Pamuk (1952), el primer turco ganador del Premio Nobel de Literatura (2006), ha venido a Madrid a la celebración del cumpleaños número ochenta de Vargas Llosa (1936), el escritor peruano nacionalizado español que ganó el mismo premio en 2010. En un interesante conversatorio dejaron conocer pasajes de su vocación y trayectoria propia, así como sobre la pasión que los une: la escritura.
Célebre por sus novelas El castillo blanco, Me llamo Rojo, El libro negro, Estambul y Nieve, Pamuk afirma que en sus inicios como escritor se fijó en autores latinoamericanos como Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, Gabriel García Márquez y el propio Mario Vargas Llosa. En su natal Estambul reinaba una literatura comprometida políticamente de la que él quería alejarse; por eso, además de mirar hacia la literatura latinoamericana, también se interesaba por los surrealistas franceses. “Los escritores latinoamericanos me cautivaron. Yo no quería ser radical, como la literatura que me rodeaba en mi país; quería ser ingenioso, usar la invención, como ellos”.
De sus sesenta y tres años, casi sesenta los ha vivido en Estambul, el lugar que nunca quiso dejar y desde donde sabía que escribiría sus libros. Sólo entre 1985 y 1988 vivió en Nueva York, donde trabajó como profesor visitante en la Universidad de Columbia. Nació en una familia de ingenieros, acomodada, y aunque quería ser pintor, primero estudió arquitectura, carrera que abandonó a los veintitrés años para dedicarse por completo a la escritura. En 1982 publicó su primera novela Cevdet Bey y sus hijos, pero fue en 1998, con Me llamo Rojo, que su obra empezó a tener mayor reconocimiento.
Su padre también había querido ser escritor, pero, según cuenta el propio Pamuk, se sentía tan bien con la vida que llevaba y sus relaciones sociales que terminó por abandonar la idea. Alguna vez, ese mismo hombre los había dejado para irse a París en una especie de búsqueda existencialista que Pamuk narró en su discurso al recibir el Nobel y que llamó La maleta de mi padre. Dos años antes de morir, su padre le entregó la maleta donde guardaba un testimonio de su frustrada vocación de escritor.
“Yo tenía miedo de abrir el maletín de mi padre y de leer sus cuadernos; yo sabía que él jamás habría soportado las dificultades que yo mismo he tenido que afrontar. Él no amaba la soledad, sino los amigos, las multitudes, los salones, las bromas, las diversiones sociales… Más tarde, ya convertido en escritor, no he olvidado nunca que llegué a serlo gracias a que mi padre, en lugar de recordar a los famosos pachás y los grandes líderes religiosos, me hablaba frecuentemente de los grandes autores de la literatura universal”, narra en este bello ensayo.
Por esa misma época (años sesenta), otro personaje que llegaría a París sería el propio Vargas Llosa, quien tenía el idílico sueño de convertirse allí en escritor. Sin embargo, aquí, en la celebración de sus ochenta años, relata que fue en Francia donde por fin se sintió plenamente latinoamericano. “Tenía un prejuicio contra la narrativa latinoamericana que me parecía llena de maniqueísmo ideológico, clichés y lugares comunes, y yo prefería leer a los escritores franceses, por eso desde muy joven aprendí esa lengua. Desconocía a América Latina y tenía la idea ingenua de que necesitaba llegar a París para ser un escritor de verdad. En Francia vi que los franceses tenían endiosados a escritores latinoamericanos como Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y Carlos Fuentes. Así comencé a sentirme plenamente latinoamericano y a ver ese mundo riquísimo en personajes y aventuras de donde yo provenía”. Un claro ejemplo es que a Gabriel García Márquez lo leyó por primera vez en una traducción al francés de El coronel no tiene quien le escriba.
Con Pamuk sucedió todo lo contrario: nunca quiso marcharse de su ciudad natal para escribir. Su padre le propuso que se fuera a estudiar a Estados Unidos o a Francia para ser un autor reconocido internacionalmente. Sin embargo, él jamás dejó Estambul. Fue allí donde produjo todo un universo literario influenciado por la historia ancestral de su ciudad, así como por el surrealismo francés y la literatura latinoamericana, que tanto le interesaban, pero siempre desde su querida ciudad natal. “Me quedé en casa para escribir. Así hice mi primera novela de 600 páginas. Yo pensé en escribir sobre Estambul, sobre la poesía que hay en ser provinciano”. No sería sino hasta los años noventa que Pamuk tendría reconocimiento internacional y comenzarían a traducirlo. Lo conocerían como el “escritor de Estambul”, ciudad que ha visto cambiar durante sesenta años —tiempo en el que pasó de tener un millón de habitantes a 15 millones—.
