas.

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Vargas Llosa abrazó las utopías con Sartre y se liberó de ellas con Camus, Aron, Revel. Pero no fue sólo eso, su formación intelectual y cultural también le dio algo aún más importante: la certeza de que cualquier escritor latinoamericano, incluso uno nacido en la provincia peruana (un bárbaro), podía participar en todos los asuntos políticos, culturales y sociales de su época si se nutría de sólidas tradiciones literarias y filosóficas. Buscando a Francia, Vargas Llosa encontró su país natal y el mundo entero. O lo que es igual: queriendo ser un escritor francés, acabó convirtiéndose en un peruano universal.

* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936 - Lima, 2025). Su carrera literaria se inició con el estreno de un drama en Piura y el libro de relatos Los jefes, pero alcanzó notoriedad con sus novelas La ciudad y los perros (1962; Premio Biblioteca Breve y Premio de la Crítica) y La casa verde (1966; Premio de la Crítica y Rómulo Gallegos). Escribió piezas teatrales —La señorita de Tacna, Kathie y el hipopótamo, La Chunga, El loco de los balcones, Ojos bonitos, cuadros feos, Las mil noches y una noche y Los cuentos de la peste—, estudios y ensayos —García Márquez: Historia de un deicidio, Carta de batalla por Tirant lo Blanc, La orgía perpetua, La utopía arcaica, La verdad de las mentiras, La tentación de lo imposible, El viaje a la ficción, La civilización del espectáculo, La llamada de la tribu y La mirada quieta (de Pérez Galdós)—, memorias —El pez en el agua—, relatos —Los cachorros—, obra periodística —El fuego de la imaginación, El país de las mil caras y El reverso de la utopía—, Conversación en Princeton, con Rubén Gallo, Medio siglo con Borges, Dos soledades, Un bárbaro en París: Textos sobre la cultura francesa, y, sobre todo, novelas: Conversación en La Catedral, Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor, La guerra del fin del mundo, Historia de Mayta, ¿Quién mató a Palomino Molero?, El hablador, Elogio de la madrastra, Lituma en los Andes, Los cuadernos de don Rigoberto, La Fiesta del Chivo, El Paraíso en la otra esquina, Travesuras de la niña mala, El sueño del celta, El héroe discreto, Cinco Esquinas, Tiempos recios y Le dedico mi silencio. Además, recibió los premios Cervantes, Príncipe de Asturias, PEN/Nabokov y Grinzane Cavour. Fue miembro de la Real Academia Española de la Lengua.

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Por Carlos Granés * / Especial para El Espectador

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