Uno de los primeros bofetones socialistas que recibió Mario Vargas Llosa se lo dio un compañero de luchas de una célula clandestina de Cahuide cuando acababa de cumplir 18 años y leía unos poemas de William B. Yeats, a quien el comunismo había proscrito, pues lo consideraba esotérico y fantasioso. “Camarada, tú eres un subhombre”, le dijo. Vargas Llosa lo miró y sonrió. Solo eso. Pasados más de 50 años, comentó que aquel fue uno de los primeros indicios que tuvo sobre lo que era el comunismo de la gente. “Fui bañado en mugre”, dijo entonces, y lo repitió en decenas de congresos y entrevistas a lo largo de su vida, para después añadir que al romper con aquellas cadenas había recuperado “un espacio de libertad que no sabía que había perdido”.
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Aquella libertad de la que hablaba la había comenzado a perder con el derrocamiento, en 1948, del presidente del Perú, José Luis Bustamante, a manos del general Manuel Odría. Entonces dijo y lo repetiría: “Odio a los dictadores de cualquier género”. Doce años más tarde, luego de la revolución cubana liderada por Fidel Castro, a quien había conocido en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, exclamó que aquella victoria era una forma de liberar a América Latina “del anacronismo del horror”. Luego, en 1967, afirmó: “Dentro de diez, veinte o cincuenta años, habrá llegado a todos nuestros países, como ahora a Cuba, la hora de la justicia social”. Para él, el socialismo era la liberación.
Vargas Llosa habló de libertad y de liberaciones a menudo, desde el ángulo de los izquierdistas, primero, o desde la visión del centro y del capitalismo, después. Luego de atravesar varias crisis personales y políticas, de haberse prendado de las ideas y el carácter de Margaret Thatcher, y de lamentar que hubiera perdido el poder en 1990, le envió un ramo de rosas con una tarjeta en la que le escribió: “Señora, no hay palabras bastantes para agradecerle lo que usted ha hecho por la causa de la libertad”. Motivado por la primera ministra de Gran Bretaña, peleado con sus antiguos compañeros de lucha y, más que con ellos, con los actos de las izquierdas en el poder, y desilusionado, fundó en el 87 su Movimiento Libertad para lanzarse a la presidencia en el 90.
Su candidatura provocó cientos de decenas de ataques en los que sus detractores recordaban sus tiempos de revolucionario político y abrían infinidad de interrogantes sobre los cambios de parecer y de actuar que había tenido. En los años 60, o por lo menos hasta el año de 1968, Vargas Llosa era claramente partidario de la Revolución Cubana y del socialismo; incluso, del comunismo. No obstante, un artículo del escritor y poeta Heberto Padilla publicado en las páginas de la revista El Caimán Barbudo, en el que criticaba la novela Pasión de Urbino, de Lisandro Otero —uno de los referentes intelectuales más protegidos por los altos mandos cubanos de la Revolución—, comenzó a hacerle cambiar de opinión.
Más allá de sus críticas al texto de Otero, Padilla había elogiado la obra Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante, y ,lo que fue más polémico, estuvo de acuerdo con sus posturas en contra del tratamiento que la Revolución les daba a los escritores. Otero y Cabrera Infante eran los candidatos a obtener el Premio Biblioteca Breve, obtenido al final por este último. Padilla, mientras tanto, siguió escribiendo. Era un hombre nervioso, decían, incisivo. Y ese mismo año salió un libro suyo, Fuera de juego. Decía allí, entre tantas cosas: “¡Al poeta despídanlo! / Ese no tiene aquí nada que hacer. / No entra en el juego. / No se entusiasma. / Encuentra siempre algo que objetar”. Las reacciones del establecimiento fueron inmediatas y agudas.