“Durante los últimos treinta y tres años, identificándome completamente con la ciudad, he estado describiendo en mis narraciones sus calles, sus puentes, sus gentes, sus perros, sus casas, sus mezquitas, sus fuentes, sus héroes asombrosos, sus tiendas, sus personajes famosos, sus gentes humildes, sus recovecos oscuros, sus días y sus noches. A partir de cierto momento, este mundo que he imaginado se libera, escapa de mi control y deviene más real que la ciudad en la cual vivo”, cuenta en La maleta de mi padre.
Por otra parte, a Mario Vargas Llosa comenzaron a publicarlo en España, lugar donde, según cuenta, al comienzo le corregían sus “peruanismos”. “En mi primera novela (La ciudad y los perros), el pobre tipógrafo había cambiado todas las palabras y convirtió una novela realista en una surrealista. Me fui hasta Barcelona a hablar con Carlos Barral, quien me calmó, porque yo venía muy exaltado, y me prometió dejar mi novela como yo la había escrito. Aquello tenía que ver con el aislamiento en que vivía España a finales de los años 50: el tipógrafo jamás había leído algo así”.
El autor peruano se frustraba, como ha contado en varias ocasiones, porque no se sentía un genio y no tenía facilidad para escribir. Sin embargo, en Flaubert encontró el ánimo necesario para seguir escribiendo: dice que jamás ha vuelto a sentir lo mismo que cuando leyó por primera vez Madame Bovary, una historia que más allá del lenguaje parecía flotar frente a sus ojos. “Descubrí leyendo a Flaubert el tipo de escritor que quería ser”, dice.
El otro texto de Flaubert que lo maravilló fue Correspondencia, la recopilación de las cartas de este autor francés, donde demostraba que tampoco se sentía un genio y que había sido a punta de dedicación que había logrado salir adelante como escritor. “Él tenía la voluntad de escribir grandes libros y así lo hizo. Por ejemplo, a su amante le puso una regla: sólo se podían ver una vez al mes. El resto de días se los dedicaba plenamente a la escritura”.
Pamuk, por otra parte, se aplicó para estar actualizado sobre todo lo concerniente a la literatura mundial. Su hermano, quien sí se había ido a estudiar a Estados Unidos, le mandaba libros desde allí y él buscaba revistas y textos en lugares como la embajada estadounidense. Así logró seguir conectado con todo lo que se escribía hasta el momento.
Sus grandes novelistas de cabecera siempre han sido Marcel Proust, León Tolstói, Fiódor Dostoievski y Thomas Mann. Sin embargo, en Jorge Luis Borges y William Faulkner encontró lo que él llama “acrobacias técnicas” para escribir y lograr darle un giro a la novela. “Con estos autores algo hizo clic en mi cabeza para usar el material de forma inventiva y pensar la literatura de una manera diferente. También una autora como Virginia Woolf me hacía pensar en las subjetividades y el cambio de estilos. Todas estas influencias abrirían mi camino”.
Ambos nobeles coinciden en algo: el proceso de elaboración de una historia siempre será misterioso. “Comienzo a fantasear o a tener una inquietud que puede ser el embrión de una historia. Hago un guion general, que siempre termino cambiando, y lucho contra una enorme inseguridad hasta que empiezo a sentir que algunos personajes tienen cierta autonomía y que debo respetar la dirección que toman. Así me dedico a trabajar enteramente para una historia. La razón no llega a comprender en todas sus instancias este proceso, porque en él resucitan imágenes, sonidos, recuerdos que creía completamente olvidados y que de pronto resucitan. A partir de ese momento escribo no solamente con mi cabeza, con las manos; también lo hago con las tripas y con los fantasmas que llevo adentro. Un proceso que de alguna manera pone en movimiento y en efervescencia la totalidad del ser humano”, dice Vargas Llosa.
Por su parte, el escritor turco también afirma que “toda novela tiene un centro secreto”. Para él, cada una de sus historias comienza con una escena. A partir de ahí desarrolla los personajes para que se ajusten a esa visión hasta que la historia devela sus propias normas. Al empezar a escribir se comporta como una persona poseída; sin embargo, después debe aparecer un ingeniero que analiza la forma en que lo hizo y que se pregunta por su significado. “Quiero ser poético y además tener sentido, algo que es difícil”. Para la novela que se encuentra escribiendo en este momento ha tomado apuntes por más de treinta años, en lo que llama una “pelea continua que no siempre te hace feliz, pero que al final te permite sentirte bien”.
Hacia el final de la conversación, Vargas Llosa le pregunta a Pamuk si el pesimismo que traspone en su novela Nieve, la más triste que, según él mismo, ha leído, es mera ficción o si realmente es como se siente ante el mundo, a lo que Pamuk responde con desparpajo que ahora sí lo ha metido en un lío y que, realmente, lo que buscaba era crear un personaje outsider, al estilo de Graham Greene cuando visitó Panamá, para ver su país con otros ojos. A su vez afirma que en su escritura también hay influencias de libros como La ciudad y los perros y La tía Julia y el escribidor, que no sólo se ven en Nieve, sino en El libro negro. Como si el propio pesimismo de Vargas Llosa lo hubiera influenciado.