Federico III protegió a Martín Lutero una y otra vez. Incluso, le ordenó a su ejército personal que lo secuestrara e hizo que lo llevara al castillo de Wartburg, donde Lutero tradujo el Nuevo Testamento al alemán para que más gente lo pudiera leer y lo comprendiera. “Según él, los Evangelios -como escribió Jacques Barzun-, si todo el mundo los leía, le darían la razón. De ahí el nombre de ‘evangélicos’ que precedió y durante mucho tiempo prevaleció sobre el nombre accidental de protestantes, que surgió cuando algunos delegados protestaron contra un acuerdo tentativo con los partidarios católicos”. Antes de su secuestro, y muy encarecidamente pero en términos perentorios, el papa Clemente VII le había solicitado a Carlos V que juzgara a Lutero.
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El príncipe de Sajonia creyó que su protegido terminaría siendo condenado. Por otra parte, estaba molesto con la intromisión del poder eclesiástico en los asuntos de su estado. Una especie de regionalismo se vislumbraba entre la gente de los principados que muchos años más tarde, en 1871, se unirían para crear a Alemania. Además, como lo aclaró Barzun en su libro “Del amanecer a la decadencia”, “En su defensa de Lutero entró en juego una emoción privada: le ofendía que un miembro del claustro de su preciada universidad (La Universidad de Wittenberg, en cuyas puertas Lutero había clavado sus 95 tesis) fuera llamada al orden por funcionarios vaticanos”. En Wartburg, Lutero siguió incendiando al pueblo de Sajonia.
Más adelante, incendió a los pueblos de Europa. “De su tintero fluían sin parar panfletos, libros, cartas a particulares que eran ‘entregadas a la imprenta’ por su receptor, comentarios bíblicos, sermones, himnos”. Sus textos eran traducidos al latín por sus seguidores, o si los escribía en latín, al alemán. Algunos de sus detractores le respondieron, y al responderle a él, agudizaban las controversias y provocaban a sus seguidores. “Un torrente de palabrería en negro sobre blanco acerca de la verdadera fe y la buena sociedad cayó sobre las cabezas cristianas”. Para Barzun, basado en las estadísticas, por más de 350 años el torrente de publicaciones religiosas continuó en aumento, año tras año, hasta 1900.
“¿Qué era, en efecto, lo que había en ‘la cabeza y los miembros’ de la Iglesia que la gente quería eliminar. En primer lugar, las ‘corrupciones’ de siempre: monjes glotones en ricas abadías, obispos absentistas, sacerdotes con concubinas, y demás. Pero el envilecimiento moral ocultaba una quiebra más profunda: se había perdido el sentido de los papeles”. Se habían trastocado los roles y la autoridad estaba resquebrajada. Los sacerdotes, en vez de ser instructores, maestros, eran autoritarios, pues cada vez se volvían más ignorantes. Los monjes, en lugar de estudiar, prevaricaban, holgazaneaban, y los obispos ya ni cuidaban ni vigilaban ni adoctrinaban, metidos como estaban en la política y en sus propios negocios.
El gran sistema se había corrompido, y a su podredumbre se habían acostumbrado los feligreses y los clérigos. Lentamente, los usos que en un comienzo fueron nuevos y criticados por unos cuantos, se transformaron en rutina. La ruindad y la conveniencia personal se volvieron ley. La sociedad y el culto habían caído en manos de millares de especuladores y de sus cómplices. La astucia reemplazó a la virtud, y la ambición, a la dignidad. La aparición de Lutero había sido precedida por uno que otro pensador y escritor denunciante, como Erasmo de Róterdam, a quien en un momento dado Lutero buscó y le solicitó su apoyo, más allá de que luego se alejara de él porque creía en el ‘libre albedrío’.
Lutero era hijo del propietario de una mina, y llegó a la universidad con la ilusión de volverse abogado, pero se inclinó por la teología. Allí, supo de historias y de leyendas, de fantasías y de realidades que lo golpearon, que lo hirieron, sobre todo luego de haber tenido varios encuentros místicos que lo llevaron a proclamar que “Dios estaba en todo”. Un día, le contaron que el papa Sixto IV había determinado que las indulgencias podrían concederse también a las almas que estaban en el purgatorio. Ante tal aseveración, muchos de los campesinos de la Europa de entonces, siglo XV, destinaron sus ahorros y mucho más a salvar el alma de quienes sus parientes y amigos que ya estaban muertos. “Un fraude celestial”, lo llamó el historiador William Manchester.
Centenares de monjes y de frailes de distintas órdenes aprovecharon la situación. El “fraude celestial” se propagaba por el continente y nadie lo detenía. Según Peter Watson, “Entre los que aprovecharon la situación con verdadero cinismo se encontraba Juan Tetzel, un fraile dominico que creó su propio espectáculo ambulante”. Iba de pueblo en pueblo, anunciado por las campanas de las iglesias, con un cofre repleto de herrajes, un talego lleno de recibos ya impresos y una enorme cruz arropada por la bandera papal. Se instalaba y hablaba de gangas a cambio de salvaciones, tanto para los vivos como para los muertos. “Tan pronto la moneda suene en el cofre, el alma por la que fue pagada saldrá volando del purgatorio e irá al cielo”, decía y prometía.
Tetzel, según lo reseñó Brian Moynahan en su libro sobre la historia del Cristianismo, llevó su negocio tan lejos que les ofrecía a los futuros pecadores la redención a cambio de unas cuantas monedas. Quien tenía presupuestado matar o robar, solo tenía que comprar su indulgencia y sus asuntos con el más allá serían solucionados. Lutero escuchó, se indignó, tomó notas, estudió. En 1510 viajó a Roma. Su malestar aumentó, pero aún no tenía la suficiente fortaleza para desafiar a sus superiores, que en últimas, eran muchos y con todo el poder terrenal. Cuando regresó a Wittenberg, a punto de cumplir 30 años, el hastío lo desbordaba, pero al mismo tiempo, ese mismo hastío lo motivó a continuar puliendo sus ideas y a fortalecer su fe en una nueva lucha.