Padilla fue acusado de contrarrevolucionario. Para los escritores adeptos a Fidel Castro y a la Revolución, la literatura debía ser “un arma contra las debilidades y los problemas que, directa o indirectamente, puedan obstaculizar este avance”. Aquel avance era el de la Revolución, e incluía invitaciones, premios, viajes, cenas y un largo reguero de etcéteras, pero más allá de las prebendas, pretendía condenar a los opositores y halagar a los partidarios. Los poemas de Padilla fueron publicados en el exterior. Según algunos escritores, como Jorge Edwards, él mismo se había encargado de enviarlos afuera. Un periodista francés, Pierre Golendorf, fue sentenciado a 10 años de prisión por haber intentado sacar el libro de Cuba.
Por aquellos años, ya Vargas Llosa le había escrito una carta a Carlos Fuentes, publicada en 2023 en Las cartas del boom, de Alfaguara. Le aseguraba allí que estaba “sumamente inquieto, apenado y asustado con lo que ocurre en Cuba”, y que le habían producido “escalofríos” los discursos que Lisandro Otero había leído ante la Unión de Escritores. El 31 de enero del 69, Julio Cortázar le mandó una carta en la que lo amonestaba por no haber ido a La Habana en un viaje programado. Entre tantas otras cosas, le decía, “A eso se sumó lo que solo supe al llegar: la estupefacción, la consternación y la viva reacción provocadas por tu artículo en Caretas. Nadie —me apresuro a decírtelo— discutía tu derecho a oponerse a la actitud de la URSS en Checoslovaquia”.
Cortázar hablaba de un texto de septiembre y octubre del 68 en donde Vargas Llosa había criticado el apoyo de Fidel Castro a la invasión soviética de Checoslovaquia. “La corrección política es enemiga de la libertad”, diría años más tarde. Una vez más, hablaba de la libertad y atacaba a los dictadores. En los años 70, el 20 de marzo de 1971, Padilla fue condenado junto a su esposa, Belkis Kuza Malé, por actividades contrarrevolucionarias. Vargas Llosa, Cortázar, Juan Goytisolo y el poeta cubano Carlos Franqui escribieron una carta para apoyar la libertad, e invitaron a varios escritores a que la firmaran. Al final, entre los nombres de Fuentes, Vargas Llosa, Cortázar y García Márquez estaban los de Octavio Paz y Sartre, entre otros.
Con los días, García Márquez explicó que él no había firmado nada, que su nombre había aparecido ahí porque Plinio Apuleyo lo había incluido. Para Vargas Llosa, era clara aquella posición. Sus recuerdos con García Márquez, las lecturas de su obra, e incluso el libro que había escrito sobre él, Historia de un deicidio, empezaban a nublarse. La libertad estaba por encima de todo, como lo había afirmado una y otra y otra vez. En 1976, aquella vieja amistad se rompió para siempre por un escándalo sobre mujeres e infidelidades. Vargas Llosa acababa de separarse de Patricia Vargas Llosa, su prima y segunda esposa, y había viajado desde Barcelona a Perú. García Márquez se quedó con su exmujer. Tiempo después, se reencontraron en Ciudad de México.
Apenas vio a García Márquez, Vargas Llosa se le fue encima y le dio un puñetazo en el rostro. Solo le dijo: “Esto fue por lo que le hiciste a Patricia”. A partir de allí, las leyendas comenzaron a circular, aunque jamás hubo pruebas de las razones por las que se habían peleado. Según unas, Vargas Llosa se había ido con una amante azafata a Suecia o a Lima y su esposa, Patricia, se había quedado en Barcelona con García Márquez, quien le sugirió que se divorciara, y puntos suspensivos para que quienes imaginaran lo hicieran. Para algunos, el golpe había sido en el aeropuerto de México; para otros, había ocurrido en un cine y Elena Poniatowska había curado las heridas de García Márquez.
Lo cierto fue que Vargas Llosa hizo retirar todos los ejemplares que hubiera de Historia de un deicidio, y jamás volvió a encontrarse con su antiguo “camarada”